CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS
Cuando las personas decentes, las buenas personas, desertan de participar en política y miran para otro lado, como si no fuera con ellas, acaban haciéndose con el poder los malvados, los canallas, con el apoyo de la muchedumbre inculta y fanática.
¿Por qué la mayoría de la gente se inhibe, se desentiende de la política, de la gestión de lo público y deja hacer a los que hacen profesión de la política, generalmente gente malvada y mediocre e incluso analfabeta?
Para responder a esa pregunta merece que prestemos atención, que escuchemos a una de las personas que más han estudiado la acción humana y especialmente lo que mueve a los individuos a agruparse, a crear asociaciones, sindicatos, partidos políticos, etc. el sociólogo y economista norteamericano, ya fallecido, de nombre Mancur Olson.
Las tesis defendidas por Olson son hoy sobradamente conocidas por politólogos, sociólogos y economistas, y por ello me limitaré a enunciarlas. Si se aceptan los supuestos de la teoría de la elección racional en su versión estándar, y concretamente la tesis de que los individuos tienden a actuar buscando el máximo rendimiento a sus capacidades, la máxima utilidad mediante el cálculo de costes y beneficios de la acción, entonces quien desee explicar las acciones colectivas se enfrentará con la siguiente cuestión: ¿en qué condiciones podría ser racional para un individuo participar en tales acciones?
Pues bien, la tesis de Olson es que existen dos factores que inhiben claramente la participación de individuos racionales y egoístas en acciones colectivas:
1) El tamaño del grupo y, por tanto, la importancia relativa de la aportación individual a la acción: en grupos grandes, el impulso a actuar colectivamente será menor porque la aportación individual probablemente variará muy poco el resultado final.
2) La certeza de que, si la acción tiene éxito, uno se verá favorecido por el resultado, aunque no haya participado en esa acción, esto es, la certeza de que la acción se realiza para conseguir un bien público. De esta forma, cuando se trata de participar en acciones colectivas tenemos siempre planteado individualmente un problema de teoría de juegos, el llamado «dilema del gorrón”, que formalmente tiene la misma estructura que el dilema del prisionero: las opciones son cooperar o no con los demás jugadores, y si nos guiamos por la racionalidad estratégica y por preferencias egoístas, lo previsible es que no participemos y el bien público acabe por no conseguirse, con lo que todos quedamos a la postre peor que si hubiésemos cooperado. En cambio, la predisposición a la acción aumentará en grupos reducidos (donde la participación individual puede de hecho decantar el resultado) y en contextos en los que uno sólo se beneficiará en la medida en que participe.
La conclusión de Olson es que el dilema del gorrón sólo puede evitarse operando mediante incentivos selectivos, esto es, que permitan tratar separadamente a quienes colaboran y a quienes no lo hacen.
Dichos incentivos pueden ser de dos tipos: o bien negativos, que actúan mediante coacción, esto es, elevando el coste de no participar (es lo que ocurre, por ejemplo, cuando el Estado nos obliga a formar parte de una mesa electoral, a pagar impuestos y cotizaciones sociales, a contratar un seguro de automóvil o a sindicarnos, como ocurre en algunos países donde la sindicación es obligatoria o casi); o bien positivos, que elevan el beneficio de participar (por ejemplo, en la forma de determinadas ventajas que ofrecen los sindicatos a sus afiliados, de desgravaciones fiscales, o de otros bienes privados); esta última opción resulta bastante inevitable en grupos numerosos y donde no hay posibilidad de coacción.
La teoría de la acción colectiva de Olson solucionó algunos problemas clásicos de las teorías de la elección racional y sugirió interesantes vías de investigación. Incluso resulta especialmente importante para el marxismo: casi todos los intentos de las teorías marxistas y “críticas” del siglo XX para explicar por qué los “oprimidos” no se rebelaban contra los “opresores” se habían basado en postular oscuros mecanismos estructurales y conspirativos de manipulación ideológica, “determinación estructural” o “interiorización” de la dominación. Tuvo que ser un teórico no marxista como Olson quien ofreciese una explicación mucho más sencilla y empíricamente operativa: se trataba, simplemente, de un problema de acción colectiva, de la dificultad de superar el “dilema del gorrón”, con todos los problemas organizativos y estratégicos que ello comporta.
Una vez vistas las “razones” que invitan a la gente a afiliarse, a organizarse y las que las disuaden, pasemos al comportamiento de las “élites”, a la “ley de hierro de la oligarquía”:
Robert Michels, sociólogo y politólogo alemán, especializado en el comportamiento político de las élites intelectuales, es especialmente conocido por su libro “Los partidos políticos” en el que describe su «ley de hierro de la oligarquía». Robert Michels afirma, tras estudiar el funcionamiento de los partidos, sindicatos, y hasta del nacional-socialismo y el fascismo italiano, que «tanto en autocracia como en democracia siempre gobernará una minoría», en resumen, que toda organización acaba volviendo oligárquica.
Michels también concluye que los líderes, aunque en principio se guíen por la voluntad de la masa y digan de sí mismos que son «revolucionarios», más pronto que tarde acaban “emancipándose” de sus seguidores y se vuelven conservadores. Siempre el líder buscará la manera de incrementar o mantener su poder, a cualquier precio, incluso olvidando sus viejos ideales.
Por eso, las organizaciones políticas pronto dejan de ser un medio para alcanzar determinados objetivos socioeconómicos, y se transforman en un fin en sí mismas.
He aquí algunas reflexiones de Robert Michels que cualquiera que esté suficientemente al tanto de la actualidad política o tenga algo de experiencia de organización, de lucha, de militancia política, sindical, vecinal, o en lo que ahora llaman “oenegés”, reconocerá al instante como prácticas corrientes en cualquier agrupación humana, sean cuales sean sus principios, sus fines, sus medios de actuación:
– “En un principio los líderes surgen espontáneamente, sus funciones son accesorias y gratuitas. Muy pronto, sin embargo, se convierten en líderes profesionales, y en esta segunda etapa del desarrollo son estables e inamovibles” … “es innegable que la tendencia oligárquica y burocrática de cualquier organización es una necesidad técnica y práctica… como regla general, cabe enunciar que el aumento de poder de los líderes es directamente proporcional a la magnitud de la organización” …
– “Los líderes que, al principio no eran más que órganos ejecutivos de la voluntad colectiva, se emancipan al poco tiempo de la masa y se hacen independientes de su control”.
La clave, el motivo de todo ello está en el conocimiento que quienes hacen profesión de la política, los líderes profesionales y los burócratas van adquiriendo a medida que desempeñan su trabajo, unas habilidades que escapan de la comprensión y competencia de la masa de los afiliados y votantes de los partidos. Así, este conocimiento, considerable de “experto” que el líder adquiere en cuestiones inaccesibles, o casi inaccesibles para las masas, para el común de los mortales, le otorga seguridad en su posición. Sin embargo, este proceso tiene consecuencias porque “la democracia acaba por transformarse en una oligarquía, debido a la imposibilidad de las masas de adquirir las competencias necesarias y su dependencia de un liderazgo”.
Ciertamente, con la profesionalización se consigue mayor eficacia en la gestión de los partidos, pero al precio de sacrificar e impedir de facto la participación y el control por parte de la mayoría ya que, el advenimiento del liderazgo profesional señala el principio del fin para la participación de los afiliados en la toma de decisiones dentro de la organización… porque “es obvio que el control democrático sufre de este modo una disminución progresiva, y se ve reducido finalmente a un mínimo infinitesimal”, y lógicamente la mayoría de los miembros, los militantes “de base” acaban siendo excluidos de los procesos de toma de decisiones de la organización
Los partidos políticos necesitan funcionar de forma «democrática» para poder existir, necesitan de un régimen «democrático», necesitan elecciones, parlamentos, leyes, etc., pero al mismo tiempo destruyen la democracia interna en el camino para conseguirlo, aunque no destruyan del todo la democracia liberal propiamente dicha.
“¿Qué es en realidad un partido político moderno?”
Robert Michels responde los partidos son máquinas electorales creadas con el fin de ganar elecciones, y para ganarlas, sacrifican, renuncian a su democracia interna. Indica, también Robert Michels que no es una exageración afirmar que, entre los ciudadanos que gozan de derechos políticos, el número de los que tienen un interés vital por las cuestiones públicas es insignificante,
Siguiendo esta dirección se llega inevitablemente a la conclusión de que la democracia está controlada por un grupo de personas que funcionan de manera no democrática.
La pregunta obligada es ¿Es “democrático” un sistema en el que sus principales instituciones no lo son?
Como explicaba Michels, podemos resumir el argumento diciendo que en la vida partidaria moderna la oligarquía se complace en presentarse con apariencia democrática, en tanto que la sustancia de la democracia se impregna de elementos oligárquico-caciquiles. Tenemos una oligarquía con apariencia democrática, y, por otra parte, una democracia que en realidad es un régimen oligárquico y caciquil.
Al estar dominados por elementos oligárquicos, los partidos presentan a las elecciones unos candidatos que son las élites de estos partidos.
El parlamentarismo ayuda a la oligarquización (especialización de faenas, comisiones, etc.), hace que el líder sea imprescindible, y que sólo él pueda hacer uso de las capacidades técnicas adquiridas. El parlamentarismo da cada vez más oportunidades al líder, a los líderes para alejarse de sus electores y por supuesto de los afiliados/militantes de los partidos.
Los líderes de las oligarquías diversas se ayudan mutuamente para evitar la competencia de nuevos líderes que pudieran surgir de la sociedad. Los diversos partidos acaban formando una especie de “trust oligárquico”, tal como ocurre con un “trust” en la actividad empresarial, en que varias empresas que producen los mismos productos se unen formando en realidad una sola empresa, que tiende a controlar un sector económico y ejercer en lo posible un poder monopolístico; sea mediante un control en el ámbito horizontal, cuando las empresas producen los mismos bienes o prestan los mismos servicios; o de ámbito vertical cuando las empresas del grupo efectúan actividades complementarias.
Lo único que pueden hacer los votantes, cuando se convocan elecciones, es sustituir un líder por otro. Por eso los líderes siguen manteniendo algún vínculo con sus potenciales votantes-clientes (por lo general bastante fanatizados), incluso alianzas contra nuevos líderes. Los viejos líderes apelan a la disciplina interna, la obediencia debida, cosa que reduce la libertad de expresión y la capacidad de maniobrar de los afiliados y del público en general.
Los ciudadanos tienen la oportunidad de elegir entre diferentes oligarcas de los diferentes partidos para dirigir la democracia, lo que al fin y al cabo significa “democracia con contenido oligárquico”. Los ciudadanos corrientes no tienen acceso al ejercicio real de la soberanía que supuestamente poseen y les otorgan las leyes, y por lo tanto a participar realmente en la elección de los legisladores y gobernantes, si no es formando parte de la «clase política».
La siguiente cuestión entonces es, si la «clase política» es, o no, una clase cerrada, de acceso restringido.
Michels explicaba que sus miembros pueden surgir de la ciudadanía ordinaria, lo que es más cierto en los partidos de amplia base popular, pero al alcanzar el puesto de liderazgo en los partidos, estas personas dejan de pertenecer a su grupo de origen, se desligan de él y se elevan por encima de los ciudadanos. Michels lo explicaba así: “Todo poder sigue así un ciclo natural: procede del pueblo y termina levantándose por encima del pueblo”. Se produce así, según Michels, un proceso de “circulación de élites” que ya estudiaron los italianos Gaetano Mosca y Vilfredo Pareto, según el cual en un sistema de democracia liberal las élites que ostentan el poder político se verán refrescadas por la llegada de nuevas personas surgidas de los estratos inferiores, pero que al acceder al poder pasan a convertirse a su vez en élites dejando necesariamente de pertenecer a los ciudadanos corrientes.
Es decir, la democracia liberal sin élites sería imposible porque, en un sistema de partidos, los que llegan a la situación de poder tomar decisiones lo hacen porque han ascendido dentro de la organización y por ello han alcanzado el estatus de élite separándose de la base. El principal defecto de la democracia liberal reside en su incapacidad para liberarse de su escoria oligárquica, tal como afirmaba Robert Michels.
En casos de crisis política, la lejanía de la llamada “clase política” con respecto del resto de los ciudadanos produce rechazo en ésta, lo que provoca el surgimiento de grupos que denuncian a la oligarquía de turno y al procedimiento de elección de los gobernantes como imperfecto o incluso que a los ciudadanos se les impide participar en la toma de decisiones… y que no se sienten representados. Esos grupos están integrados por un número relativamente pequeño de personas, que son las interesadas en política, y luchan de manera organizada por llegar al poder, adquiriendo a su vez -casi de manera inevitable- rasgos oligárquicos, y cuando alcanzan el poder lo hacen generalmente mezclándose con la anterior oligarquía hasta confundirse con ella. Es lo que ha ocurrido a lo largo de la historia: los burgueses revolucionarios de finales del siglo XVIII a mediados del siglo XIX acabaron por formar parte de la élite política mezclados con la antigua nobleza; los socialistas revolucionarios de finales del siglo XIX acabaron fundiéndose con la burguesía en el siglo XX; y los partidos que han surgido de la actual crisis de legitimidad del sistema democrático-liberal, como organizaciones oligárquicas que son, acabarán mezclándose con la actual “clase política” que tanto rechazaban hace unos días…
Es como un tornillo que no deja de girar. La pescadilla que se muerde la cola. Después llegarán otros grupos que denunciarán a los anteriores y dirán de ellos que son traidores a los ideales que inspiraron su proyecto revolucionario, o reformista, o regenerador… aspirando a su vez a ocupar el poder, proceso en el que volverán fundirse con la élite perteneciente al grupo anterior. Y así sucesivamente. Como decía Michels, es probable que este juego cruel continúe hasta el infinito.
Robert Michels sugiere que las organizaciones que deseen evitar la oligarquización deben tomar una serie de medidas de precaución:
Deben asegurarse de que las bases se mantienen activas en la organización y que a los líderes no se les concederá el control absoluto de una administración centralizada. Mientras hay líneas abiertas de comunicación y toma de decisiones compartida entre los dirigentes y las bases, una oligarquía no puede desarrollarse fácilmente. La casi inevitable oligarquización puede ser limitada si se mantiene una libre comunicación entre los líderes y el resto de la organización, así como el compromiso de la toma de decisiones compartida. La solución completa a este problema, sin embargo, que Michels no acaba abordando, necesita de la participación de líderes que verdaderamente viven por el bien de los demás. Estos líderes, con la actitud de un verdadero padre para con todos los miembros, serían capaces de desarrollar estructuras sociales que apoyen la continuación de un buen liderazgo.
Y… ¿Eso cómo se hace?
Pues creando una organización que esté dotada de mecanismos a través de los cuales se pueda ejercer “la desconfianza”, mecanismos de fiscalización eficaces, de manera que quienes ostentan el liderazgo sean disuadidos de llevar a cabo acciones de amiguismo, nepotismo y cuestiones similares, o tratar de perpetuarse sine die en el cargo.
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