José Javier Esparza
La semana pasada, la Organización Mundial de la Salud declaró la emergencia sanitaria mundial por una nueva cepa de la viruela del mono, que ahora hay que llamar Mpox (donde la M significa monkey, o sea, «mono»). ¿Emergencia mundial? La verdad es que no parece que la incidencia sea especialmente alarmante. La cifra global de casos acumulados en los dos últimos años es de algo menos de 100.000 afectados en todo el mundo, de los cuales sólo 208 desembocaron en muerte, según datos del último informe del European Centre for Disease Prevention and Control de la Unión Europea.
Para poner la cosa en su justa dimensión, señalemos que la población mundial es de 8.200 millones de personas. Por lo que concierne específicamente a España, los casos registrados en 2024 hasta el 19 de agosto son sólo 268, de los que sólo 27 presentaron complicaciones asociadas y, de éstos 27, sólo 12 requirieron hospitalización. No consta ninguna muerte. En cuanto al perfil medio de los pacientes, es inequívoco: varones de en torno a 35 años que —no debería ser pecado decirlo— han contraído la enfermedad después de una práctica homosexual por intercambio de fluidos. Es decir, que ni por número de casos ni por universo de afectados podría decirse que realmente estemos ante una emergencia de alcance planetario. Ahora bien, se supone que ha aparecido una nueva variante llamada Clado I que se transmitiría por vías respiratorias y que justificaría la intensificación de la alarma. No importa que nadie hasta la fecha haya sido capaz de describir satisfactoriamente esta variante. Tampoco importa que numerosos virólogos hayan explicado que esto no es «viruela del mono». Todo eso da igual. La OMS, rápidamente escoltada por los medios de comunicación de la oligarquía, se ha apresurado a extender ya la alarma. La clase política, una vez más, ha sido obediente al toque de silbato. Menos mal que, mire usted por dónde, hay una vacuna. Oh, sí: el 25 de enero de 2022 (justo cuando terminaba la pandemia anterior) se concedió la patente de una vacuna contra el VIH (sida) con vector de virus de la viruela para Bavarian Nordic y Janssen. Es más: en ese mismo mes se autorizaba en los Estados Unidos un fármaco —inyectable— contra el virus. Casualidad.
Breve resumen de los últimos días. La ministra de Ciencia y otras cosas, señora Morant, desde la altura de su sabiduría, propone vacunarnos frente a cualquier virus y amenaza. La Xunta de Galicia, que ya demostró cuando el COVID-19 ser la más liberticida de España, propone aplicar medidas en los medios de transporte. La Comunidad de Madrid, no tan liberal como dice ser, pide al Gobierno que refuerce los controles en Barajas. El Ministerio de Sanidad se reúne con las comunidades autónomas para dictar estrategias (bajo la dirección de la fina estratega Mónica García). Moreno Bonilla, en Andalucía, anuncia solemnemente la total implicación del Gobierno andaluz para vacunar contra el virus. El ministerio de Defensa anuncia que va a poner a disposición del país sus reservas estratégicas de vacunas contra la viruela del mono (¿Teníamos «reservas estratégicas» de eso? ¿Por qué?). Los periódicos de la oligarquía ya empiezan a decir —mintiendo con toda la boca— que el sector más expuesto a la nueva cepa son los niños y que por eso hay que vacunarlos (hay que ser canalla). Y en esto aparece un investigador español del CSIC explicando, no sin efectos hilarantes, que la vacuna española para la COVID vale también para la viruela del mono.
Lo realmente prodigioso del espectáculo es que ya hemos pasado por aquí. La primera vez, cuando el estallido del COVID, todo funcionó como en una feroz tragedia. Los muertos eran de verdad, pero hoy sabemos que no todos murieron por las causas que nos dijeron. Las posibilidades de contagio también eran reales, pero ni mucho menos tan fatales ni tan abundantes como nos contaron. Las medidas de aislamiento —entonces resultaba difícil saberlo— eran perfectamente improcedentes. La vacunación tuvo mucho de farsa, por el discurso redentor en el que se envolvieron. Se condenó al mundo a un parón forzado que sin duda tuvo sus beneficiarios, pero que al común de los mortales nos causó daños sin cuento. Todo ello entre el aplauso casi unánime de la clase política, la complicidad indecente de las instituciones médicas y la obediencia sumisa de los grandes medios de comunicación. Un perfecto ejercicio de despotismo en nombre de la «salud» aplicado sobre una población mayoritariamente aterrorizada. Sabiendo ya todo esto, ¿cómo se atreven a intentarlo de nuevo?
Hoy, pocas horas antes de que las instituciones sanitarias de la UE tomen sus decisiones, sabemos ya unas cuantas cosas fundamentales. Sabemos que las posibilidades reales de contagio del mpox para la inmensa mayoría de la población son extremadamente reducidas. Sabemos que en el lanzamiento de la campaña ha jugado un papel determinante la comercialización de una vacuna concreta, es decir, una operación de la industria farmacéutica. Sabemos que la OMS no es una institución benefactora de la humanidad, sino una herramienta de gobierno global en manos de la industria privada. Sabemos que los conocimientos reales de nuestra clase política en materia epidemiológica son ostensiblemente entecos y que los «expertos» en los que aquella dice apoyarse actúan movidos por intereses que tienen poco que ver con la ciencia médica. Sabemos que los medios de comunicación de la oligarquía manipulan la realidad y construyen enormes mentiras sobre la base de medias verdades. Y sabemos, en fin, que en última instancia hay tribunales dispuestos a defender los derechos de los ciudadanos cuando éstos tienen el valor de oponerse a los nuevos déspotas. O sea que sabemos lo suficiente para no volver a vivir la pesadilla de hace cuatro años.
Si esta vez, en fin, los ciudadanos vuelven a bajar la cabeza, ya no será culpa de los déspotas: será culpa de los propios ciudadanos. Hay que resistir.
FUENTE: https://gaceta.es/opinion/la-nueva-plandemia-quieren-volverlo-a-hacer-20240820-0500/
Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de ‘El Gato al Agua’ de El Toro TV.
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