Ver al nuevo ministro de la Presidencia, de nombre Bolaños, abogado de profesión y militante del PSOE por devoción, anunciarnos la presentación de un Anteproyecto de ley de Memoria Democrática donde se establece qué es lo que debemos pensar y podemos decir acerca de la Guerra Civil, la persona y la dictadura del general Franco -96 veces aparece la palabra ‘dictadura’, 28 veces ‘franquista(s)’, 20 ‘franquismo’ y 3 Franco en 66 páginas-, se me antoja un despropósito no muy distinto al que sería redactar una norma que estableciera cómo debemos valorar a Azaña o Companys, por citar dos personajes bajo cuyas presidencias se torturó y asesinó durante la II República, o a La Pasionaria, lideresa comunista que llegó a afirmar que “no cabe más solución que una mitad de España extermine a la otra”, y casi tan disparatado como lo sería juzgar desde las circunstancias históricas y valores actuales a Augusto, Carlomagno, Enrique VIII, Felipe II, Luis XIV, Robespierre, María Antonieta, Washington, Fernando VII, Napoleón o Lincoln, por citar unas pocas figuras con relevancia histórica.
Este gobierno ‘progresista’ no sólo está decidido a establecer por ley los parámetros dentro de los cuáles los ciudadanos debemos de valorar a los protagonistas de la Historia, sino que, en su intento de cercenar la libertad de pensamiento y su expresión pública, dos derechos fundamentales recogidos en la Constitución Española de 1978, pretende en nombre de la ‘memoria democrática’ borrar cualquier testimonio de una época que, se quiera o no, forma parte de nuestra memoria, y hasta multar o encarcelar si hace falta a quienes se atrevan a disentir públicamente de “los nuevos paradigmas memoriales”. Por cierto, qué poco espacio ocupa en su selectiva memoria que los gobiernos de la Generalidad de Cataluña, desde que fuera presidente Montilla (PSC-PSOE) cercenen ahora mismo, no hace 80 años, derechos fundamentales recogidos en nuestra Constitución que impiden a los ciudadanos educarse en su lengua, acceder a las Administraciones Públicas a menos que puedan certificar un elevado conocimiento del idioma catalán, y multen a quienes osan no rotular sus negocios en catalán. O que algunos terroristas de ETA sean homenajeados en El País Vasco.
Farsa democrática
Las actitudes edificantes y reconciliadoras en apariencia, pero profundamente sectarias, autoritarias y coercitivas en el fondo, de que hace gala el gobierno de coalición formado por miembros de un ‘renovado’ PSOE -cada vez más alejado del espíritu de concordia que hizo posible la transición de la dictadura a la democracia-, y la coalición electoral Unidas Podemos, pretenden exigirnos a los ciudadanos por las buenas o las malas fidelidad y hasta complicidad a lo que podríamos denominar los principios fundamentales del movimiento ‘sanchista’ que podemos resumir en dos: apología de la II República como nexo democrático con el único período que podemos considerar democrático en la historia de España, el que se inició con aprobación de la Constitución en 1978, y la condena sin paliativos de la dictadura franquista. Puede que algunos militantes socialistas se lleven ingratas sorpresas si escarban un poco en la memoria de sus familias.
¡Qué cruz!
Permítanme un par de apuntes biográficos. Aunque pasé numerosos fines de semana en Los Molinos entre 1970 y 1975 e impartí clases en el Colegio Universitario María Cristina en El Escorial en el curso 1972-1973 -rememorado por Azaña en El Jardín de los Frailes-, muy cerca de la Abadía, y pasé decenas de veces de largo por la entrada al recinto, nunca visité el monumento mientras Franco estuvo vivo. Y no fue hasta mucho más tarde, agosto de 2017 para ser exacto, cuando tras visitar El Escorial lo visité junto con mis dos hijos. Recorrimos la Abadía, nos acercamos hasta la tumba de Franco, y tuvimos la oportunidad de conversar sobre aquel período histórico bajo la alargada sombra de la monumental cruz que hasta hace poco Podemos pretendía demoler. Pertenecientes a generaciones muy distintas, ninguno de los tres sentimos la necesidad de exhumar a nadie, ni demoler cruces ni quemar Iglesias -tarea en la que la democrática II República alcanzó gran destreza-, ni retirar nombres a calles y plazas, sino asumir la realidad histórica de España, tal cual, y hablar con calma sobre lo sucedido en años cargados de sombras grises, policía secreta y tribunales de orden público.
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