«Nos dijeron el domingo pasado que ellas no eran de por allí, que acababan de ser traídas de sus pueblos ese mismo día, y que no habían visto ni oído nada. Seguimos río arriba hasta llegar a una pequeña cancha. Sólo la mujer se encontraba en casa… afortunadamente. Con toda naturalidad nos contó que efectivamente el domingo habÍa llegado un buen número de autobuses cargados de hombres desde Madrid y que habían tomado el camino mencionado. Poco después había habido un tiroteo que duró toda la mañana.»
«Había ocurrido en el cauce del río, muy cerca del castillo. Y el lunes, temprano, llegó aún otro autobús con otros pocos más.
Fuimos por el camino en dirección al castillo y observamos el cauce del río. A causa de la espesa arboleda no pudimos encontrar el lugar ni siquiera yendo a pie. Llegamos hasta el castillo, y yo entré. Allí estaba el cuerpo de guardia de una ganadería de caballos, que había sido metida en la hacienda. Pregunté por el «responsable». Por suerte no se encontraba entonces. Así que le pregunté al único que estaba allí de guardia, un miliciano, dónde habían sido enterrados los hombres fusilados el domingo; dando la cosa por conocida. El hombre empezó una detallada descripción del camino. Yo le dije que sería más sencillo que nos acompañara él mismo y me mostrara el lugar, y tomó obedientemente su arma y nos guió.
A unos 150 metros del castillo, descendió por una hondonada profunda y seca que conducía del castillo hasta el río, el así llamado «Caz», una antigua acequia. En el fondo de la misma comenzaba un amontonamiento de tierra, bastante reciente, de unos dos metros de altura. Señaló hacia él y dijo: «aquí empieza». Sobre el suelo flotaba un fuerte olor a putrefacción, y en algunos lugares podian verse miembros que sobresalían, y en en punto asomaban las botas de alguien. Sobre los cuerpos sólo se había echado una fina capa de tierra. Seguimos la hondonada en dirección al río. La montaña de tierra y la correspondiente elevacón del nivel de la hondonada tenía 300 metros de largo. Aquella era la tumba de unos quinientos o seiscientos hombres.
Según pude saber del miliciano, todo había ocurrido así: los autobuses se aparcaban arriba en el prado, bajaban a los hombres de diez en diez atados por parejas, después de desnudarse, o mejor dicho, de que les robaran todas sus cosas, luego los obligaban a baiar a la hondonada, donde inmediatamente se oían disparos, luego bajaban otros diez más mientras los milicianos echaban tietra sobre los anteriores. No hay ninguna duda de que en este bestial proceso de asesinatos, muchos heridos graves fueron enterrados vivos, aunque en algunos casos les dieron «el tiro de gracia».
Ahora le pido al lector que se detenga un momento para recapacitar sobre esta imagen.
La mayoría era gente joven, en la flor de sus vidas, con el corazón puesto en sus madres, mujeres, prometidas, hijos…; fueron sacados de una vida honrada, y sin haber hecho nada contra ninguna ley humana, asesinados en el borde de una hondonada, a plena luz del día, por sus propios compatriotas, sin haber visto antes a sus verdugos, después de que les robaran con palabras cínicas todo cuanto poseían, y después de haber tenido que ver cómo les tocaba el mismo destino a amigos, familiares, compañeros… Y todo eso sólo por pertenecer a una clase distinta. Entonces señaló dentro de la quebrada y dijo; «Allí, dentro de la quebrada». Mientras, una muchacha de unos dieciocho años aparentemente sospechaba, añadió: «Pero sólo fueron unos poca,alrededor de cuarenta». Yo dije: «Pero fueron un buen número de autobuses», a lo que replicó: «No, sólo unos pocos, igual que a veces matan a algunos aquí fuera, pero a muy pocos», añadió para obedecer la consigna dada. Mientras tanto, la llamada de los hombres se hizo tan apremiante que las muchachas se fueron deprisa y corriendo. La situación se hizo peligrosa, pues los tipos aquellos ya notaban que yo no buscaba su pueblo por el panorama. Me despedi de ellos amablemente y continuamos nuestro camino.
Seguimos una carretera que corría a lo largo del río entre la pendiente y el río en dirección al pueblo Cobeñas, y busqué con los ojos el terreno de la quebrada, pero no pude ver señales de movimiento de tierra alguno. Entrar en la quebrada para investigar pare cía peligroso, pues los campesinos estaban allí arriba de la colina en actitud amenazante, y observaban mi coche, no sólo con desconfianza, sino incluso con rabia. Por eso seguí hasta que una curva de las colinas nos ocultó a su vista. Entonces entré en una casa grande de labor, donde había arados de vapor que yo había suministrado treinta y cinco años atrás, y con la excusa de verlos, trabé amistad con su nuevo propietario. Traté de orientar la conversación a los sucesos, pero parecía que el hombre realmente no había notado nada, aunque sólo vivía a cinco o seis kilómetros de allí.
Así que retrocedí para ver si podía encontrar alguna otra posibilidad de averiguar algo más concreto. Tuve suerte. Después de no haber podido encontrar ninguna señal en la quebrada y de haber dado orden de volver a Madrid, me encontré en el puente del jarama con un joven de unos dieciocho años que regresaba de pasear con sus dos mulas. Lo paré y le pregunté, sin darle importancia, dónde había sido ejecutada tanta gente el domingo. El señaló hacia el río tras de nosotros y dijo: «Allí, bajo los «Cuatro Pinos», pero no fue el domingo, sino el sábado». Le hice describirme exactamente cuáles de los pinos que podían verse eran los «Cuatro Pinos» y luego le pregunté: «¿Cuántos fueron?». Él dijo que muchos. Y yo: «¡Fueron unos seiscientos?». «Más, estuvieron viniendo autobuses todo el día, y durante todo el día se escucharon las ametralladoras».
Yo me volví y tomé de nuevo la carretera junto al río. Quise parar en los Cuatro Pinos, pero no pude, porque estaban allí tres tipos con fusiles haciendo guardia. Hice al chófer pasar de largo despacio y vi claramente dos colinas de tierra paralelas recientemente levantadas, que iban desde la carretera hasta la orilla del río, de unos 200 metros de largo cada una. No las habíamos descubierto antes porque se encontraban al otro lado de la quebrada, y no dentro de la misma. Aparentemente, los tipos habrían disparado de espaldas al río, frente a la quebrada, y las fosas habían sido cavadas antes expresamente para ese fin. Más tarde pude constatar que las ejecuciones habían tenido lugar del mismo modo que el día anterior en Torrejón, con la diferencia de que los cuerpos no fueron inmediatamente enterrados, sino que lo hicieron unas horas después unos habitantes del pueblo, pero igualmente sin diferenciar muertos y heridos. Seguí mi camino un poco más, después giré y pasé muy despacio junto a las dos escalofriantes fosas comunes. Uno de los tres vigilantes tenía ahora unas botas que había desenterrado entretanto…
FUENTE: https://laverdadofende.blog/2023/05/21/memoria-democratica-como-descubrio-el-consul-de-noruega-felix-schlayer-el-9-nov-1936-la-fosa-de-torrejon-de-ardoz-el-katyn-espanol/
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