«OTAN, ¡de entrada No!», la Amnistía a los golpistas de Cataluña y otras estafas del PSOE (también del PP) a sus electores y sobre la necesidad de restablecer el «juicio de residencia».

Hace casi cuarenta años el PSOE, entonces presidido por Felipe González Márquez, tras haber mantenido una postura clara y rotunda sobre mantener a España en una situación de neutralidad internacional, decidió dar un bandazo y sometió a referendum la posibilidad de integrarnos en la OTAN, con el eslogan-consigna «OTAN, de entrada NO»…

Efectivamente, la pirueta del PSOE, de hace cuatro décadas fue del mismo calibre que cuando el PSOE ahora presidido por Pedro Sánchez, decide formar gobierno con «podemos» y demás estalinistas, con los herederos de ETA y con los separatistas catalanes, a pesar de haber jurado y perjurado que nunca lo haría; y para remate del tomate, promovió el indulto de quienes promovieron un golpe de estado en 2017 en Cataluña y posteriormente los amnistió…

En aquella ocasión, en 1986, tras el referendum «OTAN, de entrada NO», si la memoria no me falla, hubo un cantante, o actor, que denunció al PSOE en los tribunales «por incumplimiento de contrato», considerando que cuando un partido político se presenta a unas elecciones, con un determinado programa-proyecto de gobierno está haciendo un contrato con sus electores, y si no lo cumple, o lo incumple parcialmente, está incurriendo en delito de estafa.

«Nuestro partido no asume la decisión de integrarse en la OTAN, y, por consiguiente, estará en contra de la misma, con las consecuencias históricas que tenga mantener una coherencia lógica entre lo que decimos y lo que pensamos hacer». Esto había manifestado Felipe González, secretario general del Partido Socialista Obrero Español, el 6 de octubre de 1981 en la Comisión de Exteriores del Parlamento, respecto a la cuestión de la pertenencia de España a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Un año después, en octubre de 1982, el Partido Socialista Obrero Español se alza con la victoria en las elecciones generales por mayoría absoluta, lo cual, al entender de quienes le habían dado su apoyo debía suponer la salida inmediata del Tratado Atlántico.

Por supuesto, no podemos olvidar que el proceso de incorporación de España a la Alianza Atlántica se inició tras el discurso de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno, el 25 de febrero de 1981; sustituyendo a Adolfo Suárez…

El Partido Socialista Obrero Español cumplió al pie de la letra con el dicho de “donde dije digo, digo Diego”. Además, en el colmo de lo prodigioso y como muestra de que hay que saber colocarse en el panorama mundial, pasado el tiempo, como ejemplo del “trabajo bien hecho”, dispuso en sus filas del primer español, socialista él, nombrado secretario general de la OTAN, en la persona del exministro Javier Solana, que ostentó el cargo entre 1995 y 1999 y máximo responsable de la destrucción de la antigua Yugoslavia y el terrible genocidio sucedido en la Península Balcánica.

Sin duda alguna, estamos hablando una grandísima estafa. No recuerdo cómo concluyó el pleito que le pusieron al PSOE, por el incumplimiento de su «contrato» con los electores; pero de lo que si tengo absoluta certeza es de que estas actuaciones no deberían quedar impunes y quienes alcanzar el poder deberían estar obligados a cumplir sus compromisos con el electorado.

No puede permitirse que, tal cual dijo en cierta ocasión Enrique Tierno Galván (PSOE) “Las promesas electorales están para no cumplirse”.

Uno de los reproches que con más frecuencia se les hace a los políticos es su propensión a prometer lo que no van a cumplir, y seguir mintiendo al justificar el quebrantamiento de sus promesas a unos electores que, de forma incomprensible y en un elevado porcentaje, tienden dejarse engañar una y otra vez, hasta el extremo de volver a votar a quienes en anteriores ocasiones les mintieron…

Alguno que haya llegado hasta aquí, dirá que tengo «memoria selectiva», o algo semejante; no se equivoquen, tampoco me he olvidado de cuando el PP ganó por mayoría absoluta las elecciones de 2011, con Mariano Rajoy al frente a base de mentiras, cuando ofreció crear empleo y reducir impuestos en un contexto de crisis en el que era imposible hacerlo, una circunstancia que los populares conocían sobradamente, sabedores la herencia recibida, tras la terrible gestión de José Luis Rodríguez Zapatero, que luego utilizaron para exonerarse y justificar el enorme engaño con que habían embaucado a sus votantes.

¿Cómo obligar a los políticos a que cumplan sus promesas, y hacer que los programas electorales no sean papel mojado? 

En primer lugar, los ciudadanos deberían estar suficientemente informados y formados de manera que su voto fuera en «crítico» para evitar la inercia, que hoy sucede, de volver a confiar en quien previamente los ha engañado, algo que, por sesgo ideológico, o por descarte de otras opciones, no se da en la práctica y hace frecuente la reincidencia de votar a un partido que no cumplió sus promesas. Claro que, aspirar a tal cosa es un imposible.

En segundo lugar, debería reformarse la legislación electoral para que los programas electorales sean considerados un contrato (contrato-programa) según el cual se pueda exigir que los partidos lleven a cabo lo prometido, so pena de que el peso de la ley recaiga sobre ellos en caso de incumplimiento.

Cualquier promesa realizada en campaña electoral, de no cumplirse sería fraude o engaño al electorado aplicándosele la sanción correspondiente. La Junta Electoral Central velaría, supervisaría en todo momento el cumplimiento del contrato acordado por el partido gobernante con los electores y su incumplimiento conllevaría, si fuera definitivamente sancionado por el Poder Judicial, la devolución de todas las subvenciones recibidas durante la legislatura (por fraude o engaño) y/o la pérdida de los salarios de sus representantes (por incumplimiento de contrato).

Al final de cada legislatura un comité electoral valoraría el porcentaje de cumplimiento de forma pública y transparente.

Esto que aquí se está exponiendo, viene a coincidir con una institución genuinamente española, de manera más precisa, castellana, instituida por Alfonso X, el «Sabio» en el siglo XIII:

EL JUICIO DE RESIDENCIA.

Ya ha habido algunas ocasiones en que he hablado de esta institución genuinamente española, pero como sigue estando de plena actualidad, para quienes aún ignoren de qué va el asunto, ahí va de nuevo:

 El Juicio de Residencia fue una institución jurídica que tuvo gran importancia en la gestión política, la supervisión y el control de los empleados públicos, a lo largo de los siglos, que desempeñaban sus funciones tanto en España como en el resto de los territorios del Imperio Español.

El juicio de residencia era propio del derecho castellano, aunque hay quienes afirman que posiblemente su origen estaba en el derecho romano tardío, fue introducido por Alfonso X el Sabio en las Partidas.

El Juicio de Residencia era un procedimiento para el control de los funcionarios de la Corona española, cuyo objetivo era revisar la conducta de los funcionarios públicos tanto de este lado del Atlántico como de las provincias de ultramar, verificar si las quejas en su contra eran ciertas, la honradez en el desempeño del cargo, y en caso de comprobarse tales faltas se les apartaba o se les imponían sanciones… Eran sometidos a él todos los que hubiesen desempeñado un oficio por delegación de los Monarcas.

Inicialmente se aplicaba sólo a los jueces, que deberían de permanecer en el lugar en el que habían ejercido su cargo durante cincuenta días, para responder a las reclamaciones que le plantearan los ciudadanos que se consideraban perjudicados por ellos.

A partir del año 1308, se someten a él todos los «oficiales» del rey. Se consolidó a partir de Las Cortes de Toledo de 1480, así como en la Pragmática posterior de 1500. Tenían que someterse a él desde los Virreyes, Gobernadores y capitanes generales hasta corregidores, jueces (oidores y magistrados), alcaldes y otros. Se realizaban al finalizar el mandato para el cual habían sido nombrados, para evitar los abusos y desmanes de los gestores de la administración pública.

El jesuita Pedro Ribadeneyra (1526-1611), uno de los preferidos de S. Ignacio de Loyola, en su «Tratado de la religión y virtudes que debe tener el Príncipe cristiano para gobernar sus estados», expresa, refiriéndose al Juicio de Residencia: “…porque cuando no se oyen las justas quejas de los vasallos contra los gobernadores, además del cargo de conciencia, los mismos gobernadores se hacen más absolutos y los vasallos viendo que no son desagraviados ni oídos entran en desesperación”.  

Los funcionarios públicos, una vez terminado el periodo de tiempo para el que habían sido elegidos, no podían abandonar el lugar en el que habían estado ejerciendo sus funciones, hasta haber sido absueltos o condenados. Una parte de su salario se les retenía para garantizar que pagarían las multas si las hubiere.    

Es muy importante prestar atención a esta última condición, ya que, en prevención del resultado del proceso, y en caso de que el funcionario público, o cargo electo, acabara resultando culpable y tuviese que pagar la sanción pecuniaria que le correspondiese, el tribunal sentenciador dispondría de la cantidad de dinero suficiente para satisfacer la pena que se le impusiera.

Muchos de los funcionarios esperaban con verdadero deseo que, al final de su mandato, llegase este momento, ya que si lo habían ejercido con honradez y ecuanimidad podrían aumentar su prestigio y ser promovidos para puestos superiores.

Evidentemente, cualquier cargo electo o empleado públicos sabía sobradamente que, más tarde o más temprano habría de someterse a un «juicio de residencia», cuando finalizase su mandato. Es más, si habían sido fieles cumplidores de su deber, lo deseaban.

Otro instrumento disuasorio, aparte del Juicio de Residencia, utilizado para frenar la corrupción y perseguir y sancionar a los corruptos era la «visita» que, comprendía una inspección pública o secreta del desempeño de ciertas autoridades para detectar el grado de cumplimiento de sus funciones, y en caso de ser deficientes se les podía reprender o suspender, …

Volviendo al Juicio de Residencia, también es importante señalar que, el residenciado tampoco podía ocupar otro cargo hasta que finalizase el procedimiento.

Una vez finalizado el periodo del mandato, se procedía a analizar con todo detenimiento las pruebas documentales y la convocación de testigos, con el fin de que toda la comunidad participase y conociese el expediente que se incoaba, el grado de cumplimiento de las órdenes reales, y su comportamiento al frente del oficio desempeñado.

El Juez llevaba a cabo la compilación de pruebas en el mismo lugar de la residencia, y era el responsable de llevar y efectuar las entrevistas.

Este juicio era un acto público que se difundía los cuatro vientos para que toda la sociedad lo conociese y pudiese participar en el mismo. El juicio de residencia se comunicaba a los vecinos con pregones, y se convocaba a todos aquellos que se considerasen agraviados, por el procesado.

Se componía de dos fases: una secreta y otra pública.

En la primera se investigaba de oficio la conducta del enjuiciado, y se interrogaba de manera confidencial a un grupo de testigos y se examinaban los documentos.

En la segunda, los vecinos interesados podían presentar todo tipo de querellas y demandas contra los encausados que se tendrían que defender de todas las acusaciones que se hubiesen presentado en las dos etapas del proceso.

Según fuese la importancia de los delitos, se castigaban con multas, confiscaciones de bienes, cárcel y la incapacitación para volver a ocupar funciones públicas. Generalmente, las penas que más se imponían era multas económicas junto a la inhabilitación temporal y perpetua en el ejercicio de cargo público.

Los Juicios de Residencia fueron una herramienta poderosísima y redujeron enormemente la corrupción y los abusos que, seguramente se habrí­an cometido sin ellos.

Famosos fueron los juicios de residencia contra Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Pedro de Alvarado y otros muchos más. Nadie estaba libre de ser enjuiciado.

Los juicios de residencia funcionaron hasta que fueron derogados por las Cortes de Cádiz de 1812.

Sorprende especialmente que, fueran los liberales los que eliminaron una herramienta tan potente para el control de las corruptelas y abusos polí­ticos de los gobernantes. Indudablemente, sólo cabe pensar que les incomodaba tremendamente…

Respecto de lo que vengo hablando, no cabe duda de que «cualquier tiempo pasado fue mejor».

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