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La leyenda negra y las intrigas palaciegas. Tercera parte

José Antonio Marín Ayala

Si rebuscamos por los entresijos de la Historia de España, uno de los infames que más pábulo dio inicialmente a la Leyenda Negra no fue, como pudiera pensarse, un inglés, un holandés o un alemán, sino el guadalajareño Antonio Pérez del Hierro. Secretario de Cámara y del Consejo de Estado del rey de España, Felipe II, era también su hombre de máxima confianza; era tanta la fe ciega que tenía depositada el monarca en él que se decía que no tomaba decisión alguna sin antes consultarle. Parece ser que el tal Pérez mantenía indiscretas relaciones extramatrimoniales en la corte, y que mediante jugosas comisiones se quedaba con el dinero que podía y más.

Por aquellas fechas, don Juan de Austria, el hermanastro del rey y héroe de Lepanto, estaba en Flandes en calidad de gobernador. Juan de Austria había heredado de su padre, el emperador Carlos V, su valor y ambición, atributos de los que no estaba adornado lo más mínimo el prudente y taciturno rey. Ambicioso por naturaleza y sabedor de la envidia que despertaba en el rey su medio hermano, el sagaz Pérez urdió un plan para hacer creer al monarca que don Juan de Austria quería arrebatarle el trono. Felipe II, hombre receloso en extremo, le debió creer en un principio, pues tenía vagos informes que apuntaban a que don Juan de Austria estaría negociando la paz con los rebeldes flamencos y que además pretendería invadir Inglaterra sin su consentimiento.

Cuando el secretario de don Juan de Austria, Juan de Escobedo, se presentó en Madrid para dar las oportunas explicaciones demostró al rey que todo era un montaje; y no solo eso, sino que apuntaba a que Pérez tenía oscuros intereses en el conflicto de Flandes. Pérez temió entonces por su pellejo; aduciendo poderosas razones de estado convenció al monarca que lo mejor era quitárselo de en medio porque sabía demasiado y se podía ir de la lengua. El asesinato fue visto como un crimen político y las miradas apuntaron inmediatamente al secretario del rey. El tiro, pues, le había salido por la culata, así que Pérez tuvo que huir aprisa y corriendo de la corte cuando el rey descubrió su traición y refugiarse en Aragón, donde por ser hijo de un aragonés y apelando al derecho foral (otro de los cuentos inventados por los intelectuales hispanos de las regiones «privilegiadas-resentidas» para así poder trincar suculentas tajadas de pasta al imperio) no se le podía tocar un pelo de la cabeza.

Cuando el cerco real se fue estrechando decidió que lo más conveniente para su vida era salir pitando de España, eso sí, con el rabo entre las piernas, dirección a la Pérfida Albión. Pero antes lo agasajaron los galos en su tierra para ver qué nuevas podían sonsacarle de su mortal enemigo. Con el pérfido antihispanismo que rezumaba de nuestro Grande de España, nuestros vecinos le hicieron el honor de publicarle la primera edición de uno de sus incendiarios textos, «Relaciones», uno de los pilares de la Leyenda Negra contra España que ha perdurado hasta nuestros días. Después se fue derecho a vender los secretos de estado a los britanos y a poner a parir al que había sido su rey. Cierto es que los anglos no hicieron ni puto caso a un felón de este jaez, ya que no les servía políticamente de mucho. En cambio, sí les fue útil su propaganda antiespañola, que fue abundante. Anodino y sanguinario, este siniestro personaje les vino como anillo al dedo a holandeses y alemanes como el perfecto tonto útil que era, pues a diferencia de los ingleses, los flamencos estaban bajo la férula del Imperio Español y agradecían como agua de mayo cualquier cosa, por nimia que fuera, que contribuyera a desprestigiarlo.

Los políticos, intelectuales y la prensa de Inglaterra alimentaron, y no poco, la Leyenda Negra Española a lo largo de la Historia, haciéndola pasar por verdadera valiéndose de la religión y la hispanofobia. Dice la historiadora Barea: «La construcción nacionalista exigía que para ser un buen inglés había que ser anticatólico y antiespañol. El factor “anti” es una de las diferencias principales que existen entre el patriotismo y el nacionalismo. El primero puede existir por sí mismo y el segundo necesita de un enemigo, y si no lo tiene, lo fabrica».

Oliver Cromwell, el prestigioso líder político y militar inglés, reconoció ante su Parlamento, en 1654, el temor casi reverencial que infundía España: «En verdad, nuestro verdadero enemigo es el español. Es él. Es un enemigo natural. Lo es hasta la médula, por razón de esa enemistad que hay en él contra todo lo que es Dios». Los britanos elevarían la impiedad religiosa hispana, debidamente sobada en Alemania y Holanda, hasta convertirla en el auténtico Anticristo, lo que les permitiría dar sentido a su nueva Iglesia-Nación protestante: el anglicanismo. Todos los intelectuales britanos hicieron piña para ir contra España, ridiculizado y satirizando el carácter español. La poderosa razón que movía a los ingleses a la hispanofobia era puramente política: la cercana Holanda ofrecía una muy peligrosa posibilidad a los temidos Tercios Españoles de una invasión mientras siguiera perteneciendo al Imperio Español. Por eso era vital para los ingleses alentar a los intelectuales de los Países Bajos contra España, como así fue. Este aspecto geoestratégico y el temor a los españoles, y no otro, fue el que llevó a sus dirigentes a borrar todo vestigio de catolicismo en la isla; no fue, como se ha hecho creer, un acto derivado de las supuestas virtudes de la nueva fe protestante.

Una vez se hubo implantado el anglicanismo, la «tolerancia» de la que hacía gala la nueva religión de Estado, en oposición al «perverso» catolicismo español, se podía palpar en el día a día de la sociedad inglesa. Para empezar con buen pie, según cuenta Barea, «la asistencia a los servicios religiosos del nuevo culto era obligatoria. La ausencia conllevaba penas que iban desde latigazos a prisión y muerte. También estaba penado muy severamente (cárcel, confiscación de bienes…) no denunciar al vecino que no asistía a los oficios. (…) En 1585 el Parlamento de Londres dio cuarenta días de plazo para que los últimos sacerdotes católicos abandonaran el país. Se prohíbe la misa católica pública y privadamente. A partir de esta fecha ser sacerdote católico se considera delito de traición y se condena con la pena de muerte. También se considera traición acoger, proteger o alimentar a los sacerdotes. (…) De esta manera, calle por calle y casa por casa, los católicos fueron barridos de la faz de Inglaterra». Como se puede ver, todo un ejercicio de tolerancia religiosa y civilizada. Y no se quedó el asunto en una mera expulsión, pues como relata Barea, «en diez años, los que van desde 1559 a 1569, la represión isabelina mandó matar a unos 800 católicos. A ellos hay que añadir a unos 160 sacerdotes de seminario». Continúa Roca Barea relatando el modus operandi de estas muertes en la «tolerante» Inglaterra: «Las ejecuciones tenían lugar en Tyburn, pueblo cercano a Londres y actualmente ya integrado en el área metropolitana de la capital. Según el procedimiento habitual practicado en Inglaterra, se condenaba a ser hanged, drawn and quartered, esto es, ahorcado, arrastrado y desmembrado. En el caso de los varones, además, antes de proceder a la ejecución, se les amputaban en vivo los órganos genitales. Estas ejecuciones constituían un espectáculo público y la gente pagaba entrada para verlas». La imagen de esta perlita de gobernanta contrasta sobremanera con la que presentaron de su antecesora, María Tudor. Parece ser que los dos grandes «pecados» que cometió fueron casarse con el rey español Felipe II y ser católica. Al parecer, fueron razones más que suficientes para que la apodaran «Bloody Mary», María la Sanguinaria, y así ha pasado a la historia. Lástima que la Tudor falleciera tan pronto. Felipe tuvo que regresar a España y dejar a aquellas gentes abandonadas a la suerte de sus gobernantes. Para la mayoría de los súbditos más allegados a la «virtuosa y tolerante» Isabel I, el rey de España era un perverso defensor del catolicismo, un enemigo de la culta Europa protestante, un auténtico «Demonio del Mediodía».

Sin embargo, hubo honrosas excepciones entre sus intelectuales que los manipuladores intentaron tapar a toda costa. El autor protestante William Cobbet llegó a horrorizarse tanto de aquella caza de brujas que reconoció que la reina Isabel I provocó en Inglaterra ella sola más muertes que la Inquisición en toda su historia. Para escarnio britano, la mayor de las joyas de las letras inglesas, William Shakespeare, fue transitando durante toda su vida como un buen… católico. Del gran genio inglés es una cita que viene al pelo para explicar lo que sucedía por aquellos tiempos en Inglaterra: «Con el cebo de la mentira se pesca una carpa de la verdad». Y confirma esta inclinación que tuvo a la fe católica el hecho de que en toda su obra literaria no aparezca ningún atisbo de odio a lo español. Hasta hace bien poco se había ocultado celosamente este hecho, supongo que para no desbaratar el embuste urdido contra el catolicismo impulsado por la hispanofobia estatal. Al parecer, Shakespeare tuvo ocasión de conocer al tal Antonio Pérez en persona, y en algunos de sus escritos lo describe, a él, no a los españoles, como un ladino sujeto muy dado a los lujos de la corte inglesa.

La política «pacificadora» de Isabel culminó con la decapitación de la católica María Estuardo y con el apoyo a los rebeldes flamencos con armas y dinero, lo que obligó a Felipe II a darle un escarmiento a la «perversa Jezabel del Norte» planeando la invasión de las costas inglesas. La formidable escuadra naval española que iba a invadir Inglaterra en 1588 se vio privada del diestro timón de Álvaro de Bazán, el marino más temido por los ingleses, a causa de su repentina muerte. El contingente naval hispano se vio vapuleado por los elementos meteorológicos, que no por los ingleses, pues carecían de una flota comparable a la española, y este revés sirvió para que los britanos añadieran a la Leyenda Negra el falso capítulo de que habían derrotado a la «Armada Invencible», epíteto que estos tipos se habían sacado de la manga muy a propósito para poner de relieve una hazaña bélica que nunca llevaron a cabo; reescribieron, pues, la Historia diciendo que a partir de entonces sería Inglaterra la que dominara los mares. Pero lo que la Leyenda Negra no cuenta es que este suceso en nada mermó la capacidad bélica naval hispana, pues el Imperio Español intentó en dos ocasiones más la invasión, en 1596 y 1597, ambas rechazadas de nuevo por los malos aires que por aquella inhóspita zona del mundo arrecian, día sí y el siguiente también. Asimismo, los ingleses sufrirían hasta cuatro derrotas a manos de los navíos españoles cuando años más tarde se atrevieron a atacar las costas hispanas.

Por último, señala Barea: «A la maquinaria represiva puesta en marcha por Isabel I, se añadió otra no menos eficaz y de consecuencias mucho más perdurables: un aparato propagandístico que convenció al mundo occidental (y sigue convencido) de que los anglicanos eran grandes defensores de la libertad de conciencia y la tolerancia religiosa, mientras que los católicos, con su atroz Inquisición al frente, eran la encarnación misma de la falta de libertad, la intolerancia, el atraso y la barbarie». El aparato propagandístico anglicano estaba muy relacionado con el sistema de Guillermo de Orange, el cabecilla de la revuelta holandesa. Orange era un principesco renegado flamenco que al parecer gozaba de los sólidos principios éticos y morales que señalaba en este tipo de sujetos Groucho Marx: antes había jurado obediencia al catolicismo, incluso Felipe II le había hecho merecedor del Toisón de Oro; luego se hizo luterano; y más tarde calvinista; todo le valía a este ambicioso trepa (ya se sabe que para estos tipos el fin siempre justifica los medios) para darle el tufo de «guerra santa» que contra el Imperio Español la contienda precisaba, y que le permitiría ocultar sus verdaderas pretensiones territoriales.

La situación social en los Países Bajos durante el reinado de Carlos V y de Felipe II fue extremadamente tensa. Lo que nunca se dice es que aquella larga y cruenta contienda, que duró la friolera de 80 años, fue una guerra civil en toda regla. Lo acredita el hecho de que el emperador Carlos, ¡válgame Dios!, había nacido en Gante, y por consiguiente no era en modo alguno un extranjero. De hecho, el emperador se retiró a morir a España y nunca supo hablar una papa de castellano, ni siquiera sabía de las costumbres hispanas. Y, además, muchos soldados y mandos militares del Imperio Español, la mayoría, que combatían las revueltas en Flandes eran holandeses que luchaban contra el también holandés (aunque financiado con armas y dineros de franceses, ingleses e italianos) bando orangista.

La salvaje propaganda anticatólica en los Países Bajos cayó como una losa sobre la reputación de España y los católicos. Como bien dice Barea: «Empezó modificando para siempre el sentido de la palabra “leyenda” en las principales lenguas de Europa y terminó imponiendo como historia una verdad a medias, desenfocada y manipulada».

Durante el gobierno de Holanda por Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, el III Duque de Alba, la represión de los rebeldes fue especialmente dura, como correspondía a la forma de solucionar este tipo de problemas a un Grande de España curtido en mil batallas. Tuvo que detener los tres intentos de invasión acometidos por Guillermo de Orange y sus partidarios desde Alemania; asimismo puso en marcha un Tribunal de los Tumultos que habría de juzgar a los sospechosos de apoyar la rebelión contra Felipe II. No obstante, el rey dubitativo, pensando que sería mejor ablandar la situación, lo remplazó por Alejandro Farnesio, más laxo, lo que provocó, si cabe, más disturbios porque los rebeldes se crecieron ante esta bajada de pantalones.

Para que vea usted, indulgente leyente, cuán de viva está incrustada la hispanofobia en la Holanda de nuestros días, su himno nacional, nacido de su independencia de España, acaba con la siguiente estrofa: «Mi alma se atormenta, oh noble pueblo fiel, viendo cómo te afrenta el español cruel».

Y en estos nefastos tiempos que corren, ¡qué decir de la insolidaria actitud de Holanda ante la ayuda económica que necesitamos de Europa por culpa de esta puta pandemia! Bueno, al final imperará la razón y la pela y nos ayudarán estos banqueros con interesantes beneficios económicos para sus arcas en el préstamo que nos van a dar.

Pero eso no es todo. Cuando los niños no se han portado bien durante el año los padres los amenazan (inconscientemente) con mandarlos a España por Navidad, como si del infierno se tratara (pobreticos míos, con la rasca que cae por esas fechas en aquellas lejanas latitudes no saben lo que se pierden).

Aunque al holandés de a pie de nuestros días le gusta tanto, o más, que a nosotros esta bendita tierra ibérica, y hasta sueña en quedarse a vivir entre nosotros cuando se jubile, hay nombres hispanos que no le pondría a su criatura ni por todo el oro del mundo. Y tanto es así que cuando se hace tarde y los niños se resisten a irse a la cama a dormir sus padres no los amenazan con eso de que «viene el Coco», como haríamos nosotros, sino que les dicen muy seriamente, casi como si invocaran al mismísimo demonio en persona: «A dormir o llamo… a Alba».

Jose Antonio Marin Ayala
Nací en Cieza (Murcia), en 1960. Escogí por profesión la bombería hace ya 37 años. Actualmente desempeño mi labor profesional como sargento jefe de bomberos en uno de los parques del Consorcio de Extinción de Incendios y Salvamento de la Región de Murcia. Cursé estudios de Química en la Universidad de Murcia, sin llegar a terminarlos. Soy autor del libro «De mayor quiero ser bombero», editado por Ediciones Rosetta. En colaboración con otros autores he escrito otros manuales, guías operativas y diversos artículos técnicos en revistas especializadas relacionadas con la seguridad y los bomberos. Participo también en actividades formativas para bomberos
como instructor.

FUENTE: https://lapaseata.net/2022/02/01/la-leyenda-negra-y-las-intrigas-palaciegas/

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