Los «progresistas» tienen una manera muy peculiar de entender la libre expresión…
CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN
Desde que la agrupación política “podemos” se lanzó “al ruedo” e irrumpió en la política, como un elefante en una ferretería, por boca de su entonces líder, Pablo Iglesias, hablaba de crear una ley de prensa que, según este partido político, es necesaria para “evitar que se difundan mentiras por parte de los medios de comunicación”, y lógicamente estaba proponiendo la creación de un Ministerio de la Verdad, a la manera de la novela “1984” de George Orwell. “Casualmente”, siguiendo las recomendaciones de “podemos”, el sindicato altamente subvencionado, UGT, organización atestada de dirigentes claramente corruptos, logró por entonces (hace ya más de un lustro) imponer la destitución del economista liberal Juan Ramón Rallo en un programa de Televisión Española… y mientras, el Gobierno (entonces presidido por un tal Mariano Rajoy) miraba para otro lado y se ponía a silbar.
Cualquier democracia liberal, y se supone que España aspira a serlo, aunque la salud de la “democracia a la española” sea manifiestamente mejorable, debe poseer, entre otros el derecho al libre pensamiento, y el derecho a la libre expresión de ideas y opiniones, sea cual sea el procedimiento; pero ¿en qué consiste eso de la “libertad de expresión”?
El derecho a la libertad de expresión significa que cualquier persona tiene derecho a manifestar sus ideas sin miedo a ser reprimidas, sin temor a la interferencia o la acción punitiva del gobierno; pero todo ello no hay que confundirlo con la idea de que los demás estemos obligados a facilitarle a esa persona un púlpito, una sala de conferencias, una emisora de radio, una televisión, o cualquier otro procedimiento de comunicación/información, o una imprenta para que pueda hacerlo.
En el mismo contexto que el derecho a la libre expresión, está otro derecho que la Constitución Española también reconoce, la libertad de cátedra: «La libertad de enseñar y debatir sin verse limitado por doctrinas instituidas, la libertad de llevar a cabo investigaciones y difundir y publicar los resultados de las mismas, la libertad de expresar libremente la propia opinión sobre la institución o el sistema en el que se trabaja, la libertad ante la censura institucional y la libertad de participar en órganos profesionales u organizaciones académicas representativas. Todo el personal docente de la enseñanza superior deberá poder ejercer sus funciones sin sufrir discriminación alguna y sin temor a represión por parte del Estado o de cualquier otra instancia», según la recomendación de la UNESCO, de 1997; y que, en España de facto se hace extensiva al resto de los niveles de enseñanza, ya sean la primaria, o la secundaria, o el bachillerado.
Lo que fue puesto en marcha por los liberales, allá por el siglo XIX, con la intención de sacar a la nación española del analfabetismo, la superstición, y demás “lacras” de entonces, y con la intención, también, de evitar el burocratismo, la intromisión permanente de los caciques y oligarcas, de los lobbies, los grupos de presión que controlan los diversos gobiernos, en su afán de adoctrinar y manipular, justificado todo ello desde la perspectiva de que la educación superior debe ser un servicio público, lo cual implicaba la uniformización de las universidades, su estrecha sujeción al gobierno de la nación; ha acabado degenerando hasta el extremo de que en las universidades españolas, como en el resto de centros públicos de enseñanza, lo común es el adoctrinamiento, la información sesgada, todo ello contralado férreamente por la “casta pedagógica progresista”, en estrecha relación con los sindicatos; en fin, tal cual ocurre con las diversas televisiones públicas, pongo por caso.
Tal como más de uno que esté leyendo este texto, habrá pensado, las universidades privadas y demás centros de enseñanza concertados, subvencionados con fondos públicos, evidentemente tampoco se libran de los males expuestos más arriba.
Claro que, se recolecta lo que se siembra. Durante años y años los colectivistas e intervencionistas han “vendido” muy hábilmente, han divulgado la idea de que el rechazo, por parte de cualquier individuo particular, a financiar a quien considera un adversario constituye una violación del derecho a la libre expresión del adversario, y un acto de «censura».
Quienes son partidarios de esta idea, afirman también que, es calificable de «censura» la negativa de un diario a publicar artículos de personas que tengan ideas completamente opuestas a la política de sus dueños, o quien dice un periódico, una emisora de radio, o una televisión; o una empresa editorial a publicar un libro.
¿Qué tiene de raro, de ilegítimo, que los propietarios de una empresa rehúsen, rechacen darle la palabra a quien los insulta, veja y difama; o simplemente disiente abiertamente de la política de la empresa?
Generalmente, siempre suele ocurrir que son las mismas personas, las que se quejan de que se las censura, a la vez que amenazan con revocar la licencia a toda emisora de radio o televisión, en cuanto tengan poder para ello, o como poco a “supervisarlos” de manera inquisitorial, si no acceden a aceptar su punto de vista sobre los programas y sus contenidos. También existe otra forma de coacción y chantaje: la retirada total o parcial de las diversas ayudas que reciben los medios de información, provenientes de los diversos gobiernos, sean mediante inserción de propaganda institucional, o ayudas dinerarias a fondo perdido, o préstamos “blandos”.
Veamos algunas cuestiones relacionadas con esta tendencia o corriente de opinión:
Para empezar, el vocablo «censura» se debería aplicar únicamente a la acción gubernamental.
Ningún acto privado debe ser considerado censura. Ningún individuo o agencia particular puede silenciar a otra persona, o suprimir-secuestrar una publicación, o clausurar un medio de información: sólo el gobierno tiene capacidad de hacerlo.
Otra premisa, imprescindible es la de que, la libertad de expresión de los individuos particulares, incluye el derecho a no estar de acuerdo con sus antagonistas, disentir de quien le plazca, y en suma, el derecho a no escucharlos y no financiarlos.
Pero según las doctrinas colectivistas e intervencionistas, tales como la que inspira a “podemos” y demás estalinistas, ningún particular tiene derecho a disponer de sus propios medios materiales de acuerdo con sus propias convicciones, y debe entregar indiscriminadamente su dinero a cualquier vocero o propagandista que se arrogue «derechos» sobre su propiedad. Esto implica que otorgar instrumentos, herramientas materiales para facilitar la expresión de las ideas de otros, priva a determinadas personas del derecho a sostener las propias. Significa que un editor, por ejemplo, debe publicar libros que considera sin valor, falsos o malintencionados; que un anunciador de televisión tiene que financiar a los comentaristas que insultan u ofenden a sus convicciones; que el dueño de un periódico o cualquier clase de revista, debe ceder –gratis- su página editorial a cualquier matón que proponga la esclavitud o el amordazamiento de la prensa.
Significa que un grupo de personas se arroga el «derecho» a la licencia ilimitada, mientras que otro grupo se ve obligado a ceder, indefenso, sus propias responsabilidades.
Pero, dado que es imposible proveer a todos los que lo soliciten un empleo, un micrófono o una columna periodística, ¿quién habrá de supervisar, determinar –y con qué criterio- la «distribución» de los «derechos económicos» y seleccionará a quienes los reciban, si ha sido abolido el derecho a elegir del propietario de tales medios? Obviamente, lo indicarán los burócratas, intervencionistas de turno.
Y si usted comete el error de pensar que esto se aplica únicamente a los grandes empresarios, conviene que se dé cuenta de que esta corriente de opinión incluye el «derecho» de todo autor en ciernes, de todo poeta bohemio, de todo compositor de música ruidosa, cualquier “cineasta”, y de toda clase de “artista” que, disponga de vínculos con el partido gobernante, a tener el apoyo financiero que, usted no les proporcionó cada vez que optó por no asistir a uno de sus espectáculos.
¿Qué significa, si no, lo de gastar el dinero de los impuestos, que usted paga, en «arte-cultura subsidiado por el Estado»?
Se olvida, premeditada e intencionadamente que, el derecho a la libre expresión es el derecho de defender los propios puntos de vista y soportar las posibles consecuencias, incluyendo el desacuerdo con los demás, la oposición, la impopularidad y la falta de apoyo.
La función política del «derecho a la libre expresión» debe ser la de proteger a quienes disienten y a las minorías impopulares de toda represión violenta, no la de garantizarles el apoyo, las ventajas y las recompensas de una popularidad que no se han ganado, y que no se merecen.
El gobierno debe tomar medidas para impedir que se coarte la libertad de expresión, de información, o de prensa; pero eso no significa que los ciudadanos tengamos la obligación de darle un micrófono a quien propugna la destrucción de la libertad de expresión, o como poco ponerle obstáculos y cortapisas. Sería lo mismo que darle una llave maestra a un ladrón que tiene intención de robarnos, o un cuchillo a alguien que sabemos que va intentar cortarnos el cuello. Alguien habrá que piense que, al fin y al cabo “eso” es lo que “argumentaba” el sindicato socialista UGT, para exigir que se expulsara a Juan Ramón Rallo de TVE, tal como contaba más arriba, puesto que es de los que piensan, y así lo afirman, que no debería haber medios de información/comunicación públicos, y que deberían desmantelarse las televisiones, radios y cualquier medio de titularidad pública… pero, no nos confundamos: Televisión Española es una institución pública, sostenida con los impuestos de todos los españoles –los que pagan, claro…- y Juan Ramón Rallo es uno más de los que pagan. ¿Por qué no ha de tener derecho, como cualquier hijo de vecino, exponer sus ideas y opiniones en una televisión que “también es suya”?
Permítaseme, para terminar, que plagie parte de un texto de Juan Ramón Rallo, del 10 de julio de ese mismo año, que ya era premonitorio de lo que le iba a ocurrir poco tiempo después; el artículo llevaba por título “¿Es la mentira como la carne podrida?”:
“En definitiva, no necesitamos más leyes ni más burocracias que, controlen la prensa y el resto de los medios de información, e impongan su particular concepción de “la verdad”, de lo correcto y de lo incorrecto, erigiéndose en los nuevos gestores de la moral colectiva, sino más libertad e independencia, para que puedan emitirse todas aquellas informaciones que los periodistas deseen divulgar, emitir. Y ese escrupuloso respeto con la libertad de expresión implica, sí, que debemos ser tolerantes con la mentira. Una sociedad abierta no debe censurar a los mentirosos: debe combatirlos divulgando la verdad y echando por tierra sus infundios, pero no cerrando sus canales de comunicación o secuestrando sus publicaciones. Una sociedad que sólo es capaz de protegerse de la mentira recurriendo a la coacción estatal —y no a la más creíble persuasión por parte de quienes no mienten— es una sociedad tremendamente frágil, en tanto que el Estado controla los canales últimos de formación de la información: control del que podría abusar para, justamente, imponer su propia e interesada mentira. ¿Quién controlaría las mentiras del controlador último? Nadie.
En cambio, una sociedad que va construyendo de manera descentralizada y no coactiva los mecanismos para contrastar la información es una sociedad mucho menos vulnerable ante la mentira: una sociedad con numerosos pesos y contrapesos frente a la información falsa y a la que, en consecuencia, es mucho más difícil de engañar.
El control estatal de la prensa que defienden los socialistas, comunistas, etarras, separatistas y demás “progresistas” no es una vía para que la sociedad realice un acto de existencia, frente a los poderes fácticos, sino para infantilizarla y embrutecerla ante la creación de nuevos poderes fácticos. Mentir es algo indeseable, pero una sociedad abierta y tolerante no debería siquiera censurar la mentira: primero por los gigantescos riesgos para la libertad de expresión que ello acarrea; segundo, porque la manera más eficaz de erradicar la mentira no es silenciando al mentiroso, sino combatiendo y exponiendo al público sus mentiras…