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Los apestados

Amando de Miguel

Las tácticas de segregación llevan a que se destape un sentimiento de culpa por parte de las personas que pueden contagiar el maléfico virus; es decir, todas.

Pasó el tiempo de denigrar a los individuos que padecían una enfermedad, sobre todo contagiosa (de transmisión), una peste o epidemia. Eran los apestados o infecciosos. En la generalidad de los casos, pasaban a ser pacientes marginados, de ínfima condición, en los hospitales y otros establecimientos similares. Se les acogía por caridad o misericordia, al instalarlos en una especie de antesala de la muerte. Todavía hoy tachamos de ‘apestoso’ algo o a alguien que huele mal o que resulta desagradable. La peste es el enemigo invisible, siempre amenazante.

Una consecuencia necesaria de la actual pandemia es que no solo se incomunica a los enfermos, sino que se aísla o se confina a la población general. Se emplean diversos procedimientos, como regular los movimientos de los que se trasladan (viajeros, turistas, veraneantes) y el espacio que debe mantenerse en las interacciones. Se ha introducido un nuevo verbo: cuarentenar. Se desaconsejan, y aun se prohíben, las reuniones consideradas como gregarias. Se limita el aforo de los locales donde se congrega el público. Bien es verdad que tales normas (ahora se dicen ‘protocolos’) no suelen cumplirse del todo, pero, en tales casos, los infractores se arriesgan a ser tratados como irresponsables, cuando no como delincuentes. El proceso inquisitorial sirve para eximir de responsabilidad a las llamadas «autoridades sanitarias»: poco pueden hacer con una población tan descuidada.

Como es lógico, la segregación espacial extrema se reserva para los enfermos del mal epidémico, hasta el punto de que se inhiben las visitas de familiares y amigos. Una norma parecida se establece para los internos de las residencias de mayores, hayan sido diagnosticados o no del virus epidémico. En cuyo caso, los hospitales y las residencias de mayores empiezan a funcionar según el modelo de los antiguos lazaretos, de las cárceles.

Las tácticas de segregación llevan a que se destape un sentimiento de culpa por parte de las personas que se hallan infectadas o pueden contagiar el maléfico virus; es decir, todas. Malo es que uno se pueda infectar con la cercanía de otras personas; peor es la sospecha de que el sujeto pueda contagiar a los parientes, amigos, colegas o vecinos.

No solo se clausuran muchas actividades que antes recibían con gusto al público, sino que se estigmatizan sectores enteros de actividad. Es el caso de la hostelería, un conjunto heterogéneo, que es clave en la vida económica española. En los aeropuertos, solo pueden acceder a su interior los pasajeros con tarjeta de embarque, y aun estos deben someterse a diversas ordalías de prevención sanitaria.

Las relaciones interpersonales se ven afectadas por el vago temor al contagio. Se ha establecido esa ñoñería de saludar con el toque de codos, que intenta sustituir al apretón de manos, a los abrazos o besos. Se impone el uso cotidiano de la mascarilla, que no deja de ser máscara o mordaza. Una cultura tan expresiva como la española se ve intimidada por los nuevos ritos. Se estigmatiza el acto de fumar en la calle o en una terraza. Los expertos han tardado seis meses en colegir que el humo del tabaco es un vehículo vírico. Me pregunto cuál será el próximo descubrimiento. ¿No será que el agua del grifo también es un cómodo vehículo para el virus?

Bien es verdad que algunos más privilegiados o insensatos nos hemos acogido al principio de hacer virtud de la necesidad. Equivale al definitivo deleite de recluirnos en nuestros domicilios, convertidos así en guaridas de osos o en cuevas de ermitaños. Si la comparación pudiera parecer dislocada, quedémonos con la imagen tranquila de los viejos torreros de faro. Naturalmente, el placer exige la buena compañía personal, además de paisaje, música, libros e internet. La solución eremítica implica que alguien proporcione comida, medicinas y otros servicios. El torrero que digo no se considera un apestado, ni siquiera un náufrago, como Robinson Crusoe, sino el héroe que ha conseguido vencer a la multitud.

Amando de Miguel fontenebro@msn.com

https://www.libertaddigital.com/opinion/amando-de-miguel/los-apestados-91498/

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