JUAN CARLOS ARROYO
Recientemente el gobierno de Pedro Sánchez, junto a Irlanda y Noruega, ha apostado por reconocer el derecho de los palestinos a constituir un Estado, sumándose así a la lista de los 143 países miembros de la ONU que anteriormente lo habían hecho. Sin embargo, teniendo en cuenta el complicado mapa geopolítico de Oriente Medio, este reconocimiento internacional no solo no ha supuesto que se dé el ya de por si difícil paso de llevar a efecto la creación de dicho Estado, sino que además se discute acerca de si existe tal derecho, negándose el principio fundamental que guió los procesos de descolonización como era el derecho de autodeterminación de los pueblos, un derecho que sí se reconoció a los judíos, mientras que palestinos, saharauis o kurdos siguen a la espera.
Añadamos que resulta especialmente significativo el caso de los kurdos; en un referéndum realizado en 2017 ganó mayoritariamente la opción por la independencia (casi un 93%). No obstante, los países de la zona (Turquía, Siria, Irak, Irán) se opusieron a este referéndum y, curiosamente, Israel apoyó la autodeterminación de los kurdos (alrededor de unos 200.000 judíos kurdos residen actualmente en Israel). Irak ya se había opuesto en la década de los sesenta del pasado siglo al establecimiento de un Estado kurdo, alegando que se quería crear un “segundo Israel” al norte del país árabe con las consecuencias geopolíticas que se derivarían de ello.
Centrándonos en nuestro país, la polarización política también se ha revelado en este tema. “La izquierda”, siempre cercana al mundo árabe, se ha posicionado del lado de Palestina, mientras que “la derecha” lo ha hecho claramente a favor de Israel, destacando en este aspecto Vox. Este panorama ofrece lecturas interesantes.
Históricamente, las revoluciones social-comunistas presentaban un alto número de judíos en sus cuadros de liderazgo, mientras que la oposición hacia los judíos provenían tanto de sectores conservadores como de los movimientos englobados genéricamente en el Fascismo. Ahora parece que la situación se invierte y, en un fenómeno que también se da en Europa, los partidos de derecha han girado hacia posiciones projudías de apoyo a Israel por considerarse que la nación sionista es un “bastión” de las democracias occidentales.
En el caso de Vox se añade además su fuerte posición anti-Islam. Las consecuencias que puede tener la inmigración ilegal y masiva procedente de Marruecos (aunque Marruecos sea aliado de Israel…) así como la acción del terrorismo islamista cuyo exponente fue el atentado de Atocha en Madrid en 2004, han llevado a la formación de Abascal a buscar alianzas en entornos hostiles al mundo árabe. De hecho, la realización del evento conservador celebrado recientemente en Hungría ha estado en manos de un viejo neoconservador judeo-norteamericano y straussiano de primera fila: Elliot Abrahms. En el fondo de todo este despliegue, suena una canción de los años 80 que -y parodiando el texto de la misma- podría decir algo así como “los enemigos de mis enemigos, son mis amigos”, lo cual, aunque históricamente ha sido frecuente como factor de alianzas, no tiene por qué ser cierto y, en muchos casos, desaconsejable.
Por otro lado, en la prensa nacional, o al menos una parte de ella, se ha proyectado una determinada narrativa en la que la situación en la zona parece que surge a raíz del ataque terrorista de Hamás contra civiles israelíes en octubre del año pasado. Pero esto, obviamente, es distorsionar la realidad de un conflicto sangriento que lleva ya muchas décadas puesto que cualquier fenómeno histórico requiere de un contexto para explicarlo y no se puede valorar exclusivamente en función de un acontecimiento.
Tras la declaración Balfour de 1917 donde se estipulaba la creación de un hogar nacional para los judíos europeos y la emigración de estos hacia Palestina después del desmembramiento del Imperio Otomano, la violencia entre sionistas y palestinos no hizo más que acrecentarse a lo largo de los años. Era la época de las milicias sionistas de Haganá, la Banda Stern, del Betar y del Irgún de Menahem Begin, conocido por su atentado terrorista de julio de 1947 en el Hotel King David de Jerusalén donde murieron árabes, británicos y judíos.
Naciones Unidas, en su histórica resolución 181 de la Asamblea General de noviembre de 1947, sin tener soberanía sobre el territorio palestino y sin ser vinculante para nadie, decidió una partición del antiguo protectorado británico que perjudicaba a los palestinos, puesto que siendo los judíos en aquellos momentos menos de un tercio de la población, se les concedió una zona casi diez veces mayor. A continuación de esta partición se desencadenaría la llamada guerra de independencia israelí, en la que se produjeron acciones violentas por parte de las milicias sionistas contra los palestinos con al menos 33 matanzas el año 1948. A raíz de la desclasificación de documentos de archivos por Israel, historiadores israelíes como Illán Pappé, Benny Morris, Avi Shlaim, Simha Flapan, Tom Segev, o Shlomo Sand, además de otros conocidos exiliados israelíes como los escritores Norman Finkelstein o Gillad Atzmon (acusados de “antisemitas”¿?) han escrito extensamente sobre la política de limpieza étnica y de asesinatos contra los palestinos. En 1948 el movimiento sionista consiguió establecer su ansiado Estado al que decidieron no delimitar en sus fronteras (en vista a su futura expansión) ni dotarlo de una Constitución (propio de regímenes democráticos) que estableciera una igualdad para todos independientemente de su etnia o confesión religiosa.
Se dice que es una guerra de Israel contra Hamás, no contra Palestina, pero todo apunta a que estamos ante una estrategia de imagen porque lo cierto es que no se pretende reconocer a Palestina como Estado de ninguna forma. Como ejemplo, la crisis diplomática abierta entre España e Israel ha hecho que el gobierno israelí prohíba al consulado español en Jerusalén de atender a los palestinos en general, no especifica que solo sea a los combatientes de Hamás, lo cual sería lógico.
A Israel obviamente no le interesa un Estado palestino; el asesinato de Isaac Rabin en 1995 por parte de un ultraortodoxo judío seguidor de la orientación del actual primer ministro Netanyahu, puso de relieve la fragmentación existente en la sociedad israelí y que había -y hay- una parte significativa de ella que no estaba dispuesta a aceptar los acuerdos de Oslo de 1993. Hay que señalar además que el gobierno de Benjamin Netanyahu y su partido Likud -siempre descritos en los ámbitos de la izquierda como de “extrema derecha”- pertenece a la línea del sionismo revisionista (radical) fundada en los años veinte del pasado siglo por Vladimir “Zeev” Jabotinsky, cuyo secretario fue el padre del actual mandatario israelí. Jabotinsky proclamaba que el territorio de Palestina tenía que ser exclusivamente para judíos, y que las poblaciones árabes allí existentes debían ser deportadas.
Ante la situación actual, se proclama que no era el momento del reconocimiento de Palestina ¿cuándo entonces? ¿y anteriormente a los atentados octubre de 2023 tampoco? En el lenguaje cotidiano, esto se llama de toda la vida “dar largas”.
El hastío internacional que produce este conflicto histórico largamente enquistado, se ha constatado recientemente en las manifestaciones ocurridas en algunas universidades de EEUU. Y también cómo el uso y abuso del término “antisemitismo” para referirse a aquellas evidencia su naturaleza de instrumento político para deslegitimar a los críticos evitando debates “innecesarios”. Y esto a despecho de tantos disidentes israelíes y judíos, dentro y fuera de Israel que han expresado su disconformidad con los distintos gobiernos en el poder, en especial, el de Netanyahu.
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