Fernando del Pino Calvo-Sotelo
Como diría Dickens, España rueda con extraordinaria suavidad pendiente abajo. Sus mejores momentos parecen haber quedado atrás y el edificio constitucional de 1978 –un capítulo más de su larga historia, pero el orden vigente hoy en día- parece estar siendo sistemáticamente demolido. ¿Es esta situación responsabilidad exclusiva del actual gobierno o estamos ante un problema más profundo?
Resulta fácil, y más en el rifirrafe propio de períodos preelectorales, denostar a un gobierno tan dañino como el que tenemos y mantener la esperanza de que un cambio de ciclo político reconstruirá lo destruido y nos devolverá a un pasado mejor o, al menos, más tranquilo. Pero personalizar el declive de nuestro país en quienes nos gobiernan hoy nos dibuja un cuadro incompleto de la realidad, y la esperanza de que la indolente no-oposición cambie las cosas de manera duradera nos conducirá con toda probabilidad a la frustración, una vez más.
Me gustaría que no se considerase este punto de vista como una absolución de un gobierno que considero liberticida y subversivo. ¿Cómo no enjuiciar negativamente a quien dinamita nuestro Estado de Derecho, traiciona su promesa de lealtad y demuestra repetidamente no aceptar ningún límite ético, estético o legal?
Sin embargo, estas consideraciones, aun siendo ciertas, no nos muestran toda la verdad, porque el problema de España es mucho más profundo y complejo y no desaparecerá cuando este gobierno, que es un síntoma de la enfermedad que aqueja a España mas no la enfermedad en sí misma, pase al baúl de los olvidos.
Así, me gustaría ahondar en los factores estructurales de mayor calado que explican la deriva de nuestro país. El primero es la crisis institucional causada por las debilidades del régimen del 78 y por el abuso reiterado que de él han hecho los dos grandes partidos durante décadas.
En efecto, aunque la causa próxima de la crisis de régimen sea este gobierno, el problema de fondo radica en los desaciertos constitucionales que han permitido el desproporcionado poder alcanzado por los partidos políticos, un cáncer que ha hecho metástasis colonizando todas las instituciones del Estado e invadiendo con el transcurso del tiempo órganos vitales.
Ya en 1977 ese gran observador de la Transición que fue el filósofo Julián Marías advirtió que no le quedaba claro si los partidos se habían creado para servir al Estado o el Estado para servir a los partidos. Décadas más tarde nadie duda de la respuesta: los partidos consideran que el Estado es de su propiedad, una propiedad sobre la que tienen derecho de aprovechamiento por turno. Así, cuando se produce la alternancia política, el partido entrante ocupa todas las parcelas que ha tenido que desalojar el saliente convencido de que “tiene derecho” a ostentar no sólo el poder, sino el monopolio del poder durante un tiempo. “Ahora me toca a mí”, es la consigna.
Esta pretensión de monopolio del poder es muy peligrosa. Los sabios de antaño, conocedores de la inmutabilidad de la naturaleza humana y ajenos, por tanto, a toda tentación utópica, tenían claro que para preservar la libertad se debía evitar la concentración del poder en pocas manos.
Ya en la República Romana la razón de ser de su maraña de instituciones era dividir el poder para que la ambición de unos frenara el exceso de ambición de los otros. Veintitrés siglos más tarde Montesquieu lo resumió en una frase: “para evitar el abuso de poder, es preciso que el poder frene al poder”.
Quienes aplicaron este concepto con mayor rigor fueron los fundadores de los EE. UU., cuya Constitución moderaba el ejercicio de poder para que las mayorías no abusaran de las minorías y evitar la tiranía de las masas, tan manipulables, veleidosas y tendentes al linchamiento. Asimismo, crearon un complejo equilibrio de pesos y contrapesos con sus listas abiertas, sus primarias, su estricta separación de poderes entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial, el Senado del Congreso, la duración de los mandatos y la existencia de instituciones independientes.
Comparen este sistema con el español, en el que el poder ejecutivo emana del legislativo, el judicial está completamente politizado y donde existen listas cerradas, disciplina de voto y un Senado inútil. Nuestra Constitución no preservó debidamente la separación de poderes: el poder ejecutivo y el legislativo quedaron fusionados en uno solo y se dejó abierta la puerta para que ese poder único controlara también el judicial.
Pero aparte de la separación de poderes, en un Estado de Derecho es la ley la que limita la caprichosa voluntad del que ostenta el poder. Por eso, el primero que debe cumplir la ley es el propio gobierno, porque cuando los gobernantes dejan de respetar la ley y puentean los procedimientos formales destinados a preservar la seguridad jurídica, se abre la caja de Pandora, estalla el Estado de Derecho y se liberan fuerzas destructivas que conducen primero a la anarquía y luego a la tiranía.
Así, la persistente vulneración por parte de todos los partidos de la norma suprema de nuestro sistema, la Constitución de 1978, y el abuso procedimental (o incluso el fraude de ley) habitual en este gobierno, suponen un verdadero riesgo existencial. Defender la Constitución no significa glorificarla ni mitificarla negando sus evidentes debilidades, sino defender el orden legal vigente.
Es importante comprender que, del mismo modo que el escorpión de la fábula no puede evitar picar a la rana, aunque ello conduzca a ambos a la muerte (“es mi naturaleza”), el poder no puede evitar tender a expandirse en el tiempo y en el espacio, aunque ello nos conduzca al desastre. Así, está en su naturaleza buscar constantemente la permanencia en el tiempo y la totalidad en su alcance, es decir, el poder perpetuo no sujeto a ley alguna, pues el súmmum del poder es la arbitrariedad. Esta amenaza es más alarmante cuando el poder político cae en manos de una persona que exhibe evidentes rasgos psicopáticos, como es nuestro caso.
Si el poder anhela la permanencia y la arbitrariedad intentará por todos los medios evitar límites temporales o legales que obstaculicen su voluntad de poder ilimitado y procurará saltarse los laboriosos procedimientos establecidos por la ley que le estorban en el ejercicio absoluto del poder. Así, para quien ostenta el poder las elecciones son un mal irremediable que le gustaría posponer, evitar o trampear. También es frecuente – como hace este gobierno – que manifieste su hostilidad hacia aquellas instituciones que le son más difíciles de controlar, acusándolas, por ejemplo, de “no ser democráticas” (la Jefatura del Estado, el Poder Judicial, la Guardia Civil, el CNI o el Banco de España, por ejemplo). Esta crítica, proveniente de partidos tan poco democráticos en su estructura interna y funcionamiento (vulnerando, una vez más, nuestra Constitución), no sólo es un ejercicio de hipocresía, sino que parte de un concepto de unicidad de poder liberticida, puesto que la democracia no sujeta a la ley es dos lobos y una oveja votando qué vamos a cenar esta noche – o dos subsidiados y un trabajador votando cuánto vamos a subir los impuestos.
Reitero que el origen último del deterioro institucional que estamos viviendo es el sistema político débil e impotente que lo permite. En efecto, estamos pagando los errores e ingenuidades de nuestro texto constitucional de 1978 y el abuso reiterado de ellos perpetrado por los partidos políticos durante décadas. Si a esto unimos una sociedad civil medrosa y una carencia de instituciones independientes, es fácil comprender el daño que puede hacer la llegada al poder de un dinamitero.
Una Constitución puede ser escrita por un sabio, por un necio o por un cínico. El sabio la escribe pensando que quien va a ocupar el poder es su peor adversario, por lo que pone todas las trabas posibles a su ejercicio. El necio, por el contrario, piensa que sólo cabe la posibilidad de que gobierne él y, por lo tanto, procura allanarse el sendero. El cínico, por último, piensa que antes o después le llegará el turno y que cuando llegue podrá apurar hasta la última gota del néctar del poder puesto que, a fin de cuentas, la Constitución es papel mojado si se puede incumplir con total impunidad.
Como toda obra humana, todo sistema político es imperfecto y está condicionado por la época en que nació, por los miedos y esperanzas de sus actores y por la tendencia a compensar, a veces de modo torpe y miope, los elementos percibidos como negativos de la experiencia histórica más reciente. Pero, así como el paso del tiempo permite formarse una opinión más ecuánime de los acontecimientos pasados, también dificulta ponerse en el lugar de quienes tomaron las decisiones en su momento. Por tanto, no juzgaré a los “padres” de nuestra Constitución ni el proceso de aprobación de ésta salvo para decir que uno de ellos me confesó hace años que dicho proceso había sido “una improvisación permanente” y que no comprendía su desorbitada exaltación. En cualquier caso, el texto constitucional no arbitró suficientes mecanismos de autodefensa frente a los excesos de los propios partidos que la redactaron.
El diálogo sólo es posible sobre la base de unas premisas básicas compartidas y de una identidad indiscutida. ¿Alguien podría decirme, casi medio siglo después, cuál es la identidad indiscutida de España? El problema, hoy agravado, ya existía en 1977, de modo que el consenso entre la izquierda, la derecha y los entonces débiles nacionalismos fue más aparente que real, fruto de lo cual se inventaron conceptos para salir del paso (“nacionalidades”), párrafos contradictorios (propiedad privada “delimitada” por su “función social”) y remisiones a futuras leyes de inferior rango que cada partido confiaba poder redactar sin el molesto requisito del consenso. Dicho eso, y más allá de las buenas intenciones de unos, de la frivolidad, ignorancia y maquiavelismo de otros y de la ignorancia de la mayoría, me invade cierta nostalgia cuando pienso en la capacidad de encuentro de la España de entonces.
En un ejemplo de remisión a norma inferior en ausencia de consenso, la Constitución no especificó quién elegía a 12 de los 20 miembros del máximo órgano de gobierno del Poder Judicial. En un primer momento (1980) los dos grandes partidos votaron a favor de que fueran los propios jueces (258 votos a favor). Tan sólo cinco años más tarde, la mayoría absoluta del PSOE (202 escaños) decidió unilateralmente que fueran elegidos por 3/5 de Congreso y Senado.
El posterior recurso de la oposición ante el Constitucional fue desestimado por unanimidad (1986) aunque el Tribunal aclaró, con el cómodo voluntarismo del que suelta al zorro confiando en que no va a comerse a las gallinas, que el criterio de 3/5 debía implicar que todos los candidatos fueran elegidos por consenso y, por tanto, sometidos a veto mutuo, evitando “cuotas” de poder proporcionales. El “consenso” incentivaba la presencia de independientes de reconocido prestigio y evitaba figuras con excesivo perfil político. Por el contrario, las “cuotas” han fomentado que jueces y magistrados tengan una creciente afinidad o lealtad política y ha desacreditado al Poder Judicial al dividirlo entre jueces y magistrados “conservadores” y “progresistas”.
Con estos antecedentes, el actual gobierno ha dado un paso más nombrando al Tribunal Constitucional candidatos indistinguibles de políticos de partido y sujetos incluso a conflictos de interés que suelen ser precursores de conductas prevaricadoras. Este asalto fue inicialmente abortado en legítima defensa por el propio Tribunal provocando que algunos criticaran un “choque de poderes sin precedentes”, cuando es precisamente el choque de poderes lo que garantiza el funcionamiento del sistema y la protección de nuestras libertades. En este choque inicial, por cierto, y fiel a su matonismo y desprecio de la ley, el gobierno presionó al Tribunal vulnerando el decoro y la legislación vigente con críticas groseras más propias de repúblicas bananeras que de países europeos. Le salió bien, y quedó impune.
Sin embargo, aunque el actual gobierno esté demoliendo el Estado de Derecho y la seguridad jurídica sin ningún escrúpulo, la oposición carece de autoridad moral para criticar el intento de toma de control del poder judicial, pues el torpedeo del Estado de Derecho ha tenido una naturaleza bipartidista.
En efecto, los dos grandes partidos han modificado la Ley Orgánica del Poder Judicial y sus mayorías cuando les ha convenido, y la actual oposición no ha tenido ningún interés en cambiar el statu quo una vez ha llegado al gobierno, incumpliendo sus promesas electorales a pesar de contar con ocho años de mayoría absoluta.
La realidad es que en este asunto ningún partido político ha defendido elevados principios o el interés general, sino intereses particulares y cortoplacistas. Unos lo han hecho por su ideología totalitaria o por una voluntad de poder narcisista y psicopática; otros, por razones más prosaicas, como intentar que sus corruptelas no salgan a la luz controlando la “puerta de atrás”.
Este inquietante y enésimo asalto contra el Estado de Derecho dirigido por un presidente que prometió una lealtad a su país y a sus instituciones que traiciona constantemente no será el último, pues su patología no tolera perder ningún pulso ni le permite comprender por qué su voluntad no puede transformarse en ley ipso facto. El deterioro institucional ha alcanzado tal extremo que ya no se cubren siquiera apariencias meramente estéticas o pudorosas.
Cuando el que toma las decisiones no sufre las consecuencias de sus actos o lo hace de forma asimétrica (esto es, si sale bien, me beneficio, y si sale mal, no me pasa nada) se crea un sistema de incentivos perverso. En efecto, cualquier ciudadano paga con creces la menor infracción de la más pequeña de las normas. Sin embargo, nuestros políticos pueden atacar e incumplir la más importante de las leyes y no les pasa absolutamente nada, como vimos con el ilegal estado de alarma.
Como colofón a décadas de abuso de los partidos políticos, el régimen del 78 está siendo derribado ante nuestros ojos por un gobierno subversivo. Obviamente, el primer paso es desalojarlo del poder y exigir las responsabilidades que correspondan, porque la impunidad de la clase política debe acabar. Pero el segundo paso debe ser mejorar nuestro sistema político en vista de los errores y excesos cometidos. La pregunta es qué líder político comprende la gravedad de la situación y qué partido tomará la decisión de limitar su propio poder una vez lo haya alcanzado.
© 2022 Fernando del Pino Calvo-Sotelo
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