PÍO MOA
Hace seis años sostuve una polémica con César Vidal (con este la cosa fue algo grotesca), Jiménez Losantos, José María Marco y otros sobre homosexualidad y homosexualismo. Como la confusión al respecto es gigantesca, definí el homosexualismo separándolo de la homosexualidad. Esta es un asunto particular que cada cual resuelve mejor o peor; el homosexualismo, en cambio, es la ideología sobre la sexualidad, que se extiende a otros terrenos, partiendo de la idea según la cual la homosexualidad es una opción tan “correcta” como la sexualidad normal entre hombre y mujer.
La homosexualidad es un hecho, inevitable para muchos, y que debe aceptarse, pero de ningún modo puede ser ensalzada como modelo de nada. Procuro evitar el término “heterosexual” porque ya es una concesión al homosexualismo (habría muchas formas de sexualidad equivalentes). Digo “normal” no solo porque sea muy mayoritaria, que también, sino sobre todo porque es la que corresponde a la diferencia y complementaridad de los órganos sexuales, los temperamentos e inclinaciones, entre varón y mujer, y porque está ligada a la procreación, es decir, al mantenimiento de la especie humana. Estos simples datos marcan una diferencia esencial, no solo cuantitativa, sino también cualitativa, con la homosexualidad, “el amor estéril”. Se trata de algo tan obvio, tan evidente, que ningún sofisma o rebuscamiento argumental puede negarlo o desdibujarlo. De hecho, la diferenciación de sexos es tan fuerte que las parejas homosexuales suelen reproducirla dividiéndose los papeles en un inútil remedo. Por ello tampoco el gaymonio pasará nunca de ser una parodia de matrimonio, por mucho que lo legalicen unos políticos más o menos corruptos y demagogos.
El homosexualismo aduce que en la realidad existen muchas formas de satisfacción sexual, por lo que todas ellas serían “normales”. Por supuesto, ello es cierto si reducimos la sexualidad a la obtención de momentos de placer. Y en tal caso la pederastia, el bestialismo, la coprofilia, la necrofilia, etc., serían todas ellas perfectamente normales o naturales. Y lo son desde ese punto de vista, el de una concepción del sexo que Julián Marías denunciaba como “zoológica” (el mono bonobo se ha convertido en un referente y modelo de la “ciencia” homosexualista). Pero la sexualidad humana está muy relacionada con la psique y el conjunto de la personalidad, que es más que animal.
Así, muchas formas de sexualidad están relacionadas, al menos estadísticamente, con deficiencias o perturbaciones psíquicas. Según diversos estudios, los medios homosexuales presentan mayores tendencias al suicidio, a la depresión, al uso de drogas, a la pederastia, etc. Una argucia pretende que ello se debe a la represión que sufren, pero ese victimismo es falso, y basta contemplar la esperpéntica pornocarnavalada del “orgullo” para percibir el trastorno psíquico de muchos de los “orgullosos”. Trastorno manifiesto en su extrema y agresiva chabacanería. No todos los homosexuales se portan así, por supuesto, y hasta cabe pensar que los chabacanos son una minoría, pero casi ninguno protesta por tales miserias: estas parecen connaturales al movimiento. Cierto también que muchos homosexuales no se sienten representados por el movimiento homosexualista, y tienen razón. Los homosexualistas usurpan e intentan secuestrar la voluntad y los intereses de un grupo social, pero no lo representan, como tampoco los marxistas a los obreros o los feministas a las mujeres, por poner dos casos clásicos. Y tampoco es casual que homosexualismo, abortismo y feminismo vayan juntos.
Una argucia muy empleada en la agitación homosexualista consiste en afirmar que la relación consentida entre dos hombres o dos mujeres solo les compete a ellos, no hace daño a nadie y nadie tiene derecho a juzgar. Eso, en general, es obvio (no tanto si ese consentimiento perjudica a terceros, por ejemplo); pero el homosexualismo no tiene nada que ver con ello, sino que pretende elevar una desdichada peculiaridad personal a lo social y políticamente normal, y no pensar así supondría discriminación. Como si mantener la evidencia de que la cojera es un defecto supusiera alguna clase de discriminación contra los cojos. Se trata del “pensamiento histérico”, hoy difundidísimo y sobre el que pienso escribir un ensayo.
Los homosexualistas tratan de imponerse con enorme agresividad, intolerancia y falta de respeto. Expuse en tuíter esta opinión: “Nadie en su sano juicio siente orgullo de ser homosexual o de tener un hijo homosexual. Otra cosa es el respeto”. Fueron interesantes las reacciones, que oscilaban entre el insulto, la obscenidad y la amenaza por “homófobo”. Amenaza, pues es sabido que intentan hacer de lo que llaman “homofobia” un delito penado, por “incitación al odio” o similares. Es decir, podrían meterte en la cárcel –eso persiguen– no ya por la expresión de una idea, sino de un sentimiento. Los homosexualistas rezuman odio a la Iglesia, por ejemplo, pero según ellos ese odio debe ser autorizado, protegido y hasta promovido por la ley. Y perseguida, en cambio, cualquier discrepancia son sus gansadas que ellos interpreten como “incitación al odio”.
Toda la marea de injurias, deseos de muerte y amenazas que despertó mi comentario venía trufada de exigencias de “respeto” y “tolerancia”. Pero ocurre que los “orgullosos” son cualquier cosa menos tolerantes y respetuosos: insultan, atacan y se mofan de la Iglesia, de la familia, de la sexualidad normal, con una saña que revela la escasa consistencia real de su orgullo, su inseguridad inevitable.
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