Desde su fundador, el marxismo fue y sigue siendo una ideología de señoritos canallas que, cuando toman el poder perpetran los mayores genocidios de la historia.
GUILLERMO RODRÍGUEZ GONZÁLEZ
El filosofo español Antonio Escohotado nos entregó recientemente una obra monumental producto de quince años de investigación. “Los Enemigos del Comercio” son tres gruesos que sería imposible reseñar seriamente en una columna por la enorme amplitud y profundidad de su largo recorrido –que combina hechos históricos con las ideas que los determinaron–.
Sin embargo, al terminar de leer el tercer tomo me viene a la memoria una entrevista en la que Escohotado anunciaba, con solo el primer y segundo tomo en venta, algunos de los temas que trataría en el tercero y último.
Hablaba el filósofo de el temor a la libertad y la profunda ignorancia de la historia como fenómenos muy relacionados, preguntándose por qué lo más importante de nuestra historia no lo aprendemos en la escuela, ni en la secundaria o la universidad.
Escohotado tocaba el problema de la educación y la ciudadanía en las democracias occidentales, esa parte del mundo que, únicamente por contraste con la barbarie y totalitarismo que imperan en el resto del orbe, seguimos denominando –con justificadas dudas– el mundo libre. Pero ¿pueden seguir siendo libres sociedades que desconocen su historia e ignoran voluntariosamente la realidad presente de los totalitarismos que les rodean?
El autor suele mostrar su preocupación por la simpatía creciente hacia el marxismo en las sociedades más libres y prósperas que el mundo ha conocido. Ignorar la historia no es el único motivo de esa aberración intelectual y moral de nuestros días, pero conocerla, y conocerla a fondo, debería ser antídoto más que suficiente.
El marxismo es una ideología criminal con más de cien millones de muertes a cuestas en menos de un siglo. Es la fuerza genocida más poderosa que ha surgido en la propia civilización. Sin embargo, explica Escohotado, siempre ha tenido y sigue teniendo “muy buena prensa”.
Bajo la dictadura de Lenin, un aristócrata que no trabajó ni un día en su vida y vivió siempre como un príncipe –gracias a las remesas de su adinerada madre y otras damas de su familia, además de los ingresos adicionales producto de asaltos a bancos y extorsiones desarrollados por su partido de revolucionarios profesionales–, fallecieron producto de la guerra civil alrededor de un millón y medio de personas, mientras que el hambre y el frio acababan con la vida de treinta millones de empobrecidos y perseguidos “enemigos de clase”. La abrumadora mayoría no eran sino campesinos pobres y obreros aún más pobres.
El negocio de la revolución socialista, explica Escohotado, es cosa de “señoritos”, niños ricos con enormes pretensiones y nula capacidad productiva, rebosantes de odio y resentimiento en nombre de unos pobres y desamparados para los que fueron un azote de autoproclamados redentores.
Lenin, Mao, Polpot o Fidel Castro, por hacer la lista corta, como casi cualquier otro intelectual o político marxista de alguna importancia, fueron niños ricos jugando a la revolución con resultados sangrientos.
A fin de cuentas, el espantoso genocidio, la terrible destrucción material y moral, el hambre, tortura y muerte de millones de inocentes, la explotación brutal y esclavista en nombre de una falsa e imposible “liberación” –palabreja que en la juerga marxista termina por significar lo contrario de libertad (¡que bien entendió Orwell a sus antiguos camaradas con la manipulación de el lenguaje!)– se ejecutaron en nombre de las peculiares ideas de Karl Marx. En la escuela nos hablan tonterías y falsedades sobre este individuo, si es que acaso nos dicen algo.
Según Escohotado, el comunista afirma que desea una sociedad sin clases, lo que suena muy bien cuando no se toma en cuenta que no está hablando de castas o estamentos de aquellas sociedades antiguas en que el individuo nacía y moría en la misma condición: alta o baja, libre o esclavo. De generación en generación sin esperanza alguna de cambio o progreso.
Marx está hablando de las sociedades que nacieron de el triunfo del comercio, del capital y la ciencia, de la libertad y propiedad privada en las que las posiciones que el ideólogo desea llamar “clases” son producto del talento, éxito y suerte. Ante estos conceptos, el marxismo se revela junto con sus militantes.
Escohotado concluye que Marx habla de un proletariado empujado al borde de la hambruna y extinción por la estructura misma de un sistema de explotación inmisericorde del que únicamente podría liberarse exterminando al resto de las clases sociales.
Como ya en su tiempo los obreros aspiraban a prosperidad, propiedad, mejores condiciones de trabajo, mayores sueldos y un consumo del que la propia naturaleza del capitalismo les comenzaba a dar muestras –y les daría cada vez más en el futuro–, nadie conoció jamás a ese mítico proletariado de Marx, porque jamás existió.
La única relación personal de Marx con el proletariado fue engendrar un hijo ilegitimo en la sirvienta “heredada” por su esposa de su aristocrático suegro, el Varón von Westphalen. Pero Marx estaba indignado, aclara Escohotado, no tanto por lo que se inventaba como por la triste realidad de que era un canalla que teniendo a su disposición un bien pagado trabajo en la editorial de un amigo a pocas cuadras de su casa, prefería no trabajar, empeñar los zapatos de su hijo y enviarlo descalzo en invierno a pedir comida y carbón a crédito hasta matarlo de hambre y frio. Todo mientras escribía –caliente y bien alimentado– contra la crueldad explotadora del capitalismo.
Desde su fundador, el marxismo fue y sigue siendo una ideología de señoritos canallas, que cuando toman el poder perpetran los mayores genocidios de la historia.
FUENTE: https://elamerican.com/marxismo-una-conspiracion-criminal-con-muy-buena-prensa/?lang=es
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