CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS
En la primavera de 1940, en los bosques de Katyn, cerca de Smolensk, el régimen soviético cometió uno de los crímenes más meticulosos y silenciados del siglo XX. Más de 21.000 prisioneros de guerra polacos —la mayoría oficiales de reserva, médicos, abogados, profesores, sacerdotes, intelectuales— fueron ejecutados a sangre fría por la policía secreta de Stalin, el NKVD (antecedente de la KGB, «Comité para la Seguridad del Estado, la agencia de inteligencia y seguridad de la Unión Soviética). Los asesinos disparaban por detrás, a la nuca, uno por uno, con el objetivo de borrar la inteligencia nacional de una Polonia libre. Era el exterminio quirúrgico de una élite cultural: una decapitación institucional y simbólica.
Lo que siguió no fue solo el crimen, sino la mentira. Y no cualquier mentira, sino una mentira de Estado, de enormes dimensiones, sostenida durante medio siglo mediante la propaganda, la represión y la complicidad internacional. Cuando las tropas nazis encontraron las fosas el 13 abril de 1943, intentaron explotar la masacre con fines propagandísticos. La URSS reaccionó acusando a los alemanes del crimen, cortó relaciones diplomáticas con el gobierno polaco en el exilio y puso en marcha una de las más largas campañas de falsificación histórica del siglo XX. Monumentos, inscripciones, libros de texto, informes manipulados, silenciamiento de testigos, liquidación de archivos, asesinatos selectivos: todo para mantener la versión oficial.
Pero la verdad resistió.
En Occidente, la evidencia era clara desde el inicio. El Congreso de EE. UU. concluyó en 1952 que la responsabilidad era soviética. En Reino Unido, sin embargo, y sobre todo en la ONU, se impuso la Realpolitik: no incomodar al aliado que había vencido a Hitler. Se sacrificó la verdad en nombre de la geoestrategia.
En la Polonia comunista, en cambio, la verdad se convirtió en resistencia. Desde 1945 hasta 1989, cualquier referencia a Katyn como crimen soviético era perseguida como delito. El solo uso de la palabra podía llevar al arresto, la pérdida del trabajo, el destierro, el exilio. Pero la memoria no se extinguió. Familias enteras guardaban en secreto cartas, fotos, placas con nombres. En la diáspora polaca se alzaron monumentos en Francia, Canadá, Reino Unido, EE. UU. En Cracovia, en 1980, un anciano veterano, Walenty Badylak, se quemó a lo bonzo en la plaza del Mercado como grito contra la mentira. En Varsovia, el sacerdote Stefan Niedzielak fue asesinado tras intentar levantar un altar por los mártires de Katyn. En 1989 (tras la caída del muro de Berlín y la posterior desaparición del Pacto de Varsovia),con el comunismo en retirada, la verdad salió de la tumba.
Fue necesaria una guerra mundial, una «guerra fría», una transición política y la caída del bloque soviético para que el Kremlin reconociera oficialmente en 1990 que Katyn fue un crimen suyo. Pero la mentira, como toda mentira totalitaria, dejó cicatriz. En palabras del historiador George Sanford, “Katyn es un símbolo: no solo del terror, sino de cómo una mentira sostenida desde el poder puede deformar durante generaciones la conciencia histórica de un pueblo”.
¿No les parece que existe demasiada similitud con eso de la «memoria histórica», la «memoria democrática» que pretenden imponer el socialismo, el comunismo, el separatismo y los herederos del terrorismo etarra en España?
Katyn es también una advertencia.
Nos enseña que toda tiranía necesita construir su dominio no solo con violencia, sino con manipulación de la memoria. Stalin no temía a los soldados enemigos: temía a los hombres libres con criterio, educación, palabra y honor. Por eso asesinó a la élite polaca: eran médicos, profesores, empresarios,ingenieros, poetas, historiadores… Ciudadanos capaces de oponerse a la mentira.
La historia de Katyn es la historia de un crimen de Estado y de una sociedad civil que, contra todo pronóstico, mantuvo viva la memoria. Una lucha de décadas entre la maquinaria de la falsedad totalitaria y la verdad que insiste. Una verdad que, como escribió Józef Mackiewicz, “no necesita armas, solo necesita que alguien no se rinda”.
Hoy, el 13 de abril, Día del Recuerdo de las Víctimas de Katyn, este artículo de VOZ IBÉRICA pretende sumarse al homenaje.
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