Lo hizo a sabiendas, exprofeso, la muy furcia. Se dio de golpes contra una farola (¡plaf!, ¡plaf!) y se puso a gritar histéricamente: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Me quiere matar! ¡Policía!». Y la policía llegó y, de haber encontrado al pobrecito ex de la histérica, se lo hubiesen llevado, y enchironado estaría aún.
Pero tuvo suerte el hombre. Algún vecino grabó la escena y a la mujer se le descubrió el pastel.
En realidad, fue su culpa. Si en lugar de darse de golpes, se hubiese limitado a denunciar falsamente a su ex por malos tratos, ello le habría bastado (así de inicua es la actual legislación española) para que encerrasen al hombre en la cárcel. Al menos provisionalmente. Pero la mujer, movida por un afán de perfeccionismo, debió de considerar que, si se autohería, su declaración tendría mayor fuerza probatoria.
Pero le salió el tiro por la culata.
(Huelga decir que el anterior no es ningún caso aislado o excepcional. Son numerosísimas las falsas denuncias interpuestas contra hombres que acaban, pocos o muchos días, en el talego. No todas las mujeres cometen, desde luego, los errores que ésta cometió.)
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