Cuando uno pasa por una situación complicada, más o menos trágica, suele tener la sensación -aparte de preguntarse ¿Qué he hecho yo para merecer “esto”?- de que su circunstancia es tan excepcional, de tal magnitud que no puede calificarse de otro modo que de drama… Esto lleva a casi todos los individuos a considerar que su inmerecida e injusta circunstancia es casi imposible que pase desapercibida para los demás, en especial para las personas a las que conocen y los conocen, y que siempre les han manifestado su afecto, o como poco han tenido con ellos una relación respetuosa, cordial, exenta de hostilidad.
La gente –equivocadamente- piensa que lo inusual, y más si es “injusto”, acaba causando pena, además de sorpresa, y mueve a la compasión, y a la solidaridad, a sentirse concernido por el dolor, las tragedias, los malos momentos ajenos, del “prójimo” (próximo, el de al lado, en Latín). Y a continuación, cuando acaban concluyendo que, su caso es algo más que un caso particular; aunque siempre, hasta entonces, fueran de la opinión de que “esas cosas solo les pasa a los demás… porque algo habrán hecho para merecerlo”, o porque no tuvieron la “inteligencia” suficiente para evitar estar en el lugar y el momento inadecuados; acaban albergando la felicísima ocurrencia de que si “se mueven” acabarán logrando unir a “su causa” a más de un damnificado, o víctima de similar eventualidad, o “accidente”, y que uno solo poco puede hacer, pero “la unión hace la fuerza”, “el pueblo unido, jamás será vencido”…
Detrás de todo esto está, también, la tendencia del común de los mortales a creer que lo que mueve generalmente a los profesionales de la política es el bien común, el interés general (lo cual repiten una y otra vez, de manera cínica, sarcástica, un día sí y otro también en sus vacuos discursos). Y, lo creen porque necesitan creerlo, pues si no fuera así la gente se deslizaría, sin apenas posibilidad de retorno, hacia lo que los filósofos existencialistas denominaron “angustia vital”.
Pues sí, los humanos, para no sentirse angustiados tienden a agarrarse a algún asidero. Por supuesto, existen asideros de muchas clases, unos se aferran a la religión, y se apoyan en Dios, la providencia. Necesitan creer en un más allá, en el que serán recompensados por sus buenas acciones, y creer que existe un Dios-Padre que vela por sus hijos y que procura librarlos de todo mal.
Por otro lado, están los que creen en el Estado-Providencia, del que esperan, también, que los libre de todo mal y que los colme de dicha y felicidad, aquí y ahora. Los ciudadanos necesitan creer que los políticos (si no todos, algunos) velan por los intereses de la gente corriente; es por ello que la gente tiende a instalarse en una situación de servidumbre más o menos voluntaria que, implica necesariamente un estado de ánimo que se puede denominar como “la comodidad de sentirse manipulado”.
Claro que, cuando ocurren situaciones de crisis (crisis de salud pública, crisis económica, crisis política, crisis moral…), como la terrible situación en la que está inmersa España, casi de forma inevitable surge la desesperanza, la sensación de “angustia vital” a la que antes me he referido.
Llegado un momento son muchos los ciudadanos que, acaban descubriendo que quienes gobiernan, quienes legislan y quienes forman parte de los tribunales, no son tal como les habían contado, y que predominan la mediocridad, la maldad y la corrupción; y entonces son presas fáciles de los demagogos, de los charlatanes, pues, quien más quien menos está deseoso de volver a ilusionarse, de volver a “creer en algo”, de pensar que hay futuro, dejar de sentirse huérfano. Ocurre algo así como cuando alguien ha sufrido un desengaño amoroso, y aunque se repita a sí mismo que no volverá a “enamorarse”, ni dejarse tentar, al poco tiempo, acaba diciendo aquello de “estoy enamorado hasta las trancas”.
Decía el filósofo español, José Ortega y Gasset que, el enamoramiento es un estado de enajenación mental transitoria (y añado yo que, a veces se convierte en crónico); quienes se acaban dejando arrastrar por un nuevo proyecto político, a ilusionarse, a agradecer lo que perciben como un soplo de aire fresco, quienes se dejan arrastrar, por ejemplo, por VOX o “podemos”, suelen empezar por sentirse “impactados”, sufren un impacto emocional, de la misma manera que quien “se enamora”. Todos ellos le hacen al líder (se llame Pablo Iglesias, o Santiago Abascal, o Pablo Casado, o Pedro Sánchez…) una foto preciosa, en la que el personaje es el summum de la perfección, un dechado de virtudes.
Hace ya casi un decenio, algunos españoles percibieron como un soplo de aire fresco la irrupción en la política española de ese totum revolutum de nombre “podemos” (y sus “mareas”); posteriormente le llegó el turno, al parecer, a Santiago Abascal y su grupo de seguidores.
Por supuesto, los seguidores de Abascal aplican el mismo esquema que los seguidores de Iglesias: ellos son “los buenos”, absolutamente convencidos de poseer el monopolio de la bondad y de estar caracterizados por una superioridad moral incuestionable que, les lleva a considerarse vanguardia revolucionaria, y sentirse legitimados para ser los nuevos gestores de la moral colectiva; y por otro lado, están “los demás”, sus contrincantes, sus rivales, que, no podía ser de otro modo, son los malos, perversos, egoístas, retrógrados, anacrónicos y un largo etc. Todos ellos merecedores de todos los males imaginables.
Ni que decir tiene que, quienes afirman que son seguidores de Santiago Abascal o de Pablo Iglesias –aunque muchos de ellos sean unos perfectos energúmenos- tenderán siempre a intentar aniquilar moralmente a quienes perciben como sus “enemigos”, a lincharlos, a exponerlos al escarnio público, intentarán sin recato, ni pudor reducirlos a escoria humana, recurriendo generalmente a la falacia ad hominem, o a alguna de las falacias “lógicas” que forman parte de su repertorio, y del que hacen uso como arsenal dialéctico. Ese arsenal, esa ristra de zafiedades, groserías, improperios, es lo que los fanáticos de Podemos y de VOX (tal como haría cualquiera de otra opción política) llaman “ideología”.
Las ideologías son una especie de paraguas contra cualquier clase de idea, y a la vez son un instrumento que sirve para divulgar principios, dogmas, tópicos y más tópicos todos ellos acríticos e irreflexivos. El paraguas de las ideologías preserva-conserva determinadas “realidades”, a la manera de un fósil, petrificadas, a salvo de la realidad cambiante, plural, desigual, diversa… El paraguas ideológico da cobijo al odio, al dogma y al poder; por el contrario, fuera del paraguas están la duda y el amor. Bajo el paraguas están la certeza, la seguridad, la ausencia de duda, la suficiencia, la intolerancia; fuera del paraguas, la frágil verdad, la inseguridad, el sentimiento de vulnerabilidad, y nada más y nada menos que la enorme responsabilidad de la libertad. Como es obvio, los que se consideran “los buenos” están cubiertos por el paraguas ideológico: arrogantes, satisfechos, en comunión, convencidos de ser parte de un grupo de “iguales”, parte de un todo homogéneo.
Esta cultura simplista, este esquema de pensamiento, van acompañados de una arrogante ignorancia. No se olvide que el debate público aborda generalmente cuestiones complejas que, a pesar de su trascendencia social, la gente no tiene idea de que le afecten directamente y, por lo tanto, no considera que haya que poner mucha atención en ellas. El ciudadano que acaba optando por ser voluntariamente ignorante se plantea el siguiente dilema: dejarse llevar y actuar “ciegamente” al dictado de otros, o abstenerse de participar (no votar). Y, para muchos, lo más cómodo es cobijarse bajo el paraguas de una ideología.
Este tipo de gentes, en los que predomina una actitud de hooligans, ante la gran cantidad y complejidad de la información que necesita cualquier personas, para poder tomar una decisión a la hora de decidir a qué candidato o a qué agrupación política vota —teniendo en cuenta el perfil del candidato, su proyecto, programa electoral, su trayectoria personal, formación académica, su currículo profesional, su trayectoria personal—prefieren mantenerse voluntariamente desinformadas y tomarán la decisión de votar al candidato que “sientan más cercano a su propia posición ideológica”, y, por supuesto, se lo recomendarán a sus amigos y familiares. Las diversas ideologías funcionan como una especie de atajo, el camino más corto, más cómodo para tomar decisiones políticas. En vez de tener que dedicarle horas a la búsqueda de información, a la lectura, a la comparación y al análisis de las propuestas de gobierno de cada candidato; el elector da por supuesto que, si el candidato es de derecha, de centro o de izquierda, éste adoptará una orientación y un estilo de gobierno, y hará unos planteamientos de política pública, más o menos previsibles.
A nadie se le escapa la terrible consecuencia de todo lo que vengo narrando: la desinformación convierte a los ciudadanos en presa fácil de las estrategias propagandísticas de líderes, o partidos políticos, o lobbies, o grupos políticos populistas, y de las informaciones sesgadas y adulteradas que divulgan, publicitan para defender sus puntos de vista.
Es por ello que algunas marcas, como Podemos y VOX, acaban irrumpiendo en la política española y algunas al parecer han llegado para quedarse (si no hay alguien que las frene), aunque, como el resto, solo sean un burdo pretexto para colocar a determinadas personas en las instituciones, para que sigan haciendo lo que vienen haciendo desde que eran adolescentes: parasitar, vivir a costa de nuestros impuestos.
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