María José Solano
La primera mujer
Reinaba Carlos III y ya habían transcurrido casi 70 años desde que los integrantes de La Española se reunieron por primera vez en torno a la biblioteca del marqués de Villena, cuando un frío jueves de principios de noviembre ocurría algo singular: el entonces director de la Academia, José Bazán de Silva, marqués de Santa Cruz, proponía a los académicos la admisión de un nuevo miembro.
«Se trata de alguien —explicaba el marqués— que, a pesar de sus diecisiete años de edad, destaca ya por sus progresos y adelantamientos en la elocuencia y en las lenguas, principalmente en la castellana».
«Todo era aparentemente normal hasta que el director admitió que el aspirante a nuevo académico era una mujer: doña María Isidra Guzmán y de la Cerda»
Todo era aparentemente normal hasta que el director admitió que el aspirante a nuevo académico era una mujer: doña María Isidra Guzmán y de la Cerda. La primera sorpresa dio paso a un debate que se resolvió en aquella misma reunión donde los de La Española decidieron, por uniformidad de votos, admitirla como académica honoraria. El discurso de ingreso, escrito de puño y letra por doña María de Guzmán, se conserva en los archivos de la RAE, destacando en él un detalle si no relevante, cuanto menos curioso: la joven académica se refiere siempre a la lengua española, a pesar de que en ese momento todos, absolutamente todos (Diccionario de autoridades, Académicos, medios culturales y la sociedad en general) usaban el término de lengua castellana. Corría el año 1784 y el término lengua española no aparecerá en el Diccionario académico hasta 1925. ¡Esta jovencita se adelantó ciento cuarenta y un años a la Academia en la manera de nombrar nuestra lengua!
El caso de María Isidra fue realmente excepcional, pero la presencia activa de la mujer en los medios cortesanos culturales comenzaba ya desde finales del siglo XVIII a ser cada vez más relevante. Ya vimos cómo algunas mujeres pertenecientes a las clases acomodadas habían organizado tertulias culturales en su entorno doméstico, algunas de las cuales estaban integradas por prestigiosos personajes del mundo de las humanidades, las ciencias y las artes. Cabe destacar en Madrid la Academia del Buen Gusto, impulsada por la condesa de Lemos y marquesa de Sarria, donde, entre otros, figuraron algunos académicos de La Española como el conde del Carpio, cuya esposa, Rita Barrenechea, marquesa de la Solana, había conseguido destacar como autora escribiendo algunas comedias muy estimadas en los cenáculos de la Corte. Su rostro hoy es inolvidable, pues lo pintó para la posteridad Francisco de Goya en un retrato que se conserva en el Museo del Louvre. Próximas a este círculo se encontraban las duquesas de Osuna y Alba y la condesa-duquesa de Benavente, mecenas de artistas e impulsoras del teatro, así como la controvertida condesa de Montijo y sus hijas, también inmortalizadas por el pintor aragonés. Su famosa tertulia les acarreó la animadversión de algunos miembros del gobierno, que terminaron acusando a la condesa y condenándola al destierro.
«La famosa tertulia gaditana de doña Frasquita Larrea, madre de Cecilia Böhl de Faber, más conocida por el pseudónimo de Fernán Caballero, indicaba que la mujer seguía teniendo peso cultural»
A mediados del XIX, las mujeres seguían luchando por ocupar puestos que durante siglos habían permanecido en manos de los hombres. La famosa tertulia gaditana de doña Frasquita Larrea, madre de Cecilia Böhl de Faber, más conocida por el pseudónimo de Fernán Caballero; la de la condesa de Jaruco en Madrid o la de Margarita López de Morlá, por nombrar algunas de las más destacadas, indicaban que la mujer seguía teniendo peso cultural, pero carecía aún de reconocimiento público. Sirva de ejemplo recordar que todavía en 1837 las mujeres tenían el acceso prohibido a la Biblioteca Nacional, puerta que una mujer, claro está, derribó. Se llamaba Antonia Gutiérrez Bueno, y quería entrar.
—¿Cómo que no puedo entrar? Vamos a ver, ¿y eso por qué? Yo necesito documentarme para completar un diccionario histórico y biográfico sobre mujeres célebres que estoy escribiendo.
Hija del Boticario Mayor de Palacio y amiga del dramaturgo Leandro Fernández de Moratín, éste solía llamarla cariñosamente Marie Toinette Bonus, o sea, la versión francesa de su nombre, pues la muchacha había pasado la mayor parte de su vida en París. “Como te lo cuento, Leandro”, le decía ella en sus pensamientos. “Harta de que nadie atendiese mis quejas, resolví escribir una carta a Doña María Cristina”.
—¿La reina regente de España? ¿Y ha contestado?
—No solo ha contestado, querido amigo, sino que posiblemente haya abierto la puerta de un futuro esperanzador para todas las mujeres.
La carta que la reina regente dirigió en aquella ocasión al responsable de la Biblioteca Nacional constituye hoy un documento emocionante y fundamental para la libertad de la mujer, demostrando que con unas pocas palabras se pueden cambiar muchas cosas: «Permita V. S. la entrada en la sala baja no sólo a Mª Antonia Gutiérrez, sino a todas las demás mujeres que gusten concurrir a la Biblioteca».
La segunda mujer
En otros países de Europa la literatura comenzaba a tener nombre de mujer (Jane Austen, las hermanas Brontë, Madame de Staël, George Sand) y España no se quedaba atrás: Carolina Coronado, Concepción Arenal, Rosalía de Castro, Fernán Caballero, Emilia Pardo Bazán o Gertrudis Gómez de Avellaneda constituyeron una generación de mujeres que tuvieron la conciencia y el deseo público de reconocerse como «mujeres escritoras». Comprometidas, fuertes, luchadoras y valientes, dejaron una huella profunda de sus vivencias en su obra literaria.
Entre ellas hubo una que se decidió a dar el paso y solicitar una silla en la RAE. Se llamaba Gertrudis Gómez de Avellaneda y era culta, bella e inteligente. De origen cubano, residía en España desde jovencita, y en la fecha de la solicitud era ya una escritora reconocida con una personalidad polémica y controvertida en la que no faltaban amores desventurados y escandalosos para la época.
—¿Una mujer? ¿Otra vez? ¿Y ahora qué hacemos, señores?
El silencio incómodo era interrumpido por la tosecilla de los más ancianos:
—Pues a mí me parece una gran escritora —murmuraba uno.
—Sí, a mí me gusta esa muchacha, tiene talento y agallas —apuntaba, otro, atrevido.
Los más jóvenes se miraban entre sí. La tensión se palpaba en los sillones.
—Votemos, votemos —decían entusiasmados los ancianos.
«La gran Gertrudis Gómez de Avellaneda se quedaba sin sillón»
Doña Gertrudis había llegado llamando a las puertas de la modernidad en una corporación que, por desgracia, iba a otro ritmo. Hubo tres votos por correo a favor de la escritora por parte de los académicos más ancianos que por achaques de salud ya no acudían a los plenos de los jueves. Sin embargo, los académicos presentes decidieron que estos no se computarían y pasaron a una votación de carácter más general:
—¿El sexo femenino debe formar parte de la Academia, sí o no? Votemos, señores.
El resultado de la votación fue muy claro: seis académicos a favor y catorce en contra de la presencia femenina en sus filas.
La gran Gertrudis Gómez de Avellaneda se quedaba sin sillón.
La tercera mujer
Aunque los mantuvo unos años a salvo de polémicas, aquella votación no podía detener el tiempo. Medio siglo más tarde, la Academia no tuvo más remedio que volver a enfrentarse con la realidad: doña Emilia Pardo Bazán, que a esas alturas gozaba ya de un sólido prestigio y era reconocida intelectual y socialmente, teniendo publicada la mayor parte de su obra, presentó su propia candidatura en marzo de 1912, enviándola de forma personal a modo de carta de su puño y letra, directamente al director de la institución.
—¿La Pardo Bazán? Ay, madre, ahora sí que se va a liar la gorda.
—No sea usted polisémico, hombre, a ver si se entera la condesa y nos corta el cuello. O algo peor.
Un silencio temeroso sobrevolaba la sala de plenos. Algunos miraban de reojo a don Benito que, haciéndose el distraído, hojeaba uno de los diccionarios como quien no quiere la cosa. Todos fingían no saber, pero era público y notorio que doña Emilia Pardo Bazán y Pérez Galdós habían sido amantes.
«Los nombres de algunas mujeres ya sonaban con fuerza, como el de Carmen de Burgos, alias Colombine»
La Academia, a pesar de reconocer los méritos de la autora, se aferró a aquel acuerdo de 1853 para seguir vetando el acceso femenino a los sillones con letras. La discusión estaba servida, y tanto el director como el secretario hubieron de hacer equilibrios para superar el trance, pues sabían que cerrar la puerta a la popular Pardo Bazán, mujer de armas tomar, implicaba abrirla a varios frentes: las altas esferas, con influyentes políticos y el mismísimo rey interesados en el tema; la calle, esperando ver un sillón académico bajo el trasero de una mujer; y la prensa, que había iniciado una campaña controvertida y polémica sobre Academia y sexo (femenino). De hecho, el asunto de la Pardo Bazán no era el único del que se ocupaba el mundo cultural de entonces, pendiente de otras dos candidaturas femeninas: Concepción Arenal para la Academia de Ciencias Morales y la duquesa de Alba para la de Historia.
Mujeres modernas
El primer tercio del siglo XX en España fue política y socialmente convulso, pero la mujer seguía ganando terreno, con mucho esfuerzo, en su incansable lucha por ser reconocida. Los nombres de algunas mujeres ya sonaban con fuerza, como el de Carmen de Burgos, alias Colombine, novelista y articulista, habitual de los cafés literarios y los círculos culturales; Victoria Kent, diputada en las Cortes Constituyentes del 31; María de Maeztu, profesora universitaria en las facultades de Magisterio y Pedagogía y fundadora de la Residencia de Señoritas, primer centro oficial dedicado en fomentar la enseñanza universitaria para las mujeres; Clara Campoamor, prestigiosa jurista; Concha Espina, escritora y periodista, o Sofía Casanova, primera corresponsal de guerra española, que vivió y documentó las dos grandes guerras, así como la ocupación nazi de Polonia, donde residía con su marido y sus cuatro hijos. Mujeres, en definitiva, luchadoras y valientes.
La cuarta mujer
Corría el año 1928 cuando la Real Academia recibía tres candidaturas por la vía oficial, es decir, avaladas por al menos tres académicos, siendo la tercera de ellas de nuevo la de una mujer. Esta vez se trataba de la sevillana Blanca de los Ríos, cuya fama en el mundo literario se debía a los ensayos y críticas sobre algunos autores del Siglo de Oro, especialmente Tirso de Molina.
«Doña Blanca fue sometida en igualdad de condiciones con los otros dos candidatos a la urna de las votaciones, aunque (sorpresa) no salió elegida»
Se volvía a repetir la historia: la prensa desempolvaba viejos rencores y todos acudían a las columnas de los periódicos a opinar. Incluso la Asociación Nacional de Mujeres Españolas exponía respetuosamente la necesidad de contar con una mujer para así «honrar a todas las mujeres de nuestro país».
Esta vez los académicos no recurrieron a la exhumación del viejo acuerdo de 1853. Doña Blanca fue sometida en igualdad de condiciones con los otros dos candidatos a la urna de las votaciones, aunque (sorpresa) no salió elegida.
La quinta mujer
Pocos años después de este hecho estalló la Guerra Civil Española primero y la Segunda Guerra Mundial después, y con el país y el mundo envueltos en sangre se olvidaron estas polémicas, hasta que casi al final de la dictadura franquista, en 1972, de nuevo una mujer llamaba a las puertas de la RAE avalada por tres académicos, como establecían las reglas de la Corporación. Se trataba de María Moliner, autora de un diccionario de uso de gran riqueza que se había convertido en un manual conocido por todos. Ella misma describía de esta manera tan sencilla su gran hazaña:
«Estando yo solita en casa una tarde cogí un lápiz, una cuartilla y empecé a esbozar un diccionario que yo proyectaba breve, unos seis meses de trabajo, y la cosa se ha convertido en quince años».
«María Moliner hizo una proeza con muy pocos precedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana, dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y —a mi juicio— más de dos veces mejor» —escribió el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez—.
Sin embargo, esto no fue suficiente, y a pesar del torbellino desatado en prensa, no obtuvo el sillón. El candidato elegido en detrimento de María Moliner fue el filólogo Emilio Alarcos.
Mujeres con sillón
Fue en 1978, apenas tres años después de la derrota de la Moliner, cuando una mujer ocupó finalmente un sillón en la Academia. Se trataba de Carmen Conde, poetisa y escritora, quien tomó asiento en la silla «K». En 1983 se nombró a la segunda académica de la lengua, la novelista Elena Quiroga, en el sillón «a».
La llegada de la democracia a España trajo consigo la incorporación de la mujer en todos los ámbitos de la ciudadanía. La fuerza reivindicativa de la voz femenina había dado sus frutos también en la RAE, donde las mujeres fueron poco a poco ocupando —¡por fin!—, su merecida silla grabada con una letra del alfabeto latino:
La escritora Ana María Matute (1996) en el sillón «K»; la bioquímica y genetista molecular Margarita Salas (2001) en el «i»; la historiadora Carmen Iglesias (2000) en el «E» la escritora Soledad Puértolas (2010) en el «g»; la filóloga Inés Fernández-Ordóñez (2008) en el «P»; la novelista Carme Riera (2012) en el «n»; la filóloga y «siglodorista» Aurora Egido (2013) en el «B»; la editora Clara Janés (2015), en el «U», la filóloga Paz Bataner (2017) ocupa la letra «s».
Las académicas recientes son: Paloma Díaz-Mas (2022), sillón «i»; Dolores Corbella (2023), sillón «d»; Asunción Gómez-Pérez (2023), sillón «q» y Clara Sánchez (2023), sillón «X».
FUENTE: https://www.zendalibros.com/mujeres-de-armas-tomar-2/
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