JUAN MANUEL DE PRADA
Estamos invadidos por el miedo (en eso consiste ser un esclavo).
Aseguran los loritos sistémicos que este verano, por culpa del cambio climático, se ha vuelto mortífero; y, si te atreves a fruncir el ceño en señal de extrañeza, te atizan unas cifras de mortandad que parecen un parte de batalla de Stalingrado. «¡1.047, para ser exactos!», me gritaba exasperado hace un par de días un ‘vacuñao’. Pero luego me enseñaron unas declaraciones del consejero de Sanidad extremeño, en donde se aseguraba que en Extremadura han muerto sólo tres personas por culpa del calor. De donde se desprende que Extremadura disfruta de una temperatura propia de un balneario báltico, mientras en el resto de España el cambio climático nos tiene achicharrados. Ciertamente, estamos pasando un ‘verano caluroso’. Pero decir, en estas latitudes, ‘verano caluroso’ es como decir ‘gobierno corrupto’; un pleonasmo inepto y archisabido. Sospecho, sin embargo, que ha disminuido –a la par que nuestra inteligencia crítica– nuestra resistencia a la inclemencia térmica o meteorológica; circunstancias que los loritos sistémicos aprovechan para tupirnos las meninges con la matraca del cambio climático.
Nuestros antepasados vestían casi igual en diciembre y en agosto (cambiando sólo los tejidos)
Nuestros antepasados vestían casi igual en diciembre y en agosto (cambiando sólo los tejidos), porque sabían –como los beduinos del desierto– que, para protegerse del calor y del frío, conviene cubrirse de ropa. Nuestra generación, en cambio, se ha ido quitando en verano prenda tras prenda, para mostrar el mundo sus mollas repugnantes (Madrid hace que Caracas, por comparación, parezca la cena de los Cavia), con el inevitable aumento de la impresión térmica.
En las obras clásicas es muy difícil hallar referencias térmicas o meteorológicas: no sabemos si hacía calor o frío cuando cayó Troya, no sabemos si Cristo interrumpía sus prédicas cuando se ponía a llover, etcétera. Y esto ocurría así porque aquellas obras reflejaban un mundo de gentes sufridas que, aunque padeciesen la meteorología infinitamente más que nosotros, sabían poner al mal tiempo buena cara y dedicar sus esfuerzos a empresas que no exigieran dotes sobrehumanas. Los loritos sistémicos que nos dan la matraca con el cambio climático saben que somos una patulea de alfeñiques y blandengues que no tienen redaños para abordar las empresas al alcance de sus fuerzas (cada vez más mermadas) y en cambio se proponen grotescamente solucionar empresas sobrehumanas. Y saben, sobre todo, que estamos invadidos por el miedo (en eso consiste ser un esclavo); y que a gentes así se las pastorea imbuyéndoles miedos sucesivos. No entramos a dirimir si el cambio climático es verídico o fantasioso; a fin de cuentas, algún día no muy lejano se derramarán las siete copas. Pero un pueblo de ‘vacuñaos’ al que le dicen que los bosques arden o que la gente muere de un ictus por culpa del cambio climático y se lo traga es como el gusano que se encoge pensando que así no lo pisarán. Nos están pisando, nos están despachurrando, nos están haciendo fosfatina. Y la culpa no la tiene el cambio climático.
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