CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS
«Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo» José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote.
Mis padres me llamaron a la vida, me trajeron a este mundo el nueve de julio de mil novecientos cincuenta y siete, dieciocho años después del triunfo del ejército del General Franco sobre el bando republicano. Casualmente, cuando murió el General yo acababa de cumplir dieciocho años…
Pertenezco, por tanto, a la “generación de la leche en polvo americana”; sí, a la época en la que la gente pedía las cosas por favor, daba las gracias, los buenos días, las buenas tardes, y las buenas noches; los niños y jóvenes trataban a las personas adultas “de usted” (incluyendo a los padres, abuelos, maestros, vecinos…), se levantaban de su asiento cuando el profesor entraba en clase, en señal de respeto (a nadie se le ocurría salir corriendo del aula cuando sonaba el timbre anunciando la hora del recreo, o de que la jornada escolar se había terminado, hasta que el profesor daba permiso para levantarse y salir…) y por supuesto, a ningún padre o ninguna madre se le ocurría ir a reñirle al profesor de su hijo, o a discutir, o cuestionar la labor del profesor cuando el niño (o la niña) regresaba a casa quejándose de que había sido reprendido, o castigado “injustamente”, y menos yendo de la mano y en presencia de su hijo… Por supuesto, había un general consenso respecto de que “para educar a un menor es necesaria toda la tribu”, nadie tenía la ocurrencia de reñirle al vecino por haber tenido la osadía de reprender o castigar a su hijo, e incluso por haberle dado un guantazo, o una colleja… Se daba por supuesto que, si el adulto actuaba de tal modo, era porque el niño se lo merecía…
En la España de entonces había cuestiones que nadie transgredía, nadie cuestionaba, por la sencilla razón de que todo el mundo consideraba que las fórmulas convivenciales que funcionaban, no había ninguna necesidad de cambiarlas. Pese a que en la actualidad haya mucha gente que nos pinte aquella época como un infierno absolutamente insoportable, poco menos que un estado policial, en el que la gente “funcionaba” a base del miedo y la represión, la coacción constante, con mayor o menor violencia, “la letra con sangre entra”, y cosas por el estilo; todo aquello, aparte de no ser percibido como una crueldad insoportable, salvo que alguien no sepa de qué está hablando, nadie puede afirmar -sin caer en la mendacidad- que tales cosas eran cosa exclusiva de la España franquista, dictatorial, liberticida, y etc. Cualquiera de las naciones de nuestro entorno cultural y civilizatorio, cualquiera de las democracias occidentales de la época, poseían formas de convivencia similares, trataban y educaban a sus hijos de forma similar, y en todos los países supuestamente “modernos” de entonces, salvo raras excepciones se consideraba “legítimo” reprender y corregir de forma “razonable” a los menores, incluso recurrir al castigo físico. Tal es así que en determinados lugares que se nos ponen generalmente como ejemplo de país avanzado, aún se sigue considerando legítimo que los padres y educadores abofeteen a la infancia.
También distorsionan la realidad de aquellos años, quienes presentan a los varones como unos brutos egoístas, abusadores, que trataban a sus esposas y compañeras de forma irrespetuosa, y demás “lindezas” de las que tanto nos hablan algunos en la actualidad.
Evidentemente, energúmenos haberlos los había, como sigue habiéndolos, y posiblemente (por mucho que nos disguste) seguirá habiéndolos por los siglos de los siglos. Como también, había “energúmenas” (siempre las ha habido…) Harina de otro costal es que la “legalidad” de entonces considerara a las mujeres como “inferiores” y merecedoras de ser tuteladas, primero por sus papás, segundo por el Estado, y después por sus esposos, hasta tal punto de que no podían contratar sin permiso de su padre o esposo, fuera comprar una vivienda, o contratar un préstamo, o cualquier cosa actualmente inimaginable… pero, no olvidemos que en España todos, sin excepción, eran considerados súbditos y por tanto “menores de edad” en casi todos los sentidos.
Como tuve la fortuna de vivir en un pueblecito de apenas mil habitantes hasta la adolescencia, hasta mis diez u once años, mis padres no consideraban que nuestra calle fuera demasiado transitada como para que yo no pudiera moverme sin supervisión adulta. Su percepción del peligro respecto de los menores no era social ni de clase alguna. Los niños de aquellos años pasábamos mucho tiempo en la calle tras asistir al colegio, realizar las tareas escolares, etc. hasta que nuestra madre se asomaba al umbral para decirnos que ya era hora de regresar a casa… Para ir a jugar con los amigos no se precisaba cita previa.
No recuerdo que en mi infancia ningún adulto me explicara lo que significa la palabra «drogadicto». En la escuela no se hablaba de drogas, tampoco en el bachillerato, de conductas peligrosas, de la influencia de la drogadicción. Nadie lo consideraba necesario.
Hasta ya muy cerca de la adultez la idea de que alguien viviera recogiendo cartones o algún tipo de basura o algo semejante era percibido como una situación de pobreza extrema, de indigencia, absolutamente excepcionales… Y eso, a pesar de que la posguerra, los años del hambre, mi generación, «la de la leche en polvo americana» no era de opulencia. Claro que, eran muchas las entidades de beneficencia que se encargaban de poner remedio a las situaciones extremas.
No recuerdo haber visto a gente hurgando en la basura en busca de alimento o gente «sin techo» … u «ocupas» allanando propiedades privadas.
Transcurrido el tiempo, y más después de la muerte del General Franco, poco a poco nos hemos ido acostumbrando -normalizando lo llaman ahora- a ver gente revolviendo la basura para comer, como también hemos «normalizado» que es muy poco seguro dejar ir a un niño, o una niña, solos por la calle. También nos hemos acostumbrado, por desgracia, a que tras repetir y repetir curso (o sin repetir como ahora ocurre), los menores finalicen sus estudios de secundaria sin saber leer ni escribir en español, sin saber lo más elemental de matemáticas, sin saber apenas nada de Lengua y Literatura españolas, sin conocimientos de Historia de España… y que acaben ingresando en las Universidades a pesar de ello. También hemos «normalizado» que el consumo habitual y excesivo de alcohol comience en la pubertad o incluso antes; que el consumo de drogas no sea un problema excepcional y de muy pocos sino una verdadera epidemia, al mismo tiempo que un fabuloso negocio mafioso que violenta a nuestra sociedad, nuestra convivencia y condiciona el comportamiento de cualquier comunidad, sea grande o pequeña. Hasta tal punto hemos llegado que la situación es ahora, al contrario: la «gente de bien» se ha convertido en marginal, o casi, y lo habitual, e incluso el ejemplo a seguir (publicitado hasta el hartazgo por los medios de información, creadores de opinión y manipulación de masas) es la conducta que en tiempos pretéritos era considerada propia de la «gente de mal vivir», lo peor del barrio.
En 1919 Franz Kafka publicó un cuento titulado «Un viejo manuscrito»), en el que un zapatero narra la desventura de su ciudad, invadida por unos «bárbaros» nómadas, brutos, insensibles y salvajes. Las autoridades de la ciudad no hacen nada para controlarlos, y los ciudadanos corrientes tienen miedo.
Una lectura apresurada del texto da pie a interpretaciones de toda clase, e incluso hay quienes dicen que es un alegato contra la xenofobia.
Los nómadas del cuento roban lo que se les antoja; no respetan la propiedad, y por supuesto no trabajan ni aportan nada a la comunidad. Kafka cuenta cómo el carnicero pone la carne a la venta y los nómadas se la roban de inmediato; los vecinos hacen una colecta para ayudarlo. La situación llega hasta el extremo de que el carnicero decide ahorrarse el trabajo y lleva un buey vivo a la carnicería. El resultado es horroroso.
“Me pasé toda una hora echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír los mugidos de ese buey, mientras los nómadas se abalanzaban desde todos lados sobre él y le arrancaban con los dientes trozos de carne viva.”
En España, generalmente, si un camión con determinada mercancía vuelca en un lugar poblado, es muy posible que los habitantes del lugar la roben, y si se trata de animales vivos, serán muchos quienes se los apropien e incluso los sacrifiquen a no mucho tardar… Y más si tenemos en cuenta los miles de personas, «emigrantes ilegales» que transitan por todo el territorio de España… Es muy posible que situaciones así se den con relativa frecuencia y que los medios de información, creadores de opinión y manipulación de masas no hablen de ellos, como de otros hechos delictivos, pues si no tendrían que hacerlo un día sí y el otro también…
Lo que se narra en el cuento de Kafka, la escena en que una muchedumbre enloquecida realiza un acto brutal, es porque los integrantes del grupo saben que no corren riesgos de ser castigados, nadie los disuade, nadie trata de impedírselo…
Aunque pueda parecer exagerado, España vive en una situación de brutalidad tal, incomprensible, de salvajismo porque ya hemos sido invadidos por «nómadas», nómadas que han traspasado nuestras fronteras éticas sin que nadie tratara de frenarlos, de disuadirlos, sin apenas resistencia… y hemos permitido que vinieran para quedarse; y ahora son parte de nuestro paisaje cotidiano. Los bárbaros son la nueva normalidad ante la cual no sabemos cómo reaccionar.
La sorpresa, el miedo, la incertidumbre, derivan hacia la nostalgia; también hacia la algarabía, hacia la bronca, e incluso el odio y la violencia… También hacia el lamento, a ejercer el derecho al pataleo.
—¿En qué terminará esto? —nos preguntamos todos—. ¿Hasta cuándo soportaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha traído a los nómadas, pero no sabe cómo hacer para repelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que antes solían entrar y salir marchando festivamente, ahora están siempre encerrados detrás de las rejas de las ventanas. La salvación de la patria sólo depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos preparados para semejante empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de cumplirla. Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina.
Kafka no va más allá de la situación a la que hemos llegado en España… pero los españoles no estamos condenados a llegar a un final kafkiano.
El palacio imperial no está todavía cerrado del todo y el emperador es posible que esté dispuesto a hacer algo, si no contra todos, sí contra algunos de los bárbaros.
Sí, es cierto que nuestro rey durante largo tiempo ha olvidado sus obligaciones y el reino, el imperio de la ley es especialmente lento e impotente y que la indolencia con la que el rey actúa, parece acentuar la impotencia… Como en el cuento de Kafka, los comerciantes tienen miedo y los guardias escasean en la calle. Hay quienes sospechan, con razón, que la inacción de los gobernantes -con el rey a la cabeza- es premeditada, otros les reprochan haber asumido una responsabilidad que de antemano ignoraban cómo cumplir.
Casi todos dudamos de que la salvación venga del palacio, pero anhelamos que así sea.
Los ciudadanos del cuento de Kafka no saben qué hacer, están perdidos en su trama, no se consideran capacitados para responder a los acontecimientos.
Me gustaría creer que podemos prescindir de la nostalgia. La nostalgia es un puente en mal estado por el que pretendemos cruzar al otro lado de una brecha dolorosa… el puente se está cayendo, y a la vista de los resultados, parece que sería mejor dejar que se derrumbe.
En cualquier caso, ya vamos quedando pocos que tengamos motivos, tiempo y energías para evitar que caiga.
Quizá sea mejor que busquemos un camino nuevo: uno que no nos obligue a construir puentes mágicos o a saltar sobre abismos, uno que no tenga un destino definido, glorioso o no, sino que nos permita simplemente progresar, avanzar hacia adelante.
Y… ¿Qué hacemos con los bárbaros, los arrojamos al abismo?
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