Este artículo va dedicado a todas las mujeres maltratadoras. A todas las esposas violentas. A todas las que insultan, golpean, humillan y menosprecian a sus esposos…
Hablamos de esposas que invaden los espacios y los tiempos de ellos. Mujeres que, en su terrible debilidad, cruzan la frontera yendo más allá, a ese lugar que todo ser humano tiene prohibido: El otro. Salirse de uno mismo para asediar a la pareja no es humano. Es animal. Tal vez una exaltación miserable o un instinto insectívoro. Muchas de ellas usan la violencia para esconder su propia inmadurez, con la tranquilidad de saber que el sistema las ampara y las protege. Otras arrojan a sus hijos contra ellos, como dardos que hieren. Estas mujeres no aman. No pueden. No saben. Cosifican al marido y a los hijos. Son insensibles, arrogantes, eternas.
Escuchen a una de estas mujeres…
Te maltrataré como quiera, amor mío. Seré tuya para toda la vida. Llegará el tiempo en que te odie y te ame. Ese momento está ya muy cerca, cariño, tesoro del alma. Seguiré con la mano en alto observando tu cuerpo ovillado, tu silueta ridícula. Te contaré cómo ha ido creciendo tu hijo. Te lo iré describiendo día a día, muy despacito, con todo el amor del mundo, para que después no digas. No creas, amor. No te faltarán las sonrisas de tu niño. Las dibujaré hasta que me quede ciega. Me sentiré, aunque no lo creas, orgullosa del marido que me tocó. Cuidaré del pequeño y de tu casa. Limpiaré con esmero los muebles donde te gustaba apoyar los codos, tu sillón favorito, tus libros e ilusiones, y esa oscura presencia tan tuya. Será una simple liturgia entre tú y yo. Alguna noche, pensando en ti, luciré en el fondo oscuro del dormitorio, esos tacones rojos y altos, de amor, los que tanto te gustaban. La cama baja y tierna, las risas del chico, los silencios de tu boca cuando callabas por miedo. Así pasará el tiempo que necesito para mostrar ante todos que soy como soy.
Tiempo.
Tiempo.
Sólo te pido y necesito un poquito, lo que cabe en el hueco de mi mano. Ese elemento que pinta y te persigue a cada instante. Lo que trae la esencia de las cosas. Inexplorada apatía por un vivir penetrante.
Tiempo.
Tiempo.
Gotas desmayadas de un sudor frío sobre la piel que te cubre.
Como un puñado de arroz en los ojos. Para odiarte un poco más. Para pegarte sin llantos ni excusas. Quiero que llegues a entender que soy una mujer. La tuya. Pero te noto tan inútil y perseverante en la angustia que pretendes, que dudo. Me haces titubear a cada instante. Luego dices que soy yo la que fluctúa. Lo he oído. Mi mujer es otra, dices entre los amigos, otra. Afirmas que cambio como la noche y el día, entre sonrisas y seriedades. Esas palabras tuyas me duelen, tesoro. Por eso quizás se me vaya la mano de vez en cuando. Tal vez ese sea el verdadero motivo de la tirria que te tengo, amor.
Anoche no dormiste. Te estuve escuchando. Oí tu silencio tras la puerta. Sí. Era yo. Espiando a mi hombre en el oscuro pasillo de la noche. Luego brotó una especie de murmullo. Te llegó la tos enervante.
Pronunciaste algunas frases extrañas e incoherentes. Hablaste mucho, quizás demasiado, más de lo que te permito, pero dialogaste con alguna sombra de tu mente y lo hacías con la demencia en la boca. Si algún día pretendes construir un universo donde sólo quepa una miseria, estarás equivocado. Porque ya te he abandonado. Lo hice antes de aquello. Te dejé solo. En la misma iglesia, sobre la cama tibia… Hace mucho. Y ahora la soledad enraíza en tu cuerpo y en tus días.
Miedo. Miedo a ser y a dejar una huella que nadie se tome la molestia de pensar. Miedo como dolor. Causa de la violencia cuando el cielo estalla en una fulgurante mentira de colores. Miedo a mí misma. Por ser lo que soy. Por no haber aprovechado cuando entonces.
Me voy. Y esa tramoya dejará de funcionar. Entrará, como digo, en el olvido. Mi nombre y mi forma se irán borrando. Como los tules que nadie hubo plantado. Como los patuanos que despegaron sus lindas patitas de las endebles ramas y se fueron volando a un cielo sin nombre.
Miedo de ti. De cuando me miras sin darme cuenta. De no intuir, siquiera, ese ligero temblor de tus labios. Miedo a llegar y comprender que todo ha desaparecido. De no ser consciente de mis propios errores. Miedo a estar sola. A no saber ubicar este fracaso sobre el mundo que alguien inventó.
Este texto que acabe usted de leer es el comienzo de mi libro Blattaria, llevada al cine por el director Héctor Marreros. Un cineasta valiente que se ha atrevido a romper con el pensamiento único de la nueva casta comunista con el que intenta volvernos ignorantes para poder silenciarnos.
Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo
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