Categorías: LIBROS RECOMENDADOS.

«MI VIDA CONTRA ETA», General Enrique Rodríguez Galindo.

José María Zuloaga.

A las víctimas de ETA.

A Inchaurrondo, verdadero primer cuartel en la lucha antiterrorista, ejemplo de valor, entrega y sacrificio, a veces heroico. A los hombres y mujeres que pasaron por él. Todos ellos son los protagonistas de esta historia.

Hace casi un siglo que, quienes pretendieron destruir España fueron vencidos tras una cruenta guerra «incivil» por parte de los buenos españoles, los españoles decentes de entonces… ahora quienes dicen ser sus herederos, han vuelto a ocupar el poder, con la ayuda inestimable de la derecha boba. El gobierno frente-populista (socialistas, comunistas, separatistas, filoetarras) pretende blanquear a la organización terrorista ETA y presentarla como, poco menos que gente pacífica, demócrata y «constitucionalista», es por ello que, hoy más que nunca es imprescindible leer el libro del General Enrique Rodríguez Galindo, MI VIDA CONTRA ETA, LA LUCHA ANTITERRORISTA DESDE EL CUARTEL DE INCHURRONDO.

Hemos pensado que para empujar a nuestros lectores a leer el libro del General Enrique Rodríguez Galindo, era lo mejor recurrir al prólogo de José María Zuloaga, así que, sin más preámbulos, ahí lo tienen:

Conocí a Enrique Rodríguez Galindo en febrero de 1987. Acababa de entrar
en ABC y Luis María Anson quería dar un giro a la información sobre ETA.
Pretendía que los lectores del periódico no tuvieran que conformarse con la
narración de los atentados, las condenas y el entierro de las víctimas. Y
cuando se producía alguna operación policial, la publicación de la
correspondiente «nota» del Ministerio de Interior. Sabía que detrás del
impenetrable muro de la lucha antiterrorista estaban las claves para lograr,
también en este terreno, un periodismo combativo acorde con la línea que
había dado al diario y cuyo número de lectores crecía mes a mes.
La tarea me parecía imposible y no sabía por dónde empezar. En las
primeras entrevistas no tuve mucha suerte hasta que un buen día llegué al
despacho del abogado Jorge Argote. Le expliqué, con todo el entusiasmo de
que era capaz, el proyecto que tenía entre manos. Lo comprendió y se lo
hizo suyo desde el primer momento. Se ocupaba entonces de la defensa de
los miembros de las Fuerzas de Seguridad destinados en el País Vasco y
Navarra, contra los que el «frente jurídico» de ETA desplegaba todas sus
baterías con el fin de hacer inviable su actividad profesional.
—La semana que viene subo al Norte, ¿por qué no me acompañas? —me
propuso Argote. Dicho y hecho.
El comandante Galindo, jefe del Servicio de Información de la 513
Comandancia (Guipúzcoa), se encontraba en su despacho del cuartel de
Ínchaurrondo, en San Sebastián, junto con tres oficiales, uno de ellos el
inolvidable comandante Gonzalo Pérez (entonces teniente), que murió
luchando contra el terrorismo islamista en Iraq.
Me llamó la atención su mirada seria y a la vez acogedora. Imponía un
respeto impresionante y, sin embargo, invitaba a la compañía. Sentí que me
estudiaba mientras escuchaba en silencio lo que exponía con cierto
nerviosismo. El nombre de Galindo como uno de los mejores agentes
antiterroristas empezaba a conocerse. Cuando terminé de hablar contestó
con un «ya veremos». No sabía entonces que acababa de conocer al que ha
sido y es uno de mis mejores amigos, al que le debo haberme enseñado a
«pensar». Me explico. Un día, pasados algunos meses, me advirtió: «No
esperes que te dé noticias, pero te ayudaré a que comprendas el fenómeno
del terrorismo para que, y esto es lo más importante, no te equivoques y
sepas interpretar correctamente cualquier hecho que se produzca.» Ha
costado que Galindo se decida a escribir este libro, que narra sus dieciséis
años de lucha contra la peor banda de delincuentes que ha conocido España, en los que consiguió doblegar a la ETA más sanguinaria y efectiva, que mandaba el colectivo Artapalo. Este guardia civil ha hecho de la discreción una norma absoluta y cuando su nombre ha saltado a los medios de comunicación, para bien o para mal, ha sido muy a su pesar.
Esa discreción ha provocado que sus enemigos, que no son pocos (y no
solamente en las filas de ETA) hayan intentado escribir su historia y, con
absoluta injusticia, tratar de perpetuar al que ha sido y es un servidor de
España en primera línea, como un turbio personaje. La justicia ha ido, poco
a poco, desmontando todas aquellas falacias salvo la que le llevó a la cárcel
y a la pérdida de la condición de militar, el episodio más doloroso de su
vida, en un proceso atizado mediáticamente con unos evidentes fines
políticos. Estoy seguro de que el paso del tiempo —y ojalá que pueda ser en
vida de Rodríguez Galindo—, permita demostrar lo que ha defendido
siempre y en lo que yo creo sin ningún género de duda: su inocencia y la de
sus hombres.
Galindo podría haber aprovechado este libro para contestar a tantas
maledicencias y para escribir un panegírico de sí mismo, pero no lo ha
hecho. La obra constituye un ejemplo de generosidad porque es, ante todo,
un homenaje a las víctimas del terrorismo etarra y a los hombres y mujeres
de la Guardia Civil que pasaron por el cuartel de lnchaurrondo. Estoy
seguro de que al pasar la última página el lector, además de haber podido
interiorizar la dureza de la lucha antiterrorista y la soledad en la que tantas
veces se encontraron los agentes que la protagonizaban, sabrá de la
dimensión humana, de la sencillez y del patriotismo de un hombre que,
junto a su familia, entregó los mejores años de su vida para combatir a la
banda criminal.
Detrás de ese rostro serio y, sobre todo, militar, se esconde una persona que
ha dedicado toda su vida a la Guardia Civil. Durante las muchas horas que
he tenido la suerte de compartir con Galindo en estos diecinueve años
largos, me ha contado más de una vez, porque es algo que lleva en el
corazón, los primeros pasos que dio para entrar en la Benemérita y cómo su
padre, un sargento del cuerpo que además era carpintero, le fabricó aquella
maleta de madera con la que en un vagón de tercera viajó, en septiembre de 1958 desde la población granadina de Huetor Santillán (su progenitor era el Comandante de puesto) hasta la Academia de Guardias de Úbeda, en Jaén.
Su ilusión era la de ingresar en la Academia General Militar de Zaragoza
(AGM) para llegar a ser un oficial de la Benemérita, lo que consiguió en
junio del año siguiente. Cuenta Galindo que cuando llamó para comunicarle
a su padre que ya era cadete a éste se le cayó el teléfono de la emoción.
Oírle hablar de su paso por la AGM, de los profesores y de sus compañeros
de la XIX Promoción, del acto de Jura a la Bandera, de los años de estudio
en la Academia de Oficiales de la Guardia Civil, que entonces estaba en
Madrid y hoy en Aranjuez, de las incontables anécdotas vividas… en
definitiva, del comienzo de su carrera militar, demuestran hasta qué punto la vocación impregnó roda su vida.
Y cómo se ha esforzado por cumplir el Decálogo del Cadete: ser valeroso y
abnegado; amor a la responsabilidad y decisión para resolver; sentir un
noble compañerismo… Y la Cartilla que elaboró el Duque de Ahumada,
fundador de la Guardia Civil: no debe ser temido sino de los malhechores;
será un pronóstico feliz para el afligido…
Ya de teniente estuvo destinado en Teruel (Cantavieja, Alcorisa) hasta que
pidió ser voluntario para dos vacantes que había en el Sáhara y en Guinea
Ecuatorial y le concedieron las dos. Con una sonrisa, que utiliza más de lo
que algunos piensan, comenta que cuando sus mandos le preguntaron
adonde quería ir les preguntó: «¿Dónde se cobra más?» «En Guinea», le
contestaron. Pues a Guinea se fue. Galindo se acababa de casar, el sueldo de
teniente no daba para mucho y la paga en nuestros antiguos territorios de
África era considerablemente superior.
No ha habido sobremesa en la que su estancia en Guinea no haya formado
parte de la conversación. Desde su salida del puerto de Cádiz, en octubre de
1965, en el vapor Domine en el que, tras veinte días de travesía, llegó a
Fernando Poo (hoy Malabo), hasta su regreso a España con las últimas
tropas que abandonaron el territorio tras la independencia, en abril de 1969.
Ha sido el destino que Galindo recuerda con más cariño y allí nació su
segunda hija, Kika.
El patrimonio de este militar, dentro de las muchas campañas que se han
lanzado en su contra, ha sido objeto de numerosas investigaciones sin que
se hallara nada irregular. Fueron precisamente los ahorros que hizo en
Guinea los que le permitieron comprar un modesto piso en Madrid, que,
después, al cambiar de destino, vendió, y así sucesivamente hasta el que
reside en la actualidad.


El País Vasco iba a marcar la vida de Galindo que, en 1969, fue destinado al
subsector de Tráfico de Guipúzcoa. Operaba en aquellas tierras una ETA
incipiente que había cometido varios asesinatos, entre ellos el del guardia
José Pardines, en junio del año anterior. Ya de capitán, estaba destinado en
Cádiz, fue designado jefe de orden público de la Vuelta Ciclista a España de 1978.

La etapa contrarreloj que tenía su inicio y final en San Sebastián tuvo
que ser suspendida por la violencia separatista. Esta prueba nunca ha vuelto a discurrir por aquellas tierras. En 1980, con el empleo de comandante, volvió a Guipúzcoa y se inicia el periodo de su vida profesional que Galindo nos cuenta en este libro. El día que hacía la Primera Comunión su hijo Juan, en la actualidad capitán de la Guardia Civil, recibió un telegrama de sus mandos: «Diga si es voluntario para la Comandancia de Guipúzcoa.»
Por la misma vía, y con el mismo laconismo, contestó que sí.
La situación en el País Vasco era tremenda. Actuaban tres bandas, las dos
«ramas» de ETA (la político-militar y la militar) y los Comandos
Autónomos Anticapitalistas. El ambiente general era de derrota, la victoria sobre el terrorismo parecía imposible, en especial para los políticos que estaban entonces en el poder. Se trataba de resistir, aunque para ello hubiera que asegurar ventanas y puertas de los cuarteles con sacos terreros. Galindo investigó, desde el primer momento, el fenómeno terrorista y confeccionó unos álbumes con las fotos de los pistoleros. «Jugaba con aquellas caras frías en blanco y negro, como un niño con sus cromos de futbolistas, intentando averiguar nombre, comando al que habían pertenecido, acciones más importantes en que habían participado», según nos relata.
Voluntad de vencer
Cuánto significado se encierran en estas tres palabras. La moral, el ánimo de una unidad es fundamental si se quiere obtener la victoria. Y Galindo lo puso en práctica hasta conseguir con el paso de los años que el cuartel de Ínchaurrondo fuera el más temido por ETA. Y fue él, con su familia, el primero que ocupó, aunque de forma precaria, estas dependencias de la Guardia Civil. Se propuso, y lo consiguió, convertir Ínchaurrondo en una pequeña ciudad con más de trescientos niños correteando por sus calles.
Economato, cafetería, piscina y capilla. Poco a poco, arrancando a Madrid peseta a peseta de unos presupuestos siempre insuficientes, logró que en aquellos bloques que se ven desde la autopista cuando se sale de San Sebastián en dirección a Francia, se forjara una comunidad humana, orgullosa de pertenecer a esa Comandancia, con un espíritu a prueba de bombas (nunca mejor dicho) y, sobre todo, con una resuelta voluntad de vencer.
Todas las épocas de ETA han tenido a un pistolero que era temido por su
peligrosidad, por su carácter sanguinario. Cuando Galindo se hizo cargo del Servicio de Información ese sujeto era Jesús María Zabarte Arregui, Garratz y Carnicero de Mondragón. Galindo había empezado a captar confidentes —a él le gusta que se les llame colaboradores— y uno de ellos, una mujer,
le dio la pista que condujo a la Guardia Civil a su captura en una
espectacular operación cuya lectura no permite, por su intensidad, ni el más mínimo descanso. Un niño que vivía en la casa en la que se escondía el pistolero fue salvado por la Benemérita. Con el paso de los años, ingresó en ETA y fue detenido, también por la Guardia Civil, cuando era miembro del comando Madrid.
Otro colaborador, miembro de los Comandos Autónomos, daría a Galindo
las pistas para capturar a Javier Bereciartúa, uno de los máximos
responsables de esta banda criminal, y para liberar al empresario Carasusan, que había sido secuestrado. La lista de confidentes que el jefe de Ínchaurrondo llegó a tener dentro de las distintas ramas de ETA es amplia, aunque la obligada discreción (muchos de ellos siguen trabajando para la Guardia Civil) le ha llevado a ser muy prudente al referirse a ellos.
No obstante, la lectura del libro nos ofrece un auténtico «manual» de cómo debe ser el trato entre un agente de las Fuerzas de Seguridad y un
confidente de una banda. Si, como en este caso, el agente lo hace bien, al
final prima más el factor humano que el económico, el dinero que se pueda entregar al terrorista. Galindo logró con sus colaboradores una relación de amistad que aún hoy perdura. A algunos de ellos llegó a convencerles del error que habían cometido al militar en ETA, de la inutilidad de las actividades criminales.
En muchas ocasiones, la relación que se establece entre el agente y el
confidente es de dependencia. Éste vive con la permanente amenaza de que, si no colabora, puede ser delatado a sus compañeros de la banda. Al
principio se le da mucho dinero, pero la cantidad se va rebajando porque a partir de la primera entrega está atado de pies y manos. La estrategia de Galindo era, como se ha dicho, totalmente distinta y los resultados
obtenidos demostraron que era la correcta.
Un aspecto poco conocido del autor es el de los contactos que, con la
autorización del Gobierno, mantuvo con dirigentes de ETA, entre ellos con Domingo Iturbe Abásolo, Txomin. El lector tendrá ocasión de comprobar que en 1984 la banda mantenía las mismas exigencias que ahora y que los esfuerzos de Galindo por abrir una vía de diálogo para acabar con el terrorismo acabaron en el fracaso por culpa de la cerrazón de los pistoleros.
Puede llamar la atención que el guardia civil bajo cuyas órdenes han sido
desarticulados el mayor número de comandos y se han realizado las
operaciones más importantes en Francia protagonizara unas conversaciones con sus peores enemigos. Precisamente, como buen conocedor de ETA, siempre ha defendido que la solución final al problema del terrorismo tendría que venir de la mano de una negociación, pero, eso sí, con una banda que hubiera sido reducida casi a la nada con anterioridad. En 1992, tras la operación de Bidart, planteó una inteligente propuesta en este sentido, pero, lamentablemente, no se le hizo caso.
Los interesados en conocer los entresijos de algunas de esas operaciones en territorio galo encontrarán en el libro cumplida satisfacción a su curiosidad.
Por ejemplo, en la que condujo al descubrimiento de un zulo en la
cooperativa Sokoa de Hendaya. Unos transmisores, facilitados por la CIA,
que estaban escondidos en las empuñaduras de dos misiles tierra-aire SAM- 7 que un traficante hizo llegar a la banda permitieron dar con el escondite en el que se guardaba, entre otras cosas, la «contabilidad» de ETA. Era la primera vez que se utilizaban este tipo de ingenios y hubo muchas complicaciones.
Si la captura de un etarra fue espectacular fue la de José Antonio López
Ruiz, Kubati. Al igual que Zabarte, su capacidad asesina le había hecho
tristemente famoso y cumplía las normas de la clandestinidad con tal rigor que su localización era una misión poco menos que imposible. La fe, la voluntad de vencer y, por qué no decirlo, la suerte de los campeones, unido al trabajo de cientos de agentes que vigilaban la práctica totalidad de las cabinas de teléfono de la provincia de Guipúzcoa, lograron el éxito. Creo que sólo en una unidad como el cuartel de Ínchaurrondo y bajo el mando un oficial tan carismático entre sus hombres como Galindo era posible una operación de esa envergadura.
La desarticulación del comando Éibar reúne todos los ingredientes de
suspense, audacia y valentía. Un nuevo confidente, Eduardo, colaborador de esa célula, decide ayudar a la Guardia Civil. No es el dinero lo que le
motiva sino razones más poderosas. Galindo se da cuenta desde el primer momento y le trata como a un amigo. Más que una compensación
económica lo que precisaba era del apoyo para poder materializar su
venganza contra los terroristas que se escondían… ¡en su propia casa!
Acababa de comenzar 1989 y ETA estaba en tregua. El Gobierno no quería detenciones —¿a qué le suena al lector? — el comando no se podía escapar; una encrucijada que el jefe de Ínchaurrondo supo resolver con maestría.
A partir de ahí, y gracias a una inteligente explotación de la información
obtenida se suceden nuevas operaciones. Cae el comando Araba, que
trataba de huir en un camión a Francia. Dos de los pistoleros mueren al
desoír las órdenes de la Guardia Civil y disparar sus armas contra los
agentes, que repelen la agresión. Eduardo, que ha «escapado» de la
desarticulación del comando Éibar, se instala en Francia y facilita a Galindo una serie de pistas que permiten la detención de importantes cabecillas hasta llegar a la cúpula de la organización criminal el 29 de marzo de 1992, en Bidart.
Mucho se ha escrito sobre esta operación, pero es la primera vez que lo
hace el que la dirigió. El relato es apasionante. La Guardia Civil no gozaba entonces de las facilidades de las que ha dispuesto en los últimos años para moverse por Francia, y los agentes tenían que seguir a los etarras y, a la vez, mantenerse en la más absoluta clandestinidad para no ser detectados por los policías galos. En varias ocasiones estuvo a punto de irse al traste la investigación. Pero, al final, José Luis Álvarez Santacristina, Txelis, Francisco Múgica Garmendia, Pakito, y José Arregui Erostarbe, Fiti, fueron arrestados. Se daba, en ese momento, la puntilla a la ETA más efectiva por sanguinaria que, además, tenía ultimados los planes para desestabilizar España durante los importantes acontecimientos que tuvieron lugar en 1992.
La imagen de Galindo con el pulgar de su mano derecha hacia arriba en
señal de victoria mientras abandonaba aquella noche la sede de la Policía Judicial en Bayona marca un antes y un después en ETA, como reconoció la propia banda en documentos internos. Pero aquella contribución a la paz y a la seguridad de todos los españoles no disuadió a sus enemigos que ya llevaban cuatro años urdiendo campañas de difamación contra el agente que más efectividad había demostrado contra los terroristas. Una serie de informaciones facilitadas por un individuo relacionado con Herri Batasuna, que, precisamente, había sido detenido por agentes de Ínchaurrondo en una operación contra el tráfico de drogas, dio lugar al llamado Informe Navajas en él se incluían una serie de insinuaciones sobre Rodríguez Galindo en asuntos de contrabando y a una supuesta fortuna personal (once pisos, ocultación de datos a hacienda, etc.) que, con el paso del tiempo, la propia Justicia se encargó de demostrar que eran falsas. Como cuenta el autor, aquello dio lugar a una pesadilla atroz que no terminaría nunca.
Uno de los momentos más dramáticos e intensos del libro es aquel en el que Galindo narra la reunión que mantuvo con toda la plantilla del cuartel de Ínchaurrondo ante la que defendió su inocencia. No me resisto a adelantar al lector uno de los párrafos de las palabras que pronunció: «Mi honor está tan limpio y puro como el día que lo recibí, al jurar y besar la bandera de España el 15 de diciembre de 1958 con este uniforme con el que me enterrarán. Si algún día lo perdiera, es tal el concepto que de él tengo que vería lícito que, según vuestra conciencia, usarais las armas que la Patria os ha confiado, contra mí, pues no sería ni español ni guardia civil.»
Cien veces que se leyera este libro y cien libros que escribiera Enrique
Rodríguez Galindo sobre este asunto no serían suficientes para conocer en toda su intensidad el dolor por el que han pasado él y su familia. Sentencias de los tribunales que se recogen en esta obra desmontan todas las acusaciones del citado informe que, ¡vaya casualidad!, fueron llevadas a los tribunales por una organización próxima a Herri Batasuna. En cualquier caso, el calvario judicial no había hecho sino empezar.
Voy a contar por primera vez, y lo hago porque hay varios testigos que lo
pueden confirmar, una reunión que mantuvimos el subdirector y varios
redactores jefe de ABC con el entonces jefe de la oposición, José María
Aznar, en la sede del Partido Popular de la calle Génova de Madrid. Estaba en plena efervescencia el asunto GAL que se atizaba desde algunos medios informativos y, por supuesto, desde el PP. El objetivo no era otro que hacer caer al Gobierno de Felipe González. «Para llegar al poder (o para mantenerse, añado ahora) no vale todo», le dije a Aznar. No sé si en la jornada electoral del 14 de marzo de 2004, después del fatídico día 11, llegó a acordarse de mis palabras. Usar el terrorismo como arma política es siempre un error y tengo la impresión de que no va a pasar mucho tiempo sin que, de nuevo, en España, comprobemos la certeza de esta afirmación.
La tramitación en la Audiencia Nacional del sumario por el secuestro y
asesinato de los etarras Lasa y Zabala se produjo dentro de esta campaña.
La inició un juez, Carlos Bueren, al que conozco bien, profesional,
independiente que, para los que creían haber dado por fin con un asunto
para llegar hasta el mismísimo Felipe González, no avanzaba con la
suficiente celeridad y en el sentido deseado. No voy a entrar en las razones por las que renunció a su puesto, ya que las desconozco. Fue sustituido (después de una serie de movimientos que, para un profano como yo en asuntos judiciales, me parecieron extraños), por Javier Gómez de Liaño.
Supongo que fue mi persistencia en defender la inocencia de Galindo y la
de sus hombres la que me llevó a declarar dos veces ante Su Señoría en
unos interrogatorios que, creo, no tenían otra finalidad que la de
presionarme. De ambos salí abochornado y con muy serias dudas sobre la independencia de la Justicia. Con el paso del tiempo, fueron los propios jueces los que cuestionaron su profesionalidad y le apartaron de la carrera.
Claro que entonces estaba por medio un poderoso y no un grupo de
guardias civiles.
Al estar pendiente el recurso que sus abogados han presentado ante el
Tribunal de Estrasburgo, Enrique Rodríguez Galindo no entra de lleno en
este asunto que ha condicionado su vida y le ha hecho pasar seis años en
prisión. Sí relata, con absoluta objetividad, al ceñirse a los hechos
contrastados, las peculiaridades que se produjeron en la tramitación del
sumario, desde la aparición de los restos de los etarras hasta el continuo
goteo de testigos que, al final, se demostró que solamente podían serlo de
referencia y que incurrieron en notables contradicciones. Incluso uno de
ellos admitió haber recibido dinero del Ministerio de Interior para prestar declaración.
Cuesta comprender, pero las leyes son así, que la inocencia o culpabilidad de un hombre que ha dado tanto por España, su permanencia en la carrera militar o su expulsión, su libertad, la decidiera el Tribunal Constitucional en una votación de siete a cinco. En la obra se incluye un resumen del voto particular de los que consideraron que se había vulnerado la presunción de inocencia de Rodríguez Galindo.
Tuve el honor de asistir como amigo, que no como periodista (la
superioridad decidió que no hubiera informadores), a la imposición del fajín de general a Enrique Rodríguez Galindo. Fue un acto emocionante y un soplo de aire fresco en medio de la intensa campaña que se desarrollaba contra él. Y fue, como este libro, un homenaje a los guardias del cuartel de Ínchaurrondo: «Bien podéis —dijo— estar orgullosos de vuestro trabajo, compañeros de la Comandancia de Guipúzcoa, los actuales y los pasados, los vivos y los muertos, a nadie le debéis nada y sí os deben a vosotros algo de tanto valor como la vida propia. Yo estoy orgulloso de ser vuestro amigo y de haber sido vuestro jefe».


  1. Al terminar quiero volver al principio, a aquel febrero de 1987 en que le
    conocí. El objetivo de conseguir hacer un periodismo combativo,
    comprometido con España y su Constitución, de denuncia permanente del terrorismo separatista, se fue logrando con el paso de los años. No sólo la Comandancia de Guipúzcoa y la Guardia Civil nos ayudaron a conseguirlo.
    Pero el cuartel de Ínchaurrondo, por su carácter emblemático, fue siempre una referencia obligada. El libro que sigue a este modesto prólogo recoge la pequeña gran historia de sus hombres, de sus éxitos y de sus desgracias -porque fueron muchos los asesinados— contada con la generosidad que sólo un jefe carismático y que nunca olvidó la máxima de que MANDAR ES SERVIR podía desarrollar. Muchos le seguimos dando el trato de general porque una decisión de la Justicia no nos puede arrebatar la admiración y el respeto que sentimos hacia Enrique Rodríguez Galindo. Mi general, muchas gracias por todo.
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