Gonzalo Cabello de los Cobos
Fuente: https://www.eldebate.com/opinion/en-primera-linea/20221219/manifestarse-no-sirve-nada_80274.html
Últimamente, cada vez que encienden la televisión o leen un periódico, algo dentro de ustedes se incendia. Da igual si son conservadores o progresistas; si tienen sentido común los últimos movimientos del Gobierno están revelando sus peores instintos y un sentimiento de impotencia les corroe por dentro. Cuando escuchan hablar, o directamente mentir, a cualquier miembro del Gobierno aprietan muy fuerte sus reposabrazos y piensan en la humillación a la que impunemente están sometiendo a España. No paran de preguntarse qué podrían hacer para detener esta locura.
Por mi parte, desde hace unos meses, tengo claro que, o las cosas cambian, o nunca volveré a acudir a una manifestación. Y no porque haya surgido en mí una especie de sentimiento misantrópico-nihilista que me impida ir a dichas concentraciones, he asistido a muchas, sino más bien porque me he dado cuenta de que, en realidad, no sirven para absolutamente nada.
Piénselo detenidamente y respondan a esta sencilla pregunta: ¿a cuántas manifestaciones han ido durante los últimos años que no han cambiado ni un ápice el hecho contra el que protestaban? A no ser que sean taxistas, pilotos, sanitarios o transportistas, sectores estratégicos con capacidad de chantaje al Gobierno, me imagino que a muchas.
Muy lejos ha quedado el tiempo en el que manifestarse pacíficamente servía para otra cosa que no fuese pasar la mañana con la familia y los amigos antes de tomar el aperitivo. Unos cuantos gritos de protesta, descarga de adrenalina, saludos amistosos a los simpatizantes ideológicos del momento, miradas cómplices con tu vecino del cuarto y se acabó. No hay más. Ya pueden reunirse diez, cien o un millón de personas que da igual, las consecuencias de la concentración serán indefectiblemente las mismas: nulas.
Pero no se alarmen. Esta situación no es ninguna novedad. Si releen La Madre de Máximo Gorki, novela publicada en 1907, se darán cuenta de que aquellos que han querido defender sus ideas de forma serena siempre han sido vistos como unos parias por sus gobernantes. Pável Vlásov, adalid de la causa socialista, fue víctima de su propia inocencia y creyó que conseguiría sus objetivos políticos manifestándose pacíficamente contra el orden zarista. Evidentemente se equivocó y lo único que obtuvo por sus ideales fue el exilio forzoso a Siberia. Y como este ejemplo hay muchos.
Y es una pena, porque si hacen memoria, se darán cuenta de que siempre ha sido la violencia la que ha impulsado los auténticos cambios. Ni los primeros socialistas idealistas rusos consiguieron nada pacíficamente, los millones de muertos del comunismo está ahí para demostrarlo, ni, por supuesto, Vox, PP o Ciudadanos conseguirán transformar nada a base de protestas multitudinarias contra este aberrante Gobierno. Es un hecho.
La opinión pública está saturada de manifestaciones. Han pasado de ser algo medianamente relevante a convertirse en una efeméride de telediario cuya importancia se mide únicamente por el número de asistentes o por las reacciones de los distintos líderes políticos. Es decir, las consecuencias han devorado a la causa y la han relegado a la oscuridad más absoluta.
Pero esto no es culpa de los políticos. Aunque conozcan perfectamente la realidad, su papel es meramente pasivo. Usan las concentraciones en su favor pensando únicamente en el rédito electoral que obtendrán. Saben que una manifestación sirve para distraer y desfogar, como el fútbol, y, de paso, arañar algunos votos. Pero nada más.
Lo cierto es que en la actualidad la única herramienta efectiva que tenemos para cambiar las cosas son las elecciones. Nos hemos quedado sin instrumentos que sirvan para defender nuestros intereses entre medias. Y Pedro Sánchez lo sabe. Nuestro presidente entiende perfectamente que la sociedad española está literalmente amputada y, por tanto, puede hacer y deshacer a su antojo sin que exista la más mínima consecuencia. Hasta las próximas elecciones. Pero en campaña todo es posible… Eso también lo sabe.
Por eso, es necesario idear nuevas fórmulas que permitan que la voz de la mayoría sea escuchada más allá de las manifestaciones y de las elecciones. Y, dado que nuestros representantes políticos no consiguen parar esta locura, es la sociedad civil la que debe tomar esa responsabilidad y proyectar a la mayor brevedad alguna forma de influencia pacífica directa sobre las decisiones de sus gobernantes.
Cuatro años pueden hacerse largos, pero ocho aún mucho más.
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