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Lo que España pudo ser y la traición impidió

 Roberto Centeno

En 1975, la renta per cápita española, después de una carrera de crecimiento económico sin paralelo en el mundo occidental, equivalía al 81,3% de la media de los nueve países europeos miembros de la entonces CEE (1), según Funcas. En 1959, era tan sólo el 55%, una cifra propia de un país subdesarrollado. Esta renta relativa a los países centrales de Europa sería la primera víctima del desastre político-económico de la Transición, que hundiría nuestro proceso de convergencia con la CEE hasta el 70,8% en 1985. Y en los 37 años transcurridos este nivel no se recuperaría jamás, ni siquiera con las cifras oficiales del PIB, que desde 2008 sobrevaloran la realidad en un 30% y situaron el nivel en el 73,3 % en 2012.

Pero no se trata sólo de la convergencia con los países centrales. El resto de indicadores también fallaban. La industria, que representaba el 36% del PIB en 1975, fue desmantelada y hoy representa un 14%. Las rentas salariales, que suponían en aquel año un 62,8% del índice (de acuerdo con los datos de BBVA), se han desplomado al 44,2% -a fin de 2012-, la cifra más baja de toda Europa. El 10% más rico de la población, que poseía un 26% de la riqueza en 1975, posee hoy el 48% y, además, el 70% de la riqueza financiera. El paro era entonces del 2% -o del 6% si consideramos a los emigrantes como desempleados- y ahora se sitúa en el 27%. El hundimiento económico fue tal que, de un crecimiento real del 7,5% anual en el periodo 1959-1975, se pasó al 0,8% en el periodo 1976-1985. Y la inflación se disparó desde el 7 al 44% a mediados de 1977, mientras que la deuda externa se multiplicó por cuatro. En sólo dos años, los traidores de la Transición colocarían a España al borde del colapso primero y en un nivel de crecimiento inferior a su potencial, después.

Sin embargo, ese no era el destino de España. Todos los países europeos se recuperaron rápidamente de la crisis del petróleo, excepto nosotros. Un ejemplo perfecto para cuantificar lo que España pudo y debió ser es Irlanda. En 1975 Irlanda y España tenían la misma renta per cápita: 10.000 dólares. En los años siguientes, Irlanda subió como la espuma, mientras que España se hundió, primero, y creció mucho menos, después. Hoy el PIB per cápita de Irlanda es un 29% superior al nuestro, pero como el PIB oficial es falso y está sobrevalorado en un 30%, la realidad es que la renta per cápita española sería un 46% inferior.

Los traidores de la Transición

Nunca en la historia de Europa un grupo tan reducido de hombres pequeños, de mente pequeña y de ambición personal infinita, sin moral, sin ideales y sin patriotismo y gracias, exclusivamente, al sistema electoral proporcional -el mismo sistema que permitió a Hitler y Mussolini la conquista del Estado- han hecho tanto daño permanente a una nación como los llamados ‘padres de Transición’, que la Historia recordará algún día como padres de la Traición.

La primera y gran traición fue la de todos los partidos ilegales, el grupo de los nueve, al compromiso escrito y firmado por todos ellos en el despacho del jurista Antonio García Trevijano sobre la obligación recíproca de actuar todos en la misma dirección. Los puntos esenciales de ese compromiso eran:

-No aceptar por separado ninguna legalización de partidos que no fuera simultánea a todos ellos.

-No aceptar ningún sistema político que no fuera una democracia representativa.

-No aceptar ningún régimen que no fuera resultado de un referéndum para la libre elección de los españoles de la Monarquía o la República e implantar una ley electoral similar a la francesa.

Un compromiso que no sería cumplido en ninguno de sus puntos. Cada partido tiró para su lado comenzando por la deslealtad del PSOE de Felipe González, que quiso entrar, de acuerdo con Fraga, por la ventanilla de Carlos Arias. Esa era la naturaleza de la oposición a Franco, cuyo único interés era participar en el poder político, en el poder económico y en la adulación social, y de los que Cela diría: “Si fueran hombres, se habrían pegado un tiro”; pero no lo eran.

Se repetía la famosa sentencia de Ortega y Gasset en la que afirmaba que “cuando en España se habla de reconciliación y de consenso, hay seguro un reparto de botín”. ¡Y que botín! Inventarían el Estado de las autonomías para dividir España y repartírsela como despojos. Institucionalizarían la corrupción, el pelotazo y el pacto con las élites depredadoras financieras y monopolistas que, junto con el nepotismo y la incompetencia, serían sus principales señas de identidad.

La idea de reparto del botín partió del PSOE, y más concretamente de Enrique Múgica, que con una miseria moral inaudita afirmaría: “Lo de las ideas está muy bien, pero lo importante son los partidos y las personas que defienden la democracia y no hay puestos para todos, por lo que es imprescindible crearlos mediante la desconcentración del poder”. Esto implicaba vaciar de competencias y de poder al Estado español. Antes de eso, Suárez había prometido a Tarradellas y al PNV por separado devolver a Cataluña y al País Vasco la autonomía que les fue anulada después de la guerra civil. Les engañó vilmente, lo que ha acabado creando un problema mayor.

Suárez, un político mediocre y cortoplacista sin ninguna visión de España, aceptó entusiasmado la idea del PSOE de crear una estructura de Estado donde hubiera puestos de poder para todos, ya que su partido, la UCD, un hatajo de oportunistas sin ningún ideal, ni desde el punto de vista ideológico ni patriótico, sólo querían parcelas de poder para poder trincar a manos llenas. Y fue el origen de la destrucción de la nación española y de su ruina económica. Y así, el andaluz Arévalo, que no estaba dispuesto a renunciar a su parte del botín, hizo su propuesta a Suárez y este aceptó el “café para todos”. Se trata, sin duda, de uno de los mayores y más graves errores de toda la historia de España. Parafraseando a Mario Vargas Llosa, fue entonces cuando “se jodió España”. España se dividió en diecisiete taifas ingobernables, despilfarradoras y corruptas, que arruinarían a la nación y la encaminarían hacia su destrucción, física, moral y social.

González vuelca la balanza a favor de la oligarquía política

La traición de los padres de la Transición al implantar un modelo de Estado que les permitiera expoliar España con total impunidad la ocultaron con un mito repetido por ellos y por todos los medios y plumas mercenarias a su servicio. Y constituye uno de los mayores engaños de nuestra larga historia: “Nosotros hemos traído la democracia”. Nada más falso. A la muerte de Franco, un régimen autoritario en una Europa democrática era insostenible, como lo fue el mantenimiento de las dictaduras del Éste tras la retirada soviética. La democracia se habría implantado en España con ellos o contra ellos.

Lo que hicieron en realidad fue hurtar la democracia a los españoles con el establecimiento de un sistema oligárquico de partidos, que permitiera a una casta política incompetente y corrupta mantenerse en el poder indefinidamente, impidiendo que los ciudadanos pudieran elegir libremente a sus representantes como en el resto de las democracias. Ni un solo historiador o cronista, la mayoría atados al pesebre, ha contado la verdad de lo que en realidad sucedió. Y para rematarlo, asustaron a los ciudadanos con el cuento chino del “ruido de sables”, un invento Santiago Carrillo a sabiendas de que era mentira, algo habitual en el comportamiento de tan siniestro personaje.

Y lo sabía porque Antonio García Trevijano, que era el encargado en la Junta de mantener los contactos con a las Fuerzas Armadas, les informaría reiteradamente de que Manuel Díez Alegría, jefe del Alto Estado Mayor y máxima autoridad del Ejército, Luis Díez Alegría, director general de la Guardia Civil, Camilo Alonso Vega, ministro de la Gobernación y director general de Seguridad y jefe de la Policía, el coronel Eduardo Blanco y el teniente general José Vega Rodríguez, con los que estaba en contacto permanente, estaban dispuestos a respaldar la voluntad popular y la democracia. Quien no lo estaba era la oligarquía política que se había autoproclamado portavoz del pueblo. Sólo querían el poder y su parte en el botín, y quien no estaba conforme era un fascista.

Fraga, que fue embajador en Londres, estaba entusiasmado con el sistema electoral inglés de elección uninominal por distritos, sin lista alguna. Eso no convenía en absoluto a ninguno de los partidos, porque ni tenían partidarios, ni eran conocidos, no eran nadie ante la sociedad civil. Suárez, Gutiérrez Mellado, Fernando Abril y Alfonso Guerra llamaron por teléfono a Felipe González, que estaba en Moscú. Y decidió, con el apoyo entusiasta de Suárez, implantar un sistema oligárquico de partidos sin separación de poderes, la antítesis de la democracia. González, a cambio, se comprometió a no pedir un referéndum sobre monarquía o república, traicionando así los acuerdos firmados y a los españoles.

A partir de este momento, la suerte estaba echada. La ley electoral fue impuesta por la oligarquía política y jamás fue sometida a aprobación por parte del pueblo español. Adicionalmente, no sólo el poder legislativo y el poder judicial, sino todas las instituciones de control, como el Banco de España, el INE y el Servicio de Competencia, quedaron sometidas al poder político o la Fiscalía Anticorrupción, diseñada para proteger a las élites corruptas políticas, financieras y económicas. “Montesquieu ha muerto”, diría Alfonso Guerra en un arrebato de desprecio por los ciudadanos y de cinismo. Habían robado la democracia a los españoles e instituido un Estado para el expolio permanente de España sin riesgo alguno.

La Constitución sería un gigantesco engaño al pueblo español, al que se le ofreció en bloque la Monarquía, el sistema de partidos, el sistema electoral de listas cerradas, la ausencia de toda forma de separación de poderes y cargar sobre los ciudadanos el inmenso derroche de diecisiete gobiernos dotados de todos los elementos de un Estado real, aparte los gastos de los partidos, sindicatos y patronal. No hubo alternativa. Una propaganda masiva y absolutamente mendaz, asegurando que con eso implantaba la democracia, cuando era justo lo contrario, dirigida a uno de los pueblos peor informados e indolentes de Europa haría el resto.

El ministro de Hacienda de González, Carlos Solchaga, el gran apóstol del pelotazo, afirmaría públicamente: “España es el país del mundo donde más rápido puede uno hacerse rico”, cualquiera con poder de decisión puede exigir comisiones con total impunidad, algo que se convertiría en el procedimiento habitual para obtener contratos públicos, recalificaciones y cualquier tipo de favor político…

Ahora se están pagando las consecuencias, porque sin democracia, sin separación de poderes y con una estructura de Estado imposible de financiar, España jamás podrá superar la crisis en forma estable. A esto se añade un Gobierno en estado de caos, con un presidente cobarde incapaz de poner orden, donde todos están contra todos, y unos dirigentes nacionalistas por libre que no obedecen a nadie excepto a sus propios intereses personales con el dinero que les entrega el irresponsable de Sánchez en lugar de intervenirlos.

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RedaccionVozIberica

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