César Cervera
Dos de los elementos más vinculados al periodo franquista en el imaginario popular, con permiso del seiscientos y de los discursos en la Plaza de Oriente, son sin duda la cartilla de racionamiento, que daba acceso a ciertos alimento facilitados por el Estado durante la posguerra, y la Ley de Vagos y maleantes, que sustentó a nivel legal la persecución de homosexuales y otros grupos que el régimen consideraba «inmorales». Sin embargo, lo que pocos recuerdan -y la mayoría de los españoles ignoran, y especialmente los homosexuales- es que ninguna de estas cuestiones nacieron con la dictadura, sino en tiempos republicanos, concretamente desde la izquierda, aunque luego el régimen las adaptó a sus necesidades.
La primera vez que se implantó una tarjeta o cartilla de racionamiento en España fue el 5 de marzo de 1937 a través de un decreto del gobierno encabezado por el socialista Francisco Largo Caballero. El decreto, cuya validez estaba supeditada a las zonas controladas por el bando republicano, dictaba en su primer artículo: «Se crea en todos los Municipios de la España leal la tarjeta de racionamiento familiar».
Largo Caballero se vio obligado a establecer este medio para alimentar a la población ante la escasez de suministros que azotó a la zona controlada por la Segunda República, que estaba densamente poblada e industrializada en mayor medida que la de su enemigo. Por su parte, las fuerzas franquistas dominaron desde el principio de la Guerra Civil zonas productoras de alimentos y relativamente escasas de población.
Las cartillas de racionamiento
A pesar de las medidas republicanas para paliar el hambre, a partir de 1938 el problema de la alimentación en la zona republicana alcanzó tintes dramáticos y contribuyó a la caída de la moral en sus frentes. Según las memorias de Antonio Cordón, subsecretario del Ejército republicano, el sistema de suministros de alimentos se vio torpedeado por cuestiones burocráticas y, al menos en la zona de Barcelona, al terminar la guerra grandes remesas de alimentos fueron halladas por los franquista convenientemente almacenadas.
Por el contrario, en la zona franquista pudieron regularse fácilmente los suministros a la población y hasta se permitieron un excedente para la exportación. La aviación de Franco no dejó de recordar la abundancia de alimentos con la que contaba su bando a través de varios bombardeos de pan blanco sobre Madrid, Barcelona y Alicante.
Paradójicamente, una vez finalizada la Guerra Civil Francisco Franco se vio en la necesidad de recurrir a estos sistemas de cartillas de racionamiento antes la escasez que se produjo durante la posguerra. Por una orden ministerial del 14 de mayo de 1939 se estableció un régimen de racionamiento en España para los productos básicos alimenticios y de primera necesidad. Se crearon dos cartillas de racionamiento, una para la carne y otra para el resto de productos alimenticios, y se dividió a la población en varios grupos en función de sus necesidades. El racionamiento perduró oficialmente hasta mayo de 1952, fecha en que desapareció para los productos alimenticios.
El racionamiento no fue, sin embargo, una excepción española. A lo largo de la Segunda Guerra Mundial, se establecieron distintos sistemas de racionamiento por toda Europa, desde Alemania a Gran Bretaña y Francia. Incluso países neutrales como Irlanda, Suecia, Portugal o Suiza también recurrieron a las cartillas, que en ocasiones se limitaban a productos concretos que, por su valor estratégico o su carencia, debían ser incautados y repartidos en exclusiva por el Estado.
Ley de vagos y maleantes
La Ley de Vagos y Maleantes, aprobada el 4 de agosto de 1933, constituyó una reforma penal por parte de la Segunda República en lo referente al tratamiento de vagabundos, nómadas, proxenetas y cualquier otro individuo que pudiera ser considerado por las autoridades como antisocial. La idea era crear una ley general, pensada para la «prevención de los delitos», que sustituyera las atribuciones administrativas que los gobernadores civiles tenían para arrestar a aquellos sujetos «de dudosa moral» y para «reprimir los actos contrarios a la religión, a la moral o a la decencia pública, imponiendo multas o, en defecto de pago, ordenando el arresto supletorio del blasfemo, inmoral o indecente».
Las competencias de los gobernadores civiles daban lugar a toda clase de arbitrariedades, por lo que las fuerzas de izquierda de la Segunda República consideraron la necesidad de establecer un criterio único. La redacción de la nueva ley corrió a cargo del penalista de izquierdas Mariano Ruíz-Funes y del miembro del partido socialista Luis Jiménez de Asúa. El proyecto de ley fue aprobado en un parlamento mayoritariamente de izquierdas, pero contó también con el apoyo de partidos de centro y conservadores, que introdujeron una gran cantidad de enmiendas que, en palabras de Asúa, convirtieron el texto final en «más duro, menos flexible, más casuístico, incongruente y mucho menos elegante que el proyecto inicial».
La ley republicana castigaba a las personas más por su aspecto o comportamiento que por hechos delictivos concretos. A falta de penas vinculadas a delitos específicos, el texto legal fijaba una serie de medidas de alejamiento e internamiento de las personas arrestadas. Se crearon para ello campos de internamiento llamados también «campos de concentración», donde permanecían hasta que las autoridades consideraban que éstos se habían reformado y habían dejado de ser peligrosos para la sociedad.
La Ley de Vagos y Maleantes fue de las pocas leyes de la Segunda República que no fue derogada por el régimen de Franco, es más, en 1954 fue modificada para incluir expresamente la persecución de la homosexualidad. Según esta modificación, los homosexuales sometidos a esta medida de seguridad debían ser internados en instituciones especiales y «en todo caso con absoluta separación de los demás».
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