Motín en el centro Marcelo Nessi, de Badajoz: cuando el reformatorio se convierte en santuario del delincuente

Badajoz, abril de 2025 — Tres vigilantes heridos. Una nueva revuelta. Otro domingo de caos en el centro de menores Marcelo Nessi. Y otra vez, silencio institucional. Si no fuera por la rutina de estos episodios, parecería grave. Pero ya nos hemos acostumbrado. Es el precio —nos dicen— de la reinserción. Lo que no nos dicen es quién paga ese precio: los trabajadores que arriesgan el tipo, los ciudadanos que temen cruzarse con estos «menores», o las propias víctimas, condenadas al olvido.
Lo llaman Centro de Cumplimiento de Medidas Judiciales. Suena aséptico, casi pedagógico. Nada que ver con lo que allí se esconde: reincidentes, agresores, pirómanos, violadores, algunos menores, sí, pero no por ello menos peligrosos. Los hay con 15 años y un historial que haría temblar a cualquier juez decente, si quedara alguno con agallas para enfrentarse a la ideología dominante.
El problema es estructural. Nos negamos a aceptar una realidad incómoda: hay jóvenes malvados, hay niños sin empatía, sin freno moral, sin otra guía que la violencia o el deseo de dominación. Y por cada caso recuperable —que los hay— hay muchos otros que se ríen del sistema. Lo conocen, lo exprimen, lo desafían. Saben que sus delitos tienen precio de ganga si los cometen antes de los 18. Saben que la ley del menor los protege más que a sus víctimas. Saben que a menudo el castigo es una broma y el premio, un piso tutelado de alto standing. Literal.
No estamos hablando de chavales perdidos por una mala compañía. Hablamos de estructuras antisociales de comportamiento, muchas veces ya cristalizadas, alimentadas por entornos donde la autoridad brilla por su ausencia y el delito es moneda corriente. Y frente a eso, ¿qué hace el Estado? Terapias, educadores sociales, talleres de graffiti, y mucha, muchísima comprensión. Mientras tanto, los reformatorios se convierten en territorios sin ley, en escuelas superiores de criminalidad precoz, donde se cultiva el narcisismo agresivo, el desprecio por el orden y la impunidad como valor.
Claro que hay alternativas. Se puede hablar de reformar la Ley del Menor, de ampliar las medidas cautelares, de crear verdaderos centros de internamiento orientados a la seguridad pública, no solo a la utopía de la reinserción universal. Pero para eso haría falta valor político y moral, y lo que impera es la cobardía ideológica. No se quiere aceptar que en algunas edades, para algunos perfiles, la reinserción no es viable. Lo sensato sería proteger a la sociedad primero, reeducar si se puede después, y no al revés.
La revuelta de este domingo no es una anécdota. Es un síntoma. Otro más. Mientras los expertos reparten diagnósticos blandos, la realidad se impone: hay jóvenes que no pueden estar en la calle. No porque lo digamos los «fachas», sino porque lo clama el sentido común. Porque cada día que pasan fuera, alguien paga el precio. Y porque, como antaño, el castigo —cuando es justo y proporcional— no solo reprime: también disuade, también enseña. Es hora de que los reformatorios dejen de ser refugios de impunidad y vuelvan a ser lo que siempre debieron ser: lugares donde el crimen juvenil no se celebra, se corrige.