P. Gustavo Irrazábal
El popular psicólogo y ensayista Jordan Peterson cita en su libro Doce reglas para la vida (2018) un cuento que, reducido a lo esencial, dice lo siguiente. Un condenado llega al infierno y, como gesto de bienvenida, Lucifer en persona lo lleva a recorrer las dependencias del inframundo. En primer lugar, le muestra una gran olla donde una multitud de almas se agitan en el alquitrán hirviente. De tanto en tanto, alguna trata de escapar de su horroroso destino, pero (como en el infierno dantesco) hay demonios con tridentes en los bordes de la olla que la ensartan y la devuelven a su interior. “Estos son los condenados que provienen de países democráticos”, le explica Lucifer al recién llegado. Pero a cierta distancia, se encuentra otra olla, de mayores dimensiones, donde las almas torturadas permanecen adentro sin necesidad de custodia alguna. “Aquí se cuecen los condenados que provienen de países comunistas”, agrega Lucifer. “Pero ¿cómo es que no hay demonios con tridentes para contenerlos?”, pregunta sorprendido el neófito. “Es que no hace falta: si alguno trata de escapar, son los demás quienes se lo impiden”.
La conclusión de este relato podría formularse así: las sociedades compulsivamente igualitarias no se sostienen en la solidaridad (como muchos quieren creer), sino, sobre todo, en la envidia. Porque las revoluciones de las cuales surgen triunfan con la promesa de socializar las fabulosas riquezas que con toda certeza lloverán en los nuevos tiempos, pero inexorablemente terminan socializando el fracaso y la escasez. Y lo que sigue es comprensible: cuando ya no se puede mirar hacia adelante, se mira hacia el costado: si debo seguir siendo pobre, que al menos los “ricos” dejen de serlo, que nadie triunfe, que nadie sobresalga, que todos se vean obligados a compartir la misma gris condición (consuelo por lo demás fantasioso, porque esas sociedades nunca eliminan los privilegios: se limitan a redistribuirlos con nuevos criterios). En resumen, el triunfo de la envidia.
Esto no lo comprendieron muchos teólogos católicos que apoyaron diversas aventuras revolucionarias en Latinoamérica. Soñaban con una humanidad donde todos vivieran en una pobreza igualitaria y digna, porque esa sería –en contraste con corrupción capitalista– una sociedad virtuosa, solidaria, espiritual, realmente evangélica. Así, afirmaba un célebre teólogo de la liberación: “El Tercer Mundo ofrece luz para lo que históricamente debe ser hoy la utopía. La utopía, en el mundo de hoy, no puede ser otra cosa que ‘la civilización de la pobreza’, el compartir todos austeramente los recursos de la tierra para que alcancen a todos” (J. Sobrino, El principio-misericordia, 1992). Nunca se plantearon estos autores la posibilidad de que tales sociedades no generaran virtud, sino su opuesto: frustración, resentimiento, apatía y envidia.
Sin embargo, son muchos los que decidieron huir de ese infierno –a la vez material y moral– y “votaron con los pies”. Se lanzaron con pasmosa temeridad a cruzar mares, desiertos, muros, fronteras militarizadas, extensiones continentales, y siempre en la misma dirección: hacia países prósperos, democráticos, con economías libres. Curiosamente, nada de esto interpeló a los “poetas sociales” de la pobreza igualitaria: se convencieron a sí mismos de que aquella era gente engañada, víctima de los “cantos de sirena” del capitalismo. Sin embargo, su conducta era –y sigue siendo– perfectamente consciente y racional: preferir un futuro incierto a la ausencia de cualquier futuro; arriesgarse incluso a la muerte con tal de no verse condenados a una forma de subsistencia que no merece llamarse vida.
Actualmente, las revueltas del pueblo cubano aportan una novedad. Las protagonizan gente que no quiere irse seducida por supuestos “cantos de sirena”. Se rebelan al grito de: “Patria y vida”. Solo quieren un país donde puedan volver a vivir dignamente, quieren ante todo libertad. Cuántas aspiraciones pasadas por alto por el “progresismo” de tantos intelectuales, teólogos y pastores católicos para los cuales el socialismo desde hace tiempo ha dejado de ser un problema, y que se muestran más preocupados por denunciar al “1% más rico” que en pensar caminos realistas y efectivos (no meramente retóricos) para promover a los más pobres. Quizá sea hora de preguntarse si detrás de esta ceguera no está también agazapado el artero demonio del resentimiento y de la envidia.
P. Gustavo Irrazábal, miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton de Argentina
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