Carmelo Jordá
Buena parte de las cosas que según la izquierda «tenemos que aprender de la epidemia» son mentiras o están muy lejos de haber sido demostradas.
Simón, Illa y Sánchez en una reunión | EFE
Como hace con cualquier acontecimiento, por trágico o afortunado que sea, la izquierda política y mediática ha tratado de aprovecharse de la pandemia del coronavirus para dar un salto de gigante en su agenda ideológica.
No debería sorprendernos, si bien en este caso la campaña propagandística ha sido aún más brutal de lo habitual y, sobre todo, en pocas ocasiones los lemas y los discursos se han alejado tanto de la realidad como en los últimos meses.
Así, prácticamente todas las conclusiones que han sacado los políticos y los pseudopensadores de izquierdas y en base a las cuales están intentando apuntalar nuevos desarrollos legislativos son o bien exageraciones o, en la mayor parte de los casos, grotescas mentiras.
Vamos a repasar algunas de esas afirmaciones según las cuales «la epidemia del coronavirus demuestra» cosas que, en realidad, están muy lejos de haber sido demostradas.
Una de las afirmaciones que están escuchando con muchísima frecuencia es que la epidemia ha demostrado que son necesarios estados fuertes con un gran sector público para hacer frente a estas eventualidades.
Lo cierto es que no hay una relación empírica demostrable entre el tamaño del Estado y el éxito que se haya tenido a la hora de afrontar una pandemia que, conviene no olvidarlo, tuvo su origen en China, la mayor dictadura totalitaria del mundo en el que nada escapa al control del Estado.
Del mismo modo, la respuesta del sector público ha estado muy lejos de ser tan eficaz como se pretende hacernos creer en estas circunstancias. En España, por ejemplo, la sanidad pública -que supone un 70% del gasto y un 66% de las camas- se ha visto completamente desbordada y ha demostrado que no estaba en absoluto preparada para algo así y que no era, por desgracia, «la mejor sanidad del mundo» como tanto se nos ha dicho.
Otro aspecto de la gestión pública que nos da una medida del éxito de ‘lo público’ en España está siendo la del sistema educativo: actuando tarde mal y con lo que parece una notable temeridad, la educación está demostrando que le resulta más que difícil adaptarse a una situación nueva y que probablemente no va a ser capaz de mantener su nivel -ya bastante lamentable- a través de la pandemia.
Es cierto que la presión sobre el sector sanitario ha sido brutal y el problema de la educación es endiablado, pero esa presión también ha sido muy importante -obviamente, a otro nivel- en otros sectores casi al 100% privados, especialmente el de la elaboración, transporte y comercialización de alimentos y otros bienes de primera necesidad.
El resultado, ese sí, ha sido completamente impecable: no sólo no ha faltado de nada en las tiendas y los supermercados sino que estos comercios se adaptaron a la nueva situación con una velocidad sorprendente.
Curiosamente, al menos en España la institución estatal que sí ha dado una respuesta rápida y eficaz a todo aquello que se le ha pedido ha sido una que habitualmente no cuenta con el aprecio de la izquierda: las Fuerzas Armadas, que se desplegó con extraordinaria rapidez y ha sido parte esencial de alguno de los logros más relevantes alcanzados durante la epidemia, como la puesta en marcha en dos días del hospital de IFEMA en Madrid. Hecha esa excepción, lo cierto es que ‘lo público’ no ha respondido a la crisis del coronavirus mejor que ‘lo privado’ sino más bien al contrario.
Una de las mentiras más burdas que se está promocionando en los medios y otros ámbitos es vincular la epidemia con un supuesto maltrato a La Tierra. Es una táctica habitual del ecologismo más radical: ‘humanizar’ al planeta como si fuese un ente con vida propia, capacidad de decisión y que puede dar una respuesta ante la pretendida agresión de los humanos.
Es un buen argumento para películas como El incidente de M. Night Shyamalan, pero más allá de la ficción cinematográfica es, por supuesto, completamente falso, puro pensamiento mágico y primitivista.
Pero, además, vincular una crisis sanitaria de este tipo a problemas medioambientales es de una estupidez supina: las epidemias han existido siempre, fuese cual fuese el estado de la naturaleza y la relación de la humanidad con su entorno. De, hecho, la que podría ser considerada la epidemia por antonomasia, la medieval peste negra, diezmó la población europea siglos antes de la industrialización y en un mundo mucho más «natural» que el actual.
Otra relación completamente descabellada es la que pretende unir la expansión del coronavirus al sistema capitalista. Hay muchas verdades objetivas que demuestran que esta es una falacia mayúscula, pero la primera nos haría volver a China, el lugar en el que estalló y desde el que se esparció la enfermedad y que es la mayor dictadura comunista del planeta.
Otros vinculan la expansión del virus con la globalización y el comercio mundial, que a su vez entienden como rasgos del sistema capitalista, lo que no es estrictamente cierto. Es cierto que el ritmo y la cantidad de los viajes han ayudado a expandir la enfermedad con rapidez, pero esto no es algo exclusivo del sistema capitalista: si recordamos de nuevo lo ocurrido en el siglo XIV la peste acabó esparciéndose igualmente por casi todo el mundo conocido a través de unas rutas comerciales mucho menos concurridas que las actuales. La diferencia es que, por supuesto, lo hizo más lentamente.
El capitalismo y las empresas, por el contrario, están siendo una parte importantísima de la lucha contra la enfermedad: desde las que proveen el material sanitario que es necesario para cuidar a los enfermos, hasta las que son capaces de transportarlo en horas de una parte a otra del mundo.
Por último, no olvidemos que también están siendo las empresas -y no los estados- las que están logrando avances muy importantes de cara a que podamos disponer de una vacuna en un tiempo absolutamente récord: detrás de todos los proyectos que han logrado un avance significativo hay grandes compañías, incluso la vacuna que se va a empezar a ensayar en España y que el ministro Illa anunciaba como si la hubiese inventado él es en realidad el proyecto de una empresa, Janssen, filial de la multinacional Johnson&Johnson.
Uno de las grandes fracasados de la epidemia ha sido la ciencia o, por decirlo de una forma más exacta, la función de la ciencia de advertirnos de la magnitud de lo que iba a ocurrir si no se tomaban las medidas que, evidentemente, no se tomaron.
En el momento en que más necesarios eran, los organismos científicos no han logrado que políticos, medios de comunicación o ciudadanos hayamos sido conscientes de la gravedad de la epidemia hasta que ésta había estallado e, incluso entonces, las recomendaciones y consejos que venían avalados por su carácter «científico» en no pocas ocasiones eran erróneos y casi siempre contradictorios.
En España el rostro de ese fracaso de la ciencia es, obviamente, el de Fernando Simón, en teoría un científico él mismo -en la práctica ya hemos visto que es sólo un político en el peor sentido del término- y desde luego asesorado por múltiples científicos, pero incapaz de prever la crisis o de recomendar en el momento en el que eran más necesarias medidas como el uso de mascarillas.
No obstante, quizá el papel de Simón ha sido especialmente lamentable, pero hay que reconocer que en general los científicos y las organizaciones presuntamente científicas no han estado a la altura: lo ocurrido en otros países o la turbia actuación de la OMS son muestras de ello.
Del mismo modo, aunque no sean estrictamente científicos también hay que reseñar cómo los divulgadores también han fracasado en la inmensa mayoría de los casos a la hora de analizar lo que estaba ocurriendo, su gravedad y las medidas más adecuadas para hacer frente a la epidemia. De hecho, han sido por lo general periodistas o analistas no especializados los que han alertado desde los medios o las redes sociales… mientras eran vilipendiados con una superioridad moral y una soberbia descomunales por aquellos que debían haber cumplido con ese papel.
Probablemente la razón de ambos desastres es, precisamente, que otras consideraciones, principalmente políticas, han primado por encima de los datos científicos y los hechos. En cierto sentido aquí entroncaríamos también con el primer punto del artículo: esto también es en parte un fracaso de ‘lo público’.
Finalmente, lo que hemos vivido en este campo desde principios de año es un aviso a navegantes muy interesante para otras cuestiones que tratan de imponerse apelando a un ‘dogma científico’ que habitualmente está mal interpretado, que en no pocas ocasiones está vinculado a otros intereses y qué, finalmente, como vemos, no siempre acierta. Y sí, estoy pensando en el cambio climático.
En cierto modo relacionado con el punto anterior está otra de las grandes mentiras que se han esforzado mucho en difundir desde el poder y desde la izquierda: que la verdad sólo es accesible desde fuentes oficiales, sólo papá Estado nos dice qué es cierto y qué es falso y, ya puestos, lo que es bueno y malo.
En España de nuevo esa campaña ha sido especialmente dura y se ha visto aderezada con toda la propaganda gubernamental que trataba de descalificar como ‘bulo’ todo aquello que no fuese la ‘verdad oficial’.
Bien, es cierto que internet y las redes sociales no andan faltos de bulos, pero no lo es menos que las cuatro personas que más han mentido durante esta epidemia han sido Pedro Sánchez, Salvador Illa, Pablo Iglesias y el ya mencionado Fernando Simón. La realidad ha sido que el ciudadano medio ha tenido que acudir a cualquier otra fuente -los pocos medios de información libres o las redes sociales- para poder enterarse de lo que de verdad estaba ocurriendo y también para saber qué medidas de protección debía tomar.
Esta sí que es, de hecho, una de las cosas que hemos aprendido gracias al coronavirus: la información oficial no existe, sólo es propaganda.
Carmelo Jordá
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