Fernando del Pino Calvo-Sotelo
España tiene que elegir entre la ley, el orden y la libertad democrática o tercermundista régimen bolivariano.
La mentira es parte constituyente de nuestro Gobierno, es su armazón esencial”. Estas palabras de Solzhenitsyn referidas a la dictadura comunista soviética son perfectamente aplicables a este Gobierno social-comunista que está carcomiendo el orden constitucional en un ataque a las instituciones sin precedentes.
Repetiré una vez más que nos encontramos ante un Gobierno peligroso, subversivo y tendente al despotismo, y el debilitamiento de la monarquía forma parte esencial de una agenda de cambio de régimen.
Resulta curioso que todavía haya quien crea que la monarquía es una
institución superflua: si así fuera, ¿por qué invierten sus enemigos tanta energía en intentar derribarla?
Es un error creer que la campaña de descrédito de la institución es una
banal cortina de humo para distraer de la calamitosa gestión gubernamental (sanitaria, económica y social), pues no es un humo inocuo, sino un gas letal. Tampoco debemos caer en la trampa de fijar nuestra atención en el ariete (esos “acontecimientos pasados” de la vida del rey
emérito) y no en el verdadero objetivo de quienes lo empujan, que no es
otro que forzar las puertas del sistema constitucional por la vía de hecho. No estamos ante disquisiciones teóricas sobre una u otra forma de Estado con romanticismos anacrónicos que mueven poco a las nuevas generaciones y tienden a defender lo indefendible. La batalla por la Monarquía, aquí y ahora, es en realidad la batalla por España, por el imperio de la ley y por la libertad. Quien con mayor claridad ha percibido esto es el expresidente socialista Felipe González.
De los hechos se va deduciendo que quienes atacan a la monarquía
pertenecen a una banda multicolor aparentemente liderada, de forma alucinante, por el presidente y por el vicepresidente segundo del Gobierno, los mismos que prometieron “por su conciencia y honor (…), lealtad al rey”. Convendrán conmigo en que los cimientos de dicha promesa han resultado endebles, pero la cuestión es de suma gravedad. No en balde el Diccionario de la Real Academia define traición como “falta que se comete quebrantando la lealtad que se debe guardar”.
Es importante subrayar que Sánchez e Iglesias forman un tándem y que el burdo reparto de papeles (poli malo, poli bueno) es tan sólo un engañabobos. Ambos comparten una amplia intersección ideológica, una voluntad de poder fascistizante y un proyecto de desconstrucción nacional. Ambos son también aliados naturales del nacionalismo, ese rancio fenómeno procedente del romanticismo decimonónico que, según sus propios gimoteos legendarios, siempre ha fracasado en el asalto a la fortaleza española, pero que encuentra ahora una oportunidad en la complicidad de quienes, lejos de defender las murallas, buscan el modo de
dejar abierta una poterna, como en Constantinopla.
Constitucionalistas ilustres han defendido la institución monárquica con sólidos argumentos. No existe un político en España capaz de aglutinar a los españoles como el rey, y como vimos el 3-O, una jefatura del Estado políticamente neutral y centrada en defender España tiene sus ventajas. Recuerden que la noche de autos del sedicioso referéndum catalán el entonces presidente del Gobierno aún manseaba apelando al “diálogo”, dilatando el galvanizador y extraordinario discurso del Rey y tardando en suscribirlo con la boca chica, pues una jefatura del Estado independiente del poder político incomoda a éste, sea del signo que sea. Imaginen la alarma que sintieron los subversivos.
Aversión a España
Pero siendo los argumentos de fondo a favor de la Monarquía imprescindibles, creo que la primera línea de defensa de la institución debe estar apegada a la realidad del aquí y el ahora: a la España de 2020, a la persona concreta del Rey Felipe y a los motivos que mueven a quienes hoy la atacan de modo tan indecente, motivos que nada tienen que ver con escándalos ni con “democracia”, sino con el afán de poder, la subversión del orden legal y la aversión a España.
Los nacionalistas tienen motivos obvios para atacar la monarquía: según la Constitución, el rey es el “símbolo de la unidad y permanencia” de esa España que ellos intentan romper y destruir, y el principal garante
de “la indisoluble unidad de la Nación española”, cuya misma existencia niegan (de ahí que sólo hablen del “Estado español”).
Los motivos de Iglesias, un comunista bolivariano que desentona en
un gobierno europeo, defensor de empobrecedoras tiranías bananeras
y de la guillotina (“instrumento de justicia democrática”, según él), son
probablemente su rencorosa nostalgia de esa anarquía sangrienta llamada Segunda República y su leninismo, que otorga una importancia primordial al control de las armas (Interior y Defensa). Él mismo ha citado a Mao (“el poder nace de la boca de los fusiles”) y aseverado que “ningún proyecto político puede construirse y perdurar sin el respaldo de dispositivos capaces de asegurar el uso de la fuerza cuando sea necesario”. Dado que, según la Constitución, “corresponde al Rey el mando supremo de las Fuerzas Armadas” que deben “defender la integridad nacional y el
ordenamiento constitucional”, y que el juramento de la Guardia Civil y del
Ejército incluye “guardar y hacer guardar la Constitución (…), obedecer y respetar al Rey y a vuestros jefes (…) y no abandonarlos nunca”, es fácil comprender que la Monarquía suponga un obstáculo.
Los motivos de Sánchez, presunto líder del ataque a la institución según
todos los indicios y silencios clamorosos, serían similares a los de Iglesias en cuanto a simpatías ideológicas y voluntad de poder, pero si en Iglesias el camino al poder es el leninismo, en Sánchez es el cinismo, con un
matiz: sus acciones deben siempre juzgarse partiendo de los preocupantes rasgos psicológicos que exhibe.
Probablemente Sánchez no tolere que cuando le pregunta al espejito mágico “¿quién es el más bello del reino?” le responda que el Rey Felipe
goza de un prestigio internacional inalcanzable para él y tiene mayor talla, rango, formación, integridad y popularidad.
Recuerden que el 72% de los españoles no quiso a Sánchez de presidente, y eso que mintió sobre sus intenciones de aliarse con bolivarianos y separatistas. Esto es un tormento para cualquier narcisista, personalidad que se caracteriza, además, por lo que los psiquiatras denominan “gratificación vengativa”, lo que explicaría muchas cosas.
Sea usted simpatizante de un partido u otro, de vagos ideales monárquicos o republicanos, de centro, de derecha o izquierda (moderadas), del norte, del sur, del este o del oeste, no se deje engañar. La batalla de la monarquía es ésta: un jefe de Estado de primer nivel, exquisitamente neutral, enormemente respetado dentro y fuera del país y defensor del bien común y no de intereses partidistas, o una jefatura del Estado colonizada por los partidos y personificada en políticos de escasa talla; la unidad y permanencia de este viejo país llamado España, lleno de cicatrices y
sin embargo tan querido, o el fin de la nación más antigua de Europa, como desean sus enemigos interiores y exteriores; la ley, el orden y la libertad democrática, o un tercermundista régimen bolivariano sinónimo de
confinamiento permanente en el que el leninista controle las armas y
el del espejito vea por fin satisfecho su despótico narcisismo.
En la España de 2020, éstas son las opciones reales y no otras. Hay que elegir.
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