JUAN CARLOS ARROYO GONZÁLEZ.
Desde que finalmente se consumaron los acuerdos del PSOE con los partidos separatistas de Cataluña y País Vasco, acuerdos que en nuestro sino interno pensábamos, inocentemente, que eran harto difíciles que se ultimaran, las críticas y protestas de amplios sectores de la sociedad española no han hecho más que ir en crescendo; incluso de personalidades del PSOE, la mayoría –hay que decirlo- viejas glorias del partido que evocan sobremanera el cambio generacional y, lo que es más importante, político, habido en el socialismo español, un cambio -mejor decir deriva- que, en cierta manera, recuerda al proceso de radicalización vivido por este partido en los años de la II República con la sustitución del moderado y socialdemócrata Julián Besteiro por el prosoviético Francisco Largo Caballero, bien conocido con el apelativo de “el Lenin español”.
Esta deriva del PSOE ya vino gestándose con la pérdida del poder por Felipe González ante el triunfo del PP de Aznar en 1996 –posibilitado este triunfo, no lo olvidemos, por establecer comparaciones con el momento actual, con el apoyo del PNV, Coalición Canaria y CIU-, y culmina con la llegada de Rodríguez Zapatero en 2004, donde ya se constata un PSOE a tono con las reivindicaciones de la nueva izquierda surgida tras el hundimiento de la URSS: inmigracionismo, ideología de género, abortismo sin trabas y con particularidades nacionales: la apuesta por “repensar” la Transición –léase su abierta crítica- y la memoria histórica, un derivado de esa apuesta.
La llegada de Pedro Sánchez al gobierno en 2018 tras una moción de censura al gobierno de Mariano Rajoy -con apoyos de independentistas catalanes y los nacionalistas vascos, valencianos y canarios- supone la revalidación –y radicalización- del zapaterismo.
Tras el resultado inesperado de las elecciones de julio de 2023, deviene una complicada situación política en la que el PP gana las elecciones pero no obtiene mayoría suficiente para formar gobierno; Sánchez, en previsión de un resultado como este que pudiera beneficiarle, ya había movido ficha en marzo (una secreta maniobra cuyo conocimiento ha trascendido recientemente para la opinión pública), antes de las elecciones locales y autonómicas por tanto, para tener apoyo de los partidos separatistas llegado el caso. Sánchez era consciente de que tenía que emprender una huida hacia delante para poder gobernar, sabedor de que unas nuevas elecciones podrían ser con toda probabilidad peor para él y, siendo así, rodaría su cabeza –también con toda probabilidad- como líder del PSOE a manos de los mismos de su partido que le habían aplaudido pocas horas antes.
Desdiciéndose de lo manifestado por él y otros miembros del PSOE innumerables veces de que una amnistía para los encausados del Procés catalán no se ajustaba a la Constitución, Sánchez, cuya egolatría y avidez de poder a cualquier precio es archiconocida, decide dar un cambio de 180º para poder seguir como presidente del gobierno anunciando que no ha mentido a su electorado, sino que ha cambiado de opinión. Es evidente que la argucia no puede ser más propia de un trilero cuando un cambio de opinión sobre un tema de tal trascendencia político-jurídica, no ha sido fruto de una reflexión meditada, sino que a todas luces ha sido una decisión interesada por las circunstancias.
En resumen, Sánchez perpetra un fraude político disfrazado de Amnistía por una razón de oportunismo personal vendiéndolo ante todo como necesario por el bien de España.
Como buen encantador de serpientes y para que no atufe demasiado el engaño, Sánchez esgrime, para escudar la maniobra, el fantasma de la “ultraderecha” para recordar constantemente a sus electores que lo importante es que no gobierne “el fascismo”. En la sesión de investidura se ha visto claramente esta estratagema, constatándose por otra parte la actitud de las bases del partido y su electorado que ha basculado entre el mutismo por no ceder ante el monstruo “fascista” o bien el clientelismo servil de quien sabe que quien se mueva, no sale en la foto.
Pero por encima de este juego hay que poner el dedo en la llaga para entender el porqué se llega a situaciones como las que estamos ahora y que tiene que ver precisamente con el modelo de la Transición.
Resulta sorprendente escuchar a la portavoz de Bildu en el Congreso Mertxe Aizpurua de que hay que ir contra el modelo de la Transición cuando precisamente es por la Transición que ella está donde está. Y ahí entramos en el fondo de la cuestión.
En primer lugar cabe preguntarse por qué, a diferencia por ejemplo de nuestros vecinos Portugal y Francia, existen en un parlamento nacional partidos y agrupaciones que sólo tienen un ámbito geográfico concreto. Es obvio, y así ha sido desde la Transición, que estos partidos se han valido de su sobrerepresentación en el parlamento nacional para conseguir ventajas exclusivamente para su región.
Decimos sobrerepresentación –y ahí incidimos en el segundo apartado- porque la existente ley electoral –que nunca ha interesado cambiarla- ha beneficiado a esos partidos para que tengan un peso decisivo en la vida nacional condicionando los intereses de la mayoría a los dictados de una minoría.
La razón de todo esto habría que buscarla en la Constitución misma y en su redacción.
El camarada Sánchez y su muro “democrático”
Siguiendo a su maestro Rodríguez Zapatero, el camarada Sánchez ha empleado ad nauseam la consigna de “derecha extrema-extrema derecha” para atacar a la oposición, fuera Vox o fuera el PP, metiéndolos en el mismo fardo sin distinción, y acusándolos precisamente de lo que él hace: crear crispación y confrontación. Este procedimiento tiene sus lejanos orígenes históricos en la URSS cuando Stalin llamaba socialfascistas o simplemente fascistas a todos aquellos partidos de izquierda europeos que no se avenían a seguir sus consignas de formar frentes populares bajo la bota de Moscú.
La táctica de Sánchez es sencilla pero eficaz, y tiene por finalidad mantener a una derecha domesticada en un estado de debilidad permanente que permita, dentro del objetivo final de un cambio de régimen, mantener la ilusión de un sistema “democrático”.
Una Sánchez salvífico levanta así un “muro democrático” para contener la amenaza de un difuso peligro “fascista” que quiere destruir la convivencia que el desea forjar con el concurso de la extrema izquierda, antiguos terroristas y con partidos de derecha como PNV o Junts los cuales, por interés de Sánchez, no son catalogados como “derecha extrema-extrema derecha”.
No es la primera vez que la izquierda ha pretendido levantar muros en la vida polítca. Recordemos a este respecto los llamados pactos del Tinell cuando el PSC, ERC y ICV-EUiA formalizaron un acuerdo para constituir un gobierno tripartito en Cataluña en 2003 para alejar del poder al PP. En aquella ocasión la terminología “higiénica” empleada fue la de “cordón sanitario”. A efectos prácticos es lo mismo.
Independientemente de que el “juego democrático” –léase mejor, partitocrático- implique una lucha por alcanzar el poder, nos preguntamos si estos procedimientos son política y éticamente aceptables en dicho juego.
No es de extrañar pues que, junto con lo anteriormente señalado, aspectos tales como el control del poder judicial por el gobierno, la difuminación de la separación de poderes –ya de por si bastante difuminada- y la laminación del Estado de Derecho, hagan inferir que se ha procedido a importar a nuestro país el modelo político bolivariano de Venezuela. Eso se llama cambio de régimen y con consecuencias previsibles para la monarquía constitucional.
El muro del PP
En probidad, no podemos decir que este haya sido el único muro/cordón sanitario levantado recientemente en España.
Con ocasión de las elecciones locales, autonómicas y nacionales hemos visto como la estrategia del PP ha consistido en enarbolar la bandera del voto útil y denostar a Vox como posible socio de pactos para formar gobiernos ante la fragmentación del voto.
Vox, una escisión del PP ante la errática y confusa línea política llevada por los populares en la era Rajoy, ha sido siempre para los populares, y permítaseme la expresión, un grano en el culo. Desde la década de 1980, la prensa afín a la entonces Alianza Popular –particularmente el diario ABC- ha impedido a toda costa la formación de una entidad política fuerte a la derecha del PP que pudiera poner en peligro la hegemonía de este partido y el modelo bipartidista.
Desde su fundación en 2013, las relaciones entre el PP y Vox han oscilado generalmente entre la frialdad y el desencuentro. Los acuerdos entre los dos partidos para formar gobiernos autonómicos tras las elecciones de marzo no fueron sencillos de culminar y en ocasiones rallaron el esperpento por la actitud de los dirigentes populares : ahí están los casos de Extremadura y Murcia.
La diferencia de fondo entre ambos partidos radicaría en el distinto enfoque ante temas como el inmigracionismo, la ideología de género o el modelo de Estado, siendo Vox crítico en estos aspectos, mientras que el PP ya con Rajoy no hizo nada por derogar o modificar las leyes introducidas con Zapatero. Feijoo sería esencialmente continuista con la línea de Rajoy.
Además hay un factor político claramente visto en los diversos comicios convocados este año: el PP aspira ha recuperar la hegemonía en la derecha y ha restaurar a toda costa el bipartidismo, una misión que se torna harto difícil a nuestro juicio mientras en la sede de Génova no cambien tanto caras como sobre todo líneas estratégicas.
En estas elecciones el PP vuelve a evidenciar que no sabe –ni quiere- encajar las críticas clásicas formuladas por la izquierda de ser un partido con resabios “franquistas” y de “extrema derecha” olvidando que en política se está para encajar todo porque ello va en el sueldo. Frente a ello el partido azul sólo sabe exhibir su conocido perfil bajo de avestruz escondiendo la cabeza, pasar desapercibido lo mejor que se puede explotando su faceta de buen gestor económico cuando ha llegado al gobierno, evitar toda lucha cultural de ideas y aceptar el discurso de la izquierda creando un muro ante Vox, realmente su socio natural, por encima de diferencias y de las alucinaciones de algunos populares que ven en el PSOE su media naranja.
Esta desastrosa estrategia electoral del PP ha generado confusión en el electorado antisanchista y junto con unas previsiones electorales erróneamente optimistas, ha tenido como resultado que el camarada Sánchez haya podido revalidar su gobierno más “frankenstein” que nunca.
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