CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN
La España oficial consiste en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos (ahora también radios y televisiones, generosamente regados con dineros de nuestros impuestos), hacen marchar unos ministerios de alucinación. José Ortega y Gasset.
Soy profesor de Historia, ya jubilosamente jubilado, y de vez en cuando releo o profundizo en mis conocimientos, y especialmente la Historia de España durante el siglo XIX y comienzos del XX…
Aunque aparentemente sea un tópico, quien no conoce su propia historia, dicen que está abocado a repetirla y en definitiva, a volver a tropezar en las mismas piedras que sus ancestros. Tras reencontrarme con el final del Antiguo Régimen, los últimos coletazos de la monarquía absoluta, la subida al poder de los “liberales”, las dos “desamortizaciones”, los periodos de Regencia, las Guerras Carlistas, los enésimos “pronunciamientos”, la Primera República,… la “Restauración Monárquica”, el “pucherazo” como forma de acceso al poder, el bipartidismo, el pacto de alternancia entre “liberales” y “conservadores”, también denominado “turnismo”; aparte de venirme inevitablemente a la memoria la voz de José Antonio Labordeta (“A veces me pregunto qué hago yo aquí explicando la historia que recién aprendí, los líos de romanos, de moros y cristianos, el follón del marxismo…”) también, de manera obligada, forzosamente, me he vuelto a reencontrar con la obra de otro aragonés: Joaquín Costa.
Joaquín Costa no es una reliquia del pasado, la obra de Joaquín Costa exige que volvamos la vista atrás para poder interpretar nuestro presente y configurar nuestro porvenir. Su diagnóstico es terriblemente clarificador respecto del no tan remoto pasado, y enormemente útil para interpretar el actual estado de la nación española. Cuando uno no se conforma con la lectura simplista, e incluso frívola, sesgada de la obra de Joaquín Costa, cuando uno hace una lectura atenta y comprensiva, entonces, sí: el mensaje de Joaquín Costa le acaba interpelando, cuestionando, e incluso “acorralando”.
El régimen oligárquico-caciquil, y la casta parasitaria, que denunciaba hace más de un siglo Joaquín Costa, han ido perpetuándose, permaneciendo incólumes, intactos, han sobrevivido sin apenas contratiempos. Los oligarcas y caciques han sido capaces de salir airosos de todas las catástrofes que ha padecido España: el desastre del 98 (pérdida de las últimas provincias de utramar), libraron a sus vástagos de las masacres rifeñas, contemplaron en sus mansiones de Estoril la guerra incivil de 1936-1939, permaneciendo siempre en la retaguardia; tras el triunfo del “Movimiento Nacional” se camuflaron rápidamente entre carlistas y falangistas; más tarde, supieron también acomodarse en el Opus Dei (mejor habría que decir “la Opus Dei” pues “obra” es femenino…) y se travistieron de tecnócratas durante el Régime del General Franco ; mutaron sin trauma alguno durante la transición, tornándose demócratas de UCD, Alianza Popular, Partido Popular y PSOE… Incluso se hicieron pasar por comunistas, y nos contaron que habían luchado contra Franco, en la clandestinidad y “corrido delante de los grises”.
En la actualidad, la casta parasitaria integrada por mediocres y malvados, capaz de todos los chanchullos imaginables, y de corrupciones morales, políticas, económicas, y de toda clase; sigue subyugando a España, y a los españoles, sometiéndola a políticas dictadas por organismos supranacionales.
Fallecido el “Caudillo”, dividieron a España como una tarta, y pusieron en marcha el engendro del “Estado de las Autonomías”, creando una inmensa burocracia, integrada por “mediocres inoperantes activos”, para seguir saqueando y arruinando a España y los españoles.
Y la gravedad del cáncer, del que venimos hablando, ha llegado a ser de tal magnitud que, hoy día, hablar de “soberanía nacional” resulta un sarcasmo cruel
Volvamos de nuevo a Joaquín Costa:
El aragonés Joaquín Costa afirmaba en 1.898 que el régimen político existente – hace más de un siglo- en la España de la “Restauración” (llamada también “la España del Regeneracionismo”) era un régimen oligárquico y caciquil, y atribuía a tal forma de gobierno todos los males de la Nación Española.
Afirmaba Joaquín Costa, con absoluta rotundidad, en su obra “Oligarquía y caciquismo como forma actual de Gobierno en España, urgencia y modo de cambiarla” que, “no es nuestra forma de gobierno un régimen parlamentario, viciado por corruptelas y abusos,… sino, al contrario, un régimen oligárquico, servido, que no moderado, por instituciones aparentemente parlamentarias.” El parecido con la actual realidad española no es simple coincidencia. “Este régimen caciquil que, adopta una forma de monarquía parlamentaria, en vez de subordinarse los elegidos a los electores, son éstos los que están sometidos a los elegidos. Además, tampoco la ley contempla o considera de forma ecuánime a todos los ciudadanos.”
El caciquismo es una forma distorsionada de gobierno donde un líder político tiene un dominio total de los habitantes de un determinado territorio, ejercido en forma de clientelismo político. El cacique es un hombre económicamente poderoso e influyente que se encarga de dirigir el voto en función de sus intereses.
Según Joaquín Costa, “en las fechorías, inmoralidades u otros crímenes que forman el tejido de la vida política de nuestro país, el oligarca es tan autor como el cacique, como el funcionario, como el alcalde, como el agente, como el juez, e igualmente culpable que ellos; pero no he dicho bien: esa culpa es infinitamente mayor, y sería si acaso el instrumento o el cacique quien tendría moralmente razón para negar el saludo al personaje o al ministro, que fríamente y a mansalva armó su brazo, haciendo de él un criminal cuando pudo y debió hacer de él un ciudadano.”
En la España caciquil, los oligarcas se reparten el país por áreas de influencia política. Cada oligarca disfruta de su correspondiente feudo-taifa (léase “Comunidades Autónomas”). Los oligarcas se agrupan en asociaciones o “bolsas de empleo”, llamadas partidos políticos y hacen como que deliberan en las Cortes. En España más que Cortes y partidos políticos existe una caricatura de ambas cosas. Los grupos políticos no responden más que a intereses pasajeros y provisionales personales y particulares de grupos de interés (lobbys, o grupos de presión se denominan hoy) Por lo demás, el Parlamento no representa a la Nación. Las elecciones son organizadas por los que realmente gobiernan para obtener el resultado electoral apetecido,
Pero añade aún más: “la existencia de la oligarquía política compromete la unidad de España y fomenta el secesionismo político y territorial. Para que subsista España como Estado Nacional es preciso que desaparezca la oligarquía; la oligarquía desnacionaliza España”.
¿No les resulta especialmente “familiar” todo ello?
El sistema seudo parlamentario, denostado por Joaquín Costa, posee “mayorías y minorías” que son al fin y al cabo partes de un único partido gobernante, la representación es inexistente de facto. Los diputados representan a las diversas facciones, dentro de la oligarquía, por eso el “consenso” entre ellos es fácil.
Otra consecuencia del régimen oligárquico es la ausencia de una ciudadanía madura moral y políticamente: “España, como Estado oligárquico que es, no puede tener ciudadanos conscientes; electores, ni, por tanto régimen parlamentario, y porque no puede tenerlos no los tiene.” Como el pueblo español carece de madurez política, el sufragio universal también es una ficción…
De sus críticas tampoco se libran los medios de comunicación, la prensa dice Joaquín Costa, es responsable de la postración de España.
El diagnóstico de Joaquín Costa respecto del régimen salido de la Restauración Borbónica de 1876 puede serle igualmente aplicado al régimen de la Restauración de 1978. El parlamentarismo de la Restauración se ha convertido en un parlamentarismo de partidos. Los partidos no tienen estructura democrática. Son órganos del Estado. Están subvencionados por el Estado -o sea, pagados generosamente con nuestros impuestos- y están fuera del control de los ciudadanos.
La corrupción se ha instalado como forma de gobierno en España.
El actual régimen se podría afirmar sin exageración que es un Estado corrupto. No es posible ejercer castigo electoral frente al gobernante corrupto. Existe una especie de servidumbre voluntaria del electorado.
“Los españoles somos un pueblo enseñado a huir de la verdad, a transigir con la injusticia, y soportar la opresión”, decía Miguel de Unamuno.
Además, las personas de los partidos políticos son prescindibles, se pueden sustituir, los partidos no. Los ingredientes de esa oligarquía, de la que venimos hablando, son los partidos y su articulación gubernamental, parlamentaria, judicial, autonómica y municipal. Esta oligarquía posee en torno a sí a organizaciones satélites: asociaciones, “oenegés”, sindicatos, fundaciones, etc. Las subvenciones gubernamentales, cuidadosamente concedidas, impiden cualquier tentación de independencia o de ataque al régimen.
Generalmente, en las elecciones nada se decide.
Los programas de los partidos se parecen cada vez más, y por tanto las elecciones no responden a la voluntad popular. Las elecciones adquieren cada vez más un creciente carácter plebiscitario y se convierten en un acto de adhesión inquebrantable al régimen. Los electores se identifican sentimentalmente con el jefe del partido. La voluntad popular es una retórica vacía e incluso cínica, que expresa el dominio absoluto de los partidos sobre las instituciones y la sociedad. Estos partidos designan a los candidatos y se reparten el poder institucional del Estado así como sus territorios siguiendo cuotas electorales. El sistema lo deciden las direcciones de los partidos políticos.
En este paripé de régimen parlamentario, las Cortes ejercen casi de convidados de piedra. Las principales decisiones las adoptan los jefes de los partidos en reuniones secretas (asesorados por los diversos grupos de presión) y en negociaciones al margen del parlamento. Una vez concluidos los acuerdos, el parlamento escenifica el acuerdo con una votación. Es por tanto el parlamento cámara de manifestación no de reunión ni de debate. El partido gobernante controla el poder legislativo y el ejecutivo, y el poder judicial a través del Consejo General del Poder Judicial y mediante el Tribunal Constitucional. No hay división de poderes…
Pero… ¿Son todos los políticos profesionales unos golfos?
Sin duda alguna, a la única conclusión a la que uno puede llegar es que los partidos políticos (aunque quizá hay alguna excepción marginal, e insignificante) consideran que el fraude, la malversación de fondos públicos, el robo, la estafa, y tantas tropelías más de las que nos hablan un día sí y el otro también los medios de información, son “daños soportables”.
Hace pocos meses se cumplieron 46 años de la muerte del General Franco, y hace un mes se ha conmemorado el 43º aniversario de la Constitución Española de 1978, o mejor dicho del referéndum mediante el cual los españoles con edad de votar aprobaron abrumadoramente la constitución vigente. Aquello, como bien sabe cualquiera que sepa de historia o guarde memoria de ello, fue una “carta otorgada” respecto de la cual apenas hubo debate ni discusión, pese a que los españoles de entonces la apoyaran con su voto, la mayoría sin saber demasiado bien a qué daban su consentimiento, tal es así que quienes la apoyaron desde la ignorancia voluntaria, o como algunos llaman “ignorancia racional”, nunca la han leído, ni falta que les hace, y menos aún sus descendientes, algunos de los cuales dicen ahora que hay que reformarla, actualizarla, y cosas por el estilo pues ellos no tuvieron la oportunidad de participar en aquel referendo, por no haber nacido o no tener edad suficiente para votar…
Quienes ahora y durante años nos han dicho aquello de “la constitución que nos dimos todos los españoles” y frases vacías por el estilo, también nos hablaban y siguen hablando de la “constitución del consenso”; pero ¿de qué consenso nos hablan?
Son muchos, yo entre ellos, los que piensan que el consenso no es cosa positiva, sino todo lo contrario, y además que allí donde lo hay no puede haber libertad, pues el consenso es la “anti-ideología”, la ideología del consenso socialdemócrata, que fundamentalmente se basa en el miedo, la propaganda, la falsa representación y en suma “la cultura de la mentira”.
Cualquier persona que esté medianamente informada, sabe perfectamente que en España sigue habiendo, aunque de forma menos descarada, un régimen político idéntico al que hace un siglo se denominaba “turnismo”.
Los procesos electorales, tal como están diseñados, no permiten ni por asomo la igualdad de oportunidades, como tampoco se puede hablar de elecciones libres (cuando hablo de libertad, me refiero a la capacidad de tomar decisiones, de poder optar). En la práctica, ni existe la posibilidad de ser elegido (ser candidato en igualdad de condiciones y oportunidades que los demás) ni tampoco la de elegir a quien uno desee, por considerar que es el candidato más idóneo para que nos represente.
Son las oligarquías de los partidos las que deciden, quien sí y quien no va en las listas electorales; que además son cerradas. Es decir que desde hace más de cuarenta años son siempre los mismos los que manejan el proceso de decidir sobre los integrantes de cada lista. Y además, de paso se aseguran “lealtades”, sumisión, servidumbres voluntarias (aquello de “quien se mueva no sale en la foto”), y la denominada “disciplina de partido” (aunque a veces haya alguien que les salga “rana”), o sea, la sujeción a las consignas y directrices que deciden los que dirigen cada partido político. No hace falta mucha imaginación para llegar a la conclusión de que es el “criterio de docilidad-fidelidad” el que determina que se repita o no en los siguientes comicios, y no la eficacia en el desempeño del cargo o el respaldo de los electores.
Aparte de lo anterior, que tiene una especial importancia, está el hecho de que quienes ya participan de una u otra forma del poder, reciben ingentes cantidades de dinero (de los presupuestos del estado) y subvenciones en múltiples formas, que les posibilita hacer un despliegue propagandístico-publicitario con el que, de ningún modo, otras agrupaciones políticas pueden rivalizar. Por otro lado está, también, el acceso a los medios de comunicación (que controla de manera férrea el partido gobernante y sus socios-aliados) que está casi totalmente vedado a opciones que no sean ya parte del sistema.
Tampoco podemos olvidar los “préstamos bancarios” que los principales partidos reciben una y otra vez, en cada ocasión que hay elecciones, y que generalmente les son perdonados…
Aparte de lo anterior, hay un factor especialmente determinante: no existe proporcionalidad directa, no hay relación entre el número de votos conseguidos y el número de cargos electos que cada candidatura obtiene. En la normativa electoral está calculado todo de tal forma que siempre salen favorecidos los llamados partidos mayoritarios, apenas existen resquicios para conseguir representación en las diversas instituciones…
Quienes hayan llegado hasta aquí, dirán que estoy olvidándome del fraude electoral, a la hora de los escrutinios, del recuento de votos. Efectivamente, para que las cosas salgan como a los que cortan el bacalao tienen previsto, de vez en cuando se recurre al fraude; sí, aquello del pucherazo que, como ya contaba viene de antiguo, y se ha convertido en una tradición en España. El pucherazo era un elemento imprescindible cuando el turnismo, y lo siguió siendo durante la Segunda República Española, que para empezar, echó a andar con fraude, pues aquellas elecciones municipales tras las que Alfonso XIII abdicó, no fueron ganadas por los partidos republicanos, y como lo que comienza torcido, luego es difícil de enderezar, fue la práctica corriente durante aquel quinquenio, y cuando no se recurría al pucherazo, se recurría a la insurrección, como en 1934, y más tarde nuevo pucherazo en 1936… y no me lo invento, los historiadores serios así lo atestiguan.
Y ya, en plena “democracia”, tras la transición, siempre ha revoloteado algo más que sospechas en todos los comicios convocados, y cuando no, siempre cabía alguna forma de “golpe de estado”, como aquel 11 M, de los atentados de los trenes de Atocha.
En España siguen votando los muertos, hay gente que vota varias veces, al estar empadronada en varios municipios al mismo tiempo. Y un largo etc. Todo ello, a pesar que ya estemos en el siglo XXI y la era de la información…
Y ante este sombrío panorama, ¿qué cabe hacer?
Evidentemente hay que ser un incauto para pensar en que, el actual régimen vaya a propiciar su propia defunción, muy al contrario, va a tratar de integrar, asimilar, cualquier tentativa de progreso (de avanzar a mejor), cualquier acción que vaya por otros derroteros, ya sea “endulzándola”, o caricaturizándola, o “ninguneándola”, emprendiendo acciones para tergiversarla, en fin todo lo que se les ocurra a quienes forman parte del aparato del régimen demagógico-populista. Incluso intentarán “criminalizarla” si creyeran que eso es lo mejor para sus intereses.
Entonces, insisto: ¿Qué hacer? ¿Qué solución es posible para acabar con semejante entramado corrupto, calificable de mafioso, gansteril o casi? Es difícil, por no decir imposible, tratar de competir con “el sistema”, utilizando sus mismas “armas”, los mismos modos, los mismos medios, idénticas estrategias, e incluso hasta su mismo lenguaje; no vale la pena, es gana de malgastar tiempo, dinero, energías, y de paso ir dejando en el camino rencores, heridas, enemigos… Igualmente de negativo sería instalarse en el pesimismo…
Y… ¿Entonces qué? Pues habrá que ir pensando en otros procedimientos. Lo que sí es claro es que, como decía Edmund Burke, para que triunfe el mal, basta con que las buenas personas, los españoles de bien, no hagamos nada… Si en lo esencial, son muchos los españoles que comparten el diagnóstico que se hace en el presente texto, entonces, ¿por qué nadie hace nada por tratar de cambiar este fatal estado de cosas?
¿Por qué nadie hace caso, ni ciudadanos ni autoridades, de las denuncias que algunos realizamos?
¿Acaso el cinismo amoral que impregna a la clase política también afecta a la sociedad española y hace que nadie esté interesado en limpiar esta pestilente pocilga en la que se ha convertido la política en España?
Habrá más de uno que haya llegado hasta aquí, que considere que los argumentos descalificadores, tantas veces repetidos por mí (como por muchos más españoles decentes), en otros artículos, no parece que surtan efecto de clase alguna y que nadie se da por aludido.
Esperemos que en esta ocasión, mi discurso tenga bastante más resonancia social que en ocasiones precedentes, y que algunos se decidan a impulsar la necesaria regeneración de nuestro sistema institucional.
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