CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN.
Si alguien fuera capaz de viajar en el tiempo y trasladarse desde principios del siglo XX hasta la actualidad, o un extraterrestre tuviera la oportunidad de acercarse al planeta Tierra y asistir a eso que llaman «guerra cultural» que, está sucediendo en Occidente, no deberíamos sorprendernos si afirmara que todo ello es una broma… ¿Qué, si no, cabe pensar cuando uno oye o ve escritas frases tales como: «Los hombres también pueden quedar embarazados», «Winston Churchill será cancelado», «Donald Trump es Hitler», «Joe Biden es comunista». “¡Las matemáticas son racistas!” ?
De veras que la «guerra cultural» nos ofrece, día tras día, un constante deleite y entretenimiento, además de hilaridad. Sí, es difícil aguantar la risa.
Pero, deja de ser chistoso cuando uno descubre que quienes «argumentan» tales cosas, lo dicen en serio. Es enormemente aterrador darse cuenta de que este teatro esperpéntico viene dominando gran parte del debate público en todo el mundo occidental desde hace años, lustros, décadas.
La guerra cultural ha ido creando, sin apenas darnos cuenta, la ilusión de que argumentos considerados por la mayoría de la gente como completamente estúpidos, estravagantes, y generalmente ignorados por todos excepto por una minoría de profesores universitarios (la mayoría de ellos de facultades de ciencias sociales), los activistas de izquierdas constantemente indignados y los adultescentes de 35 años que aún viven con sus papás, son las cuestiones que más inquietan, ocupan y preocupan a las personas que viven actualmente en el mundo occidental, en la civilización judeo-cristiana-greco-romana.
Tan importantes son, tan cruciales y urgentes de abordar que, según sus partidarios, supervivencia de la democracia liberal y la libertad de expresión, están en juego si no se abordan y no se les da solución enseguida.
Más todavía, la guerra cultural ha llevado a muchos a preguntarse si nuestros desacuerdos sobre cosas como los retretes unisex, o la forma correcta de entender la historia de los últimos siglos implican realmente posturas irreconciliables en Occidente. Estas cuestiones que, hasta hace no mucho tiempo era impensable que provocara crispación, enfrentamientos, etc. ha llevado a mucha gente, en muchos países a plantearse si tienen lo suficiente en común, con otros conciudadanos, como para coexistir pacíficamente como una sola nación…
Para todos, excepto a los que los medios de manipulación de masas y creadores de opinión, les han lavado el cerebro en mayo o menor intensidad, la guerra, no precisamente «cultural» que está sucediendo en Ucrania debería ser un poderoso antídoto contra la mezquindad egoísta de nuestra propia guerra cultural. La realidad de la Ucrania invadida por las tropas rusas, las ciudades destruidas por la artillería y las bombas nos recuerda la suerte que tenemos de vivir en una sociedad en la que la paz es lo corriente, y no la excepción, desde hace décadas.
Descubrir que el régimen de Vladimir Putin persigue a los que disienten con la invasión por él ordenada, que su policía reprime a quienes en Rusia se manifiestan conta la guerra, debería hacernos sentir afortunados por vivir en países en los que, existe la libertad de expresión y de manifestación (aunque en muchos lugares, todavía sean susceptibles de mejora). La voluntad de Putin de destruir al régimen ucraniano, para imponer un gobierno títere, tutelado por Moscú, nos debe hacer sentirnos afortunados de vivir en lugares en los que, la democracia y la soberanía nacional no son tan precarias.
Si tal como parece, en Occidente existe un general consenso, y la mayoría de la población está de acuerdo en casi todo lo que realmente importa: democracia, estado de derecho, libertad de expresión, libertad de creencias, libertad individual, dignidad humana. Nunca ha existido realmente discrepancias serias respecto de las cuestiones a las que la gente considera irrenunciables. Los retretes unisex, el lenguaje políticamente correcto y demás estupideces en realidad poco o nada importan.
Pese a que, la realidad es tozuda, la perseverante idiotez de los principales líderes de la guerra cultural no parece que vaya a llegar pronto a su fin. Incapaces de ver el mundo a través de otras gafas que no sea mediante el filtro, la distorsión de la guerra cultural que ellos mismos han creado, los activistas tanto de izquierda como de derecha, se afanan día tras día, llevados por su miopía ideológica en hacernos comulgar con ruedas de molino.
Hemos llegado a tal grado de estulticia que, la situación habría enorgullecido a los propagandistas ficticios de la novela 1984 de George Orwell: “La guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza”.
A pesar de su aparente confrontación, la izquierda globalista y la derecha populista están notablemente unidas en sus evasivas o incluso en su apoyo en asuntos tales como la invasión de Ucrania por el ejército ruso. Tampoco deberíamos sorprendernos tanto. Tanto unos como otros, siempre han estado de acuerdo en los asuntos más importantes, aunque estén equivocados. En realidad, la guerra cultural nunca ha sido un conflicto entre la izquierda globalista y la derecha populista. El dilema siempre ha sido si la forma de vida occidental, la civilización judeo-cristiana-greco-romana es algo de lo que debemos sentirnos orgullosos, a la vez que afortunados, algo que debemos apreciar, valorar y por lo que luchar. La actitud de los activistas (de la derecha populista y de la izquierda globalista) respecto de la guerra cultural nos muestra lo que ya sabíamos: tanto unos como otros piensan que Occidente es una sociedad decadente, a extinguir, y con la cual habría que acabar.
Por supuesto, muchos militantes de la extrema izquierda afirman oponerse a Putin y apoyar a Ucrania, pero sus anteojeras ideológicas los llevan rápidamente a la incoherencia y al absurdo. Muchos izquierdistas europeos se dan golpes de pecho y exigen ayuda humanitaria para Ucrania, al mismo tiempo que se oponen a que los ucranianos sean apoyados con armas. Al fin y al cabo, piensan que no merecer la pena defender a Ucrania…
La razón de tales absurdos es que la extrema izquierda piensa que lo que debería hacer Occidente es cruzarse de brazos y no volver a intervenir en ningún conflicto, sea cual sea el lugar del mundo en el que se esté produciendo, pues -a su entender- no hay nada más nefasto que la civilización occidental. Según ellos, da lo mismo que el vacío de poder sea ocupado por la China de Xi Jinping y la Rusia de Putin, o incluso los musulmanes.
La derecha populista supuestamente “conservadora” es, también, tanto o más peligrosa porque sus miembros afirman ser los defensores más incondicionales de los valores occidentales, el patriotismo, la tradición y la herencia cultural. En lugar de una sólida defensa de Occidente, tras la invasión de Ucrania, hubo algunos «conservadores» europeos que argumentaron que la invasión de Putin no es un gran problema porque Ucrania no existió hasta la caída del muro de Berlín. Populistas como Le Pen o destacados mienbros del partido VOX están haciendo todo lo posible para que, se olviden sus elogios de años atrás, hacia Putin. Mientras tanto, el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, se ha negado a permitir que la ayuda militar para Ucrania pase por Hungría…
La realidad es que la derecha populista nunca ha estado interesada en los valores o la tradición intelectual de Occidente, porque esta es la misma tradición que odian: el universalismo liberal, la libertad individual, la libertad de expresión, la democracia, la libertad de religión. La derecha populista está interesada en la idea de tradición solo como un símbolo de autoritarismo pasado de moda. En el fondo, son muchos los miembros de la derecha populista que no pueden soportar ver que Occidente se enfrenta a Putin, ya que, el dirigente ruso representa los valores que realmente les importan, y no los de la civilización occidental.
Es reconfortante observar que, una gran mayoría de ciudadanos se hay acabado dándose cuenta de que, los activistas, tanto de la derecha populista como de la izquierda globalista, los combatientes contra la «guerra cultural» son un fraude ideológico, gente tóxica, como siempre han sido. Tanto unos como otros parecen estar en declive, pero no podemos bajar la guardia, pues solo necesitan un poco de oxígeno para que resuciten y retomen su «lucha» para destruir la civilización ocidental.
Cuando ocurren situaciones de crisis (crisis de salud pública, crisis económica, crisis política, crisis moral…), como la terrible situación en la que está inmersa España, casi de forma inevitable surge la desesperanza, la sensación de “angustia vital” que es terreno abonado para que triunfen tanto la izquierda globalista como la derecha populista.
Llegados a esas situaciones de angustia vital, son muchos los ciudadanos que, acaban descubriendo que quienes gobiernan, quienes legislan y quienes forman parte de los tribunales, no son tal como les habían contado, y que predominan la mediocridad, la maldad y la corrupción; y entonces son presas fáciles de los demagogos, de los charlatanes, pues, quien más quien menos está deseoso de volver a ilusionarse, de volver a “creer en algo”, de pensar que hay futuro, dejar de sentirse huérfano. Ocurre algo así como cuando alguien ha sufrido un desengaño amoroso, y aunque se repita a sí mismo que no volverá a “enamorarse”, ni dejarse tentar, al poco tiempo, acaba diciendo aquello de “estoy enamorado hasta las trancas”.
Decía el filósofo español, José Ortega y Gasset que, el enamoramiento es un estado de enajenación mental transitoria (y añado yo que, a veces se convierte en crónico); quienes se acaban dejando arrastrar por un nuevo proyecto político, a ilusionarse, a agradecer lo que perciben como un soplo de aire fresco, quienes se dejan arrastrar, por ejemplo, por VOX o “podemos”, suelen empezar por sentirse “impactados”, sufren un impacto emocional, de la misma manera que quien “se enamora”. Todos ellos le hacen al líder, se llame Pablo Iglesias, o Santiago Abascal, o como usted desee… una foto preciosa, en la que el personaje es el summum de la perfección, un dechado de virtudes.
Hace ya casi un decenio, algunos españoles percibieron como un soplo de aire fresco la irrupción en la política española de ese totum revolutum de nombre “podemos” -y sus “mareas”-; posteriormente le llegó el turno a Santiago Abascal y su grupo de seguidores.
Por supuesto, los seguidores de Abascal aplican el mismo esquema que los seguidores de Iglesias: ellos son “los buenos”, absolutamente convencidos de poseer el monopolio de la bondad y de estar caracterizados por una superioridad moral incuestionable que, les lleva a considerarse vanguardia revolucionaria, y sentirse legitimados para ser los nuevos gestores de la moral colectiva; y por otro lado, están “los demás”, sus contrincantes, sus rivales, que, no podía ser de otro modo, son los malos, perversos, egoístas, retrógrados, anacrónicos y un largo etc. Todos ellos merecedores de todos los males imaginables.
Ni que decir tiene que, quienes afirman que son seguidores de Santiago Abascal o de Pablo Iglesias –aunque muchos de ellos sean unos perfectos energúmenos- tenderán siempre a intentar aniquilar moralmente a quienes perciben como sus “enemigos”, a lincharlos, a exponerlos al escarnio público, intentarán sin recato, ni pudor reducirlos a escoria humana, recurriendo generalmente a la falacia ad hominem, o a alguna de las falacias “lógicas” que forman parte de su repertorio, y del que hacen uso como arsenal dialéctico. Ese arsenal, esa ristra de zafiedades, groserías, improperios, es lo que los fanáticos de Podemos y de VOX (tal como haría cualquiera de otra opción política) llaman “ideología”.
Las ideologías son una especie de paraguas contra cualquier clase de idea, y a la vez son un instrumento que sirve para divulgar principios, dogmas, tópicos y más tópicos todos ellos acríticos e irreflexivos. El paraguas de las ideologías preserva-conserva determinadas “realidades”, a la manera de un fósil, petrificadas, a salvo de la realidad cambiante, plural, desigual, diversa… El paraguas ideológico da cobijo al odio, al dogma y al poder; por el contrario, fuera del paraguas están la duda y el amor. Bajo el paraguas están la certeza, la seguridad, la ausencia de duda, la suficiencia, la intolerancia; fuera del paraguas, la frágil verdad, la inseguridad, el sentimiento de vulnerabilidad, y nada más y nada menos que la enorme responsabilidad de la libertad. Como es obvio, los que se consideran “los buenos” están cubiertos por el paraguas ideológico: arrogantes, satisfechos, en comunión, convencidos de ser parte de un grupo de “iguales”, parte de un todo homogéneo.
Esta cultura simplista, este esquema de pensamiento, van acompañados de una arrogante ignorancia. No se olvide que el debate público aborda generalmente cuestiones complejas que, a pesar de su trascendencia social, la gente no tiene idea de que le afecten directamente y, por lo tanto, no considera que haya que poner mucha atención en ellas. El ciudadano que acaba optando por ser voluntariamente ignorante se plantea el siguiente dilema: dejarse llevar y actuar “ciegamente” al dictado de otros, o abstenerse de participar (no votar). Y, para muchos, lo más cómodo es cobijarse bajo el paraguas de una ideología.
Este tipo de gentes, en los que predomina una actitud de hooligans, ante la gran cantidad y complejidad de la información que necesita cualquier personas, para poder tomar una decisión a la hora de decidir a qué candidato o a qué agrupación política vota —teniendo en cuenta el perfil del candidato, su proyecto, programa electoral, su trayectoria personal, formación académica, su currículo profesional, su trayectoria personal—prefieren mantenerse voluntariamente desinformadas y tomarán la decisión de votar al candidato que “sientan más cercano a su propia posición ideológica”, y, por supuesto, se lo recomendarán a sus amigos y familiares. Las diversas ideologías funcionan como una especie de atajo, el camino más corto, más cómodo para tomar decisiones políticas. En vez de tener que dedicarle horas a la búsqueda de información, a la lectura, a la comparación y al análisis de las propuestas de gobierno de cada candidato; el elector da por supuesto que, si el candidato es de derecha, de centro o de izquierda, éste adoptará una orientación y un estilo de gobierno, y hará unos planteamientos de política pública, más o menos previsibles.
A nadie se le escapa la terrible consecuencia de todo lo que vengo narrando: la desinformación convierte a los ciudadanos en presa fácil de las estrategias propagandísticas de líderes, o partidos políticos, o lobbies, o grupos políticos populistas, y de las informaciones sesgadas y adulteradas que divulgan, publicitan para defender sus puntos de vista.
Es por ello que algunas marcas, como Podemos y VOX, acaban irrumpiendo en la política española y algunas al parecer han llegado para quedarse (si no hay alguien que las frene), aunque, como el resto, solo sean un burdo pretexto para colocar a determinadas personas en las instituciones, para que sigan haciendo lo que vienen haciendo desde que eran adolescentes: parasitar, vivir a costa de nuestros impuestos.
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