Ayn Rand
Los resultados psicológicos del altruismo pueden observarse en el hecho de que una gran cantidad de gente aborda el tema de la ética con preguntas tales como:
«¿Debe uno arriesgar su propia vida para ayudar a un hombre que está: a) ahogándose, b) atrapado en un incendio, c) andando delante de un camión, d) colgando de las puntas de los dedos sobre un abismo?».
Considera las implicaciones de tal enfoque. Si un hombre acepta la moralidad del altruismo, él sufre las siguientes consecuencias (en proporción al grado de su aceptación):
Al convertir el tema de ayudar a otros en la cuestión central y primordial de la ética, el altruismo ha destruido cualquier concepto de genuina benevolencia o de buena voluntad entre los hombres. Los ha adoctrinado con la idea de que valorar a otro ser humano es un acto de desprendimiento, implicando así que un hombre no puede tener un interés personal en otros; que valorar a otro significa sacrificarse a sí mismo; que cualquier amor, respeto o admiración que un hombre pueda sentir por otros ni es ni puede ser una fuente de su propia satisfacción, sino una amenaza a su existencia, un cheque en blanco del sacrificio por el que uno se inmola a sus seres queridos.
Los hombres que aceptan esa dicotomía pero escogen el lado opuesto, los que eligen el resultado final de la deshumanizante influencia del altruismo, son los psicópatas que no desafían la premisa básica del altruismo, sino que proclaman que se han rebelado contra el autosacrificio al decir que ellos son totalmente indiferentes hacia cualquier ser viviente, y que no levantarían ni un dedo para ayudar a un hombre o a un perro atropellado por un conductor que se da a la fuga (y que normalmente es alguien de su propia calaña).
La mayoría de los hombres no aceptan ni practican ninguno de los dos lados de esa falsa y malvada dicotomía del altruismo, pero su resultado es un total caos intelectual en cuanto al tema de las relaciones humanas apropiadas, y en cuanto a la naturaleza, al objetivo de la ayuda que uno puede darles a otros, y hasta qué punto debe hacerlo. Hoy día, muchísimas personas razonables que tienen las mejores intenciones no saben cómo identificar o conceptualizar los principios morales que motivan su amor, su afecto o su buena voluntad, y no pueden encontrar ninguna guía en el campo de la ética, que está dominado por las banales vulgaridades del altruismo.
Sobre la cuestión de por qué el hombre no es un animal sacrificable, y por qué ayudar a otros no es su deber moral, os remito a La rebelión de Atlas. Esta discusión trata de los principios por los que uno identifica y evalúa los casos que tienen que ver con la ayuda sin sacrificio que un hombre puede darles a otros.
«Sacrificio» es la entrega de un valor mayor a cambio de un valor menor, o de algo sin valor. Así, el altruismo mide la virtud de un hombre según el grado en el que él ceda, traicione sus valores o renuncie a ellos (puesto que ayudar a un desconocido o a un enemigo se considera más virtuoso y menos «egoísta» que ayudar a los propios seres queridos). El principio racional de conducta es exactamente el opuesto: actúa siempre de acuerdo con la jerarquía de tus valores, y nunca sacrifiques un valor mayor por uno menor.
Esto se aplica a todas las decisiones, incluyendo las acciones de uno hacia otros hombres. Ello requiere que uno posea una definida jerarquía de valores racionales (valores elegidos y validados por un criterio racional). Sin esa jerarquía, no son posibles ni conducta racional, ni juicios razonados de valor, ni decisiones morales.
El amor y la amistad son valores profundamente personales y egoístas; el amor es una expresión y una afirmación de la autoestima, es una respuesta a los valores de uno en la persona de otro. Uno recibe una alegría profundamente personal y egoísta a partir de la mera existencia de la persona a la que ama. Es la propia felicidad personal y egoísta la que uno busca, gana y deriva del amor.
Un amor «altruista» y «desinteresado» es una contradicción en términos: significa que uno es indiferente a lo que uno valora.
Preocuparse por el bienestar de las personas que uno ama es una parte racional de los intereses egoístas de uno. Si un hombre que ama apasionadamente a su esposa se gasta una fortuna para curarla de una enfermedad peligrosa, sería absurdo decir que lo está haciendo como un «sacrificio» por ella, y no por él mismo, y que a él, personal y egoístamente, le da absolutamente igual que ella viva o muera.
Cualquier acción que un hombre realice en beneficio de quienes ama no es un sacrificio si —dentro de su jerarquía de valores, y en el contexto total de las opciones abiertas a él— esa acción logra lo que es de mayor importancia personal (y racional) para él. En el ejemplo anterior, la supervivencia de su esposa es de mayor valor para el marido que cualquier otra cosa que su dinero pudiera comprar, es de una importancia enorme para su propia felicidad personal y, por lo tanto, su acción no es un sacrificio.
Pero supongamos que él la dejara morir para poder gastarse el dinero en salvar las vidas de otras diez mujeres que no significan nada para él, como requeriría la ética del altruismo. Eso sí sería un sacrificio. Aquí se puede apreciar la diferencia entre Objetivismo y altruismo con la mayor claridad: si el sacrificio es el principio moral de la acción, entonces ese esposo debería sacrificar a su mujer para salvar a esas otras diez mujeres. ¿Qué diferencia hay entre su mujer y las otras diez? Nada, excepto el valor que ella tiene para el hombre que tiene que elegir; nada, excepto el hecho de que su felicidad requiere que ella sobreviva.
La ética Objetivista le diría: tu objetivo moral más alto es alcanzar tu propia felicidad; tu dinero es tuyo, úsalo para salvar a tu esposa; ese es tu derecho moral, esa es tu opción moral y racional.
Considera el alma del moralista altruista que estuviera dispuesto a decirle al marido lo contrario. (Y luego pregúntate si el altruismo está motivado por la benevolencia).
El método correcto para juzgar cuándo uno debe ayudar a otra persona, o si debe ayudarla, es hacerlo en el contexto del interés racional de uno, y en el de su propia jerarquía de valores: el tiempo, el dinero o el esfuerzo que uno invierte, o el riesgo que uno asume, deben ser proporcionales al valor que representa esa persona en relación a la propia felicidad de uno.
Para ilustrar esto con el ejemplo favorito de los altruistas, veamos la cuestión de si salvar o no a una persona que se está ahogando. Si la persona que hay que salvar es un desconocido, entonces es moralmente correcto salvarla sólo cuando el peligro para la vida de uno es mínimo; si el peligro es grande, entonces sería inmoral intentarlo; sólo una falta de autoestima le permitiría a uno valorar su propia vida menos que la de cualquier desconocido al azar. (Y, al contrario, si uno mismo se está ahogando, uno no debe esperar que un desconocido arriesgue su vida por salvarle a él, recordando que la vida de uno no puede ser tan valiosa como la vida de ese desconocido lo es para él).
Si la persona a ser salvada no es un desconocido, entonces el riesgo que uno debe estar dispuesto a correr será mayor en proporción al valor que esa persona tenga para uno. Si es la persona a la que uno ama, entonces uno puede estar dispuesto a dar su propia vida por salvarla…, por la razón egoísta de que vivir sin la persona amada sería insoportable.
Y a la inversa, si un hombre sabe nadar y puede salvar a su esposa que se está ahogando, pero entra en pánico, cede ante un miedo irracional e injustificado y deja que se ahogue, y luego pasa el resto de su vida en soledad y miseria, uno no calificaría a ese hombre de «egoísta»; uno lo condenaría moralmente por haberse traicionado a sí mismo y a sus propios valores, es decir, por ser incapaz de luchar para preservar un valor crucial para su propia felicidad. Recuerda que valores son lo que uno actúa para obtener y/o mantener, y que la propia felicidad de uno tiene que ser conseguida por medio del propio esfuerzo de uno. Puesto que la propia felicidad es el objetivo moral de la vida de uno, el hombre que fracasa en alcanzarla por su propia desidia, por incapacidad de luchar por ella, es moralmente culpable.
La virtud involucrada en ayudar a quienes uno ama no es ni «altruismo» ni «sacrificio», sino integridad. Integridad es lealtad a las convicciones y a los valores de uno; es la política de actuar de acuerdo con los valores de uno, de expresarlos, mantenerlos, y llevarlos a la realidad práctica. Si un hombre profesa amar a una mujer, pero sus acciones son indiferentes, hostiles o perjudiciales para ella, es su falta de integridad lo que hace que él sea inmoral.
El mismo principio se aplica a las relaciones entre amigos. Si un amigo tiene problemas, uno debería actuar ayudándole por todos los medios apropiados que no impliquen sacrificarse. Por ejemplo, si un amigo se está muriendo de hambre, no es un sacrificio sino un acto de integridad darle dinero para que coma en vez de comprar algún chisme insignificante para uno mismo, puesto que el bienestar del amigo es importante en la escala de valores personales de uno. Pero si el chisme significa más que el sufrimiento del amigo, entonces uno tiene que dejar de fingir que es su amigo.
La implementación práctica de la amistad, del afecto y del amor consiste en considerar el bienestar (el bienestar racional) de la persona relevante como siendo parte de la propia jerarquía de valores de uno, y luego actuar en consecuencia.
Pero esa es una recompensa que los hombres tienen que ganarse con sus virtudes, y que uno no puede otorgarles a simples conocidos, o a extraños.
¿Qué es, entonces, lo que uno debe otorgarles, apropiadamente, a los extraños? El respeto general y la buena voluntad que uno debe otorgarle a un ser humano en nombre del valor potencial que ese ser humano representa, hasta que, y a menos que, deje de merecerlos.
Un hombre racional no olvida que la vida es la fuente de todos los valores y, como tal, un vínculo común entre los seres vivos (en contraste a la materia inanimada), que otros hombres son potencialmente capaces de lograr las mismas virtudes que él mismo, y por lo tanto pueden ser de un enorme valor para él. Eso no significa que él piense que otras vidas humanas son intercambiables por la suya. Él reconoce el hecho de que su propia vida es la fuente, no sólo de todos sus valores, sino también de su capacidad de valorar. Por lo tanto, el valor que él le otorga a otros es sólo una consecuencia, una extensión, una proyección secundaria del principal valor que es él mismo.
«El respeto y la buena voluntad que los hombres de autoestima sienten hacia otros seres humanos es profundamente egoísta; ellos sienten, de hecho, lo siguiente: “Otros hombres tienen valor para mí porque son de la misma especie que yo”. Al reverenciar a las entidades vivas, reverencian su propia vida. Esa es la base psicológica de cualquier emoción o simpatía, y de cualquier sentimiento de “solidaridad con la especie”». (Benevolencia vs. altruismo, por Nathaniel Branden, The Objectivist Newsletter, Julio 1962).
Puesto que los hombres nacen siendo tabula rasa, o sea, páginas en blanco, tanto cognitiva como moralmente, un hombre racional considera a los desconocidos como inocentes hasta que se demuestre que son culpables, y les concede esa buena voluntad inicial en nombre de su potencial humano. A partir de ahí, los juzga de acuerdo con el carácter moral que de hecho han conseguido. Si descubre que son culpables de grandes maldades, su buena voluntad será sustituida por desprecio y por condena moral. (Si uno valora la vida humana, no puede valorar a quienes la destruyen). Si descubre que son virtuosos, les concederá un valor y un aprecio individual y personal, en proporción a las virtudes que posean.
Es en base a esa buena voluntad generalizada y a ese respeto por el valor de la vida humana por lo que uno ayuda a los desconocidos en una emergencia, y sólo en una emergencia.
Es importante diferenciar entre reglas de conducta en una situación de emergencia y reglas de conducta en las condiciones normales de la existencia humana. Eso no significa que haya un doble estándar de moralidad: el estándar y los principios básicos siguen siendo los mismos, pero su aplicación en cada caso requiere definiciones precisas.
Una emergencia es un evento indeseado, inesperado, limitado en el tiempo, y que crea condiciones bajo las cuales la supervivencia humana es imposible, tales como una inundación, un terremoto, un incendio o un naufragio. En una situación de emergencia, el objetivo principal de los hombres es combatir el desastre, escapar del peligro y reestablecer las condiciones normales (alcanzar tierra firme, apagar el incendio, etc.).
Por condiciones «normales» quiero decir metafísicamente normales, normales dentro de la naturaleza de las cosas, y apropiadas para la existencia humana. Los hombres pueden vivir en tierra firme, pero no en el agua ni en medio de un incendio voraz. Como los hombres no son omnipotentes, es metafísicamente posible que algunos desastres imprevisibles les afecten, y en esos casos su única preocupación debe ser volver a las condiciones bajo las cuales sus vidas pueden continuar. Por su propia naturaleza, una situación de emergencia es temporal; si durase mucho, los hombres perecerían.
Sólo en situaciones de emergencia debería uno ofrecerse voluntariamente a ayudar a desconocidos, si uno tiene el poder de hacerlo. Por ejemplo, un hombre que valora la vida humana y se ve envuelto en un naufragio debe intentar ayudar a salvar a otros pasajeros (aunque no a costa de su propia vida). Pero eso no significa que, una vez que todos han llegado a tierra firme, él deba dedicar sus esfuerzos a salvar a sus compañeros de la pobreza, de la ignorancia, de la neurosis, o de cualquier otro problema que ellos puedan tener. Y tampoco significa que deba dedicar su vida a surcar los siete mares en busca de víctimas de naufragios a quienes salvar.
O, tomando un ejemplo que puede ocurrir en la vida diaria: supongamos que uno se entera de que su vecino de al lado está enfermo y sin dinero. La enfermedad y la pobreza no son emergencias metafísicas, son parte de los riesgos normales de la existencia; sin embargo, como el hombre está temporalmente indefenso, uno puede llevarle alimentos y medicinas, siempre y cuando uno pueda permitírselo (como acto de buena voluntad, no como un deber), o puede también hacer una colecta entre los vecinos para ayudarle. Pero eso no significa que uno deba mantenerlo a partir de ese momento, ni que uno deba pasarse la vida buscando a gente muriéndose de hambre a la que ayudar.
En condiciones normales de existencia, el hombre tiene que elegir sus objetivos, proyectarlos en el tiempo, perseguirlos y alcanzarlos a través de su propio esfuerzo. Él no puede hacerlo si sus objetivos están a merced de cualquier desgracia que pueda pasarle a otros, y no debe sacrificar sus objetivos a esas desgracias. Él no puede vivir su vida guiándose por reglas que son aplicables sólo a condiciones bajo las cuales la supervivencia humana es imposible.
El principio de que uno debe ayudar a otros hombres en una emergencia no puede extenderse hasta el punto de considerar que cualquier sufrimiento humano es una emergencia, y a convertir el infortunio de unos en una hipoteca sobre la vida de otros.
La pobreza, la ignorancia, las enfermedades, y otros problemas de ese tipo no son emergencias metafísicas. Por la naturaleza metafísica del hombre y de la existencia, el hombre tiene que mantener su vida con su propio esfuerzo; los valores que necesita —tales como riqueza o conocimiento— no le son dados automáticamente, como un regalo de la naturaleza, sino que tienen que ser descubiertos y logrados a través de su propio razonamiento y de su propio trabajo. La única obligación que uno tiene con los demás, en ese sentido, es mantener un sistema social que deje a los hombres libres para lograr, ganar y mantener sus valores.
Todo código de ética se basa en una teoría metafísica y se deriva de ella, es decir: procede de una teoría sobre la naturaleza fundamental del universo en el que el hombre vive y actúa. La ética altruista se basa en la metafísica de un «universo malevolente», en la teoría de que el hombre, por su propia naturaleza, está indefenso y está condenado; que el éxito, la felicidad y el logro son imposibles para él; que las emergencias, los desastres y las catástrofes son la norma de su vida, y que su objetivo principal es combatirlos.
Como la más simple refutación empírica de la falacia de esa metafísica —como evidencia del hecho de que el universo material no es hostil para el hombre, y que las catástrofes son la excepción, no la regla de su existencia— mirad las fortunas que ganan las compañías de seguros.
Observa también que los defensores del altruismo son incapaces de basar su ética en hechos relacionados con la existencia normal de las personas, y que siempre plantean situaciones del tipo «bote salvavidas» como ejemplos a partir de los cuales hay que derivar las reglas de conducta moral. («¿Qué deberías hacer si estás con otro en un bote salvavidas donde sólo cabe una persona?», etc.).
El hecho es que los hombres no viven en botes salvavidas, y que un bote salvavidas no es el sitio en el que basar las teorías metafísicas de uno.
El objetivo moral de la vida de un hombre es el logro de su propia felicidad. Eso no significa que él sea indiferente hacia todos los demás hombres, que la vida humana carezca de valor para él, y que no tenga motivos para ayudar a otros en una emergencia. Pero sí significa que él no debe subordinar su vida al bienestar de los demás, ni sacrificarse por las necesidades de ellos, que aliviar el sufrimiento ajeno no es su preocupación primordial, que cualquier ayuda que él dé es una excepción, no una regla, es un acto de generosidad, no un deber moral, que esa ayuda es marginal e incidental —igual que los desastres son marginales e incidentales en el curso de una existencia humana—, y que los valores, no los desastres, son el objetivo, la principal preocupación, y la fuerza motriz de su vida.
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