ERIN PIZZEY creó el primer refugio para mujeres maltratadas del mundo, en 1971—y ayudó a crear un movimiento en defensa de las víctimas de violencia doméstica. Lo que nunca hizo público con anterioridad es que su propia infancia se vio dañada por la increíble crueldad de sus dos padres.
Aquí, por vez primera, cuenta toda la terrible historia—y como esta le condujo a una sorprendente pero profundamente sentida conclusión…
Aunque recuerdo poco de mis primeros años, crecí en un mundo de extraordinaria violencia. Nací en 1939 en Tsingtao, China, y poco después mi familia se mudó a Shangai siguiendo a mi padre, diplomático, fuimos capturados por el ejército invasor japonés. Era 1942, la guerra estaba en marcha y estuvimos bajo arresto domiciliario hasta que fuimos cambiados por prisioneros de guerra japoneses y embarcados en el último barco que salió de China.
Mi padre fue destinado a Beirut por el Servicio Diplomático, y nosotros nos quedamos como refugiados en Kokstad, South África. De vivir en una enorme casa, con un ejército de sirvientes y una niñera, mi gemela Rosaleen y yo nos vimos de súbito a merced del malhumor de mi madre Pat. Y era un humor furioso. Habiendo escapado a la brutalidad de la guerra fuimos sometidas a una nueva forma de crueldad doméstica.
De hecho, el carácter explosivo de mi madre y su conducta abusiva formaron la persona que he llegado a ser como no lo ha hecho ningún otro suceso de mi vida.
Treinta años después, cuando el feminismo entró súbitamente en escena, fui a menudo confundida con una partidaria del movimiento. Pero nunca fui una feminista, porque, habiendo experimentado la violencia de mi madre siempre supe que las mujeres podían ser tan empedernidas e irresponsables como los hombres.
En realidad, llegaría hasta el extremo de afirmar que el movimiento, que proclama que todos los hombres son violadores y abusadores potenciales, descansa en una mentira que, si se permite que crezca, acabará con la completa destrucción de la vida familiar.
Desde el mismo comienzo estuve en guerra contra mi madre y pronto aprendí a disociarme del dolor que me causaban sus palizas.
Su palabras, sin embargo, permanecieron conmigo toda mi vida. “Eres vaga, inútil y fea,” gritaba. “Te pareces a la familia de tu padre—basura irlandesa.”
Eran palabras malvadas que he oído repetidas una y otra vez a madres en todas partes. De hecho, cuando abrí mi refugio para mujeres maltratadas, 62 de las primeras 100 mujeres que cruzaron aquella puerta eran tan abusivas como los hombres que habían dejado.
Tenía, sin embargo, razón: me parecía a mi padre, Cyril. Mientras que mi hermana era delgada y tenía un largo cabello oscuro, y los ojos azules de mi madre, yo era gorda, de pelo claro, torpe, ruidosa y alborotadora.
Sólo tenía cinco años pero sabía que mi madre no me amaba. Y sin sirvientes para retenerla, se desencadenaba cada vez que quería.
Cuando finalmente nos reunimos con mi padre en un apartamento den Beirut, me di cuenta pronto de que él tampoco era un santo. Nos gritaba y se enfadaba continuamente con nosotros.
Era particularmente celoso. Aunque abusaba verbalmente de mi madre y rara vez la mostraba afecto, parecía sentirse obligado a seguirla a todas partes como un perro de presa.
Si ella hablaba por teléfono, la interrogaba hasta que estallaba en lágrimas. Si salía a comprar, se paseaba por la habitación hasta que regresaba y explotaba rabioso si llegaba con algún retraso.
Odié a mi padre con todo mi corazón infantil—y me sentía auténticamente aterrorizada por él. Medía más de metro noventa, grande y con una gran barriga que colgaba sobre su cinturón. Te miraba desde unos ojillos porcinos, de un azul pálido, y tenía una boca grande que babeaba sobre mis labios cuando me besaba.
NO creía en los baños, que decía “debilitaban,” y fumaba cajetillas enteras de cigarrillos Players, que le hacían oler como un cenicero. Sus rabias eran explosivas e impredecibles.
Pero a despecho de su torpe, predecible, forma de brutalidad machista—nacida de ser el 17 hijo de un violento padre irlandés—era la forma más emocional, verbal, forma de abuso de mi madre la que me marcó más profundamente.
Disfrutaba de una forma particular de asesinato del alma—y es su crueldad la que sesenta años después, sigue haciéndome llorar y me ha convencido de que el feminismo es una trama cínica, mal dirigida.
Desgraciadamente, en aquel momento, lo que yo más quería era que mi madre me amase—algo que nunca hizo de verdad. Y así, cuando mi padre fue destinado a Chicago, seguí a mi madre a Toronto, para vivir con mis padrinos. Inicialmente albergué esperanzas, creía que sin la presencia de mi padre, ella podría ser una madre de verdad.
Pero ya en el seno de esta familia normal, mi propia conducta disfuncional pronto fue visible. Al parecer había sido seriamente dañada por el odio que mi madre sentía hacia mí.
Siempre tenía líos en el colegio, animando a otros niños a portarse tan mal como yo. En una ocasión me pillaron en la puerta regalando el dinero que había robado del bolso de mi madre.
En innecesario decir que mi madre se volvió loca. Me llevó escaleras arriba y me pegó con un cable eléctrico hasta que la sangre corrió por mis piernas. Le enseñe los golpes a mi maestra el día siguiente—pero ella simplemente me miró impasiblemente y no hizo nada.
Muchos años después, cuando las feministas comenzaron a demonizar a todos los padres, aquellas duras imágenes me recordaron la verdad—la violencia doméstica no es cuestión de géneros.
Poco después de la guerra, mi padre fue destinado a Teherán y todos fuimos a vivir con él. Fue sólo cuando lo vi de nuevo que recordé lo mucho que lo odiaba.
Llegaba casa de la oficina, y apenas ponía la llave en la puerta yo me congelaba. A menudo le oía toser detrás de la puerta—seguía siendo un gran fumador—y escupiendo flema en los parterres florales.
Sus ojos eran ventanas de sus violentos cambios de humor. Si estaban entrecerrados y rojos yo sabía que estaba rabioso y que era cuestión de tiempo que explotase.
Pero mi odio hacia mi padre era puro y no lo contaminaban otras emociones. Mis sentimientos hacia mi madre, por el contrario, eran mucho más complicados.
Por mucho que su odio me destrozase, aún seguía deseando genuinamente su amor. De hecho, tenía momentos de gran compasión hacia ella cuando la veía llorando y gimiendo frente a mi padre.
Ocasionalmente se revolvía contra su brutalidad. Sólo medía metro cincuenta, pero mi madre era extremadamente fuerte y su lengua era letal. Lo acusaba de ser un idiota. Llamaba a su madre prostituta y a su padre un vulgar borracho irlandés.
No es sorprendente que mi hermano y hermana fueran niños tímidos y silenciosos. Mi hermana sufría dolores de cabeza, eczema y misteriosos días de parálisis, en los que era incapaz de levantarse de la cama.
Para los extraños, mi padre era un hombre genial, inteligente, y mi madre una anfitriona famosa con tres hermosos niños y una familia diplomática perfecta. En realidad, mis padres eran violentos, crueles y todos estábamos seriamente dañados.
En 1949 mi padre fue destinado a Tien Sien, en China. Me quedé con mi hermana gemela en un internado
Poco después de tomar el cargo mis padres fueron capturados de nuevo—esta vez por los comunistas—y mantenidos bajo arresto domiciliario durante tres años.
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Sin ellos, sentí una increíble sensación de paz y amé los días pasado en Saint Marys en Uplume, una residencia para niños cuyos padres estaba en el extranjero. Miss Williams, que dirigía el lugar, era el primer adulto al que admiré y respeté de verdad. Se convirtió en mi mentora.
Pero ese idilio se rompió cuando oí que mis padres habían sido liberados. Recuerdo que me llamaron al teléfono en el convento para hablar con mi madre. Había borrado completamente a mis padres de mi vida así que cuando oí aquel acento canadiense chillé en el teléfono.
“No eres mi madre” grité, demasiado consciente de que el circo estaba a punto de volver a empezar. Cuando mi madre regresó, a una casa en las afueras de Axminster, disfrutamos de una tregua insegura. Yo ahora era más alta que ella y demasiado grande como para que me pegase.
En lugar de ello, comenzó a hacer una lista de los defectos de mi padre y de las atrocidades que nos había infringido a todos, como si ahora fuera yo su confidente. Me contaba lo mucho que lo odiaba y decía que nunca debería de haberse casado.
“Pero me quedé por ti.” Me dijo. “Me quedé porque quería que fueses a una escuela privada y disfrutases de una vida confortable.”
De nuevo descargaba su particular forma de crueldad emocional, colocando toda la responsabilidad—y culpa—sobre mí. Era una conducta constante que podría ver una y otra vez en algunas mujeres de mi refugio.
El día en que mi padre debía unirse a nosotros en la nueva casa, mi madre era un manojo de nervios. Estaba llorando, abrazada a mí, pidiéndome que la protegiese. “No lo quiero cerca de mí.” decía.
En las familias disfuncionales, lo niños, no importa lo mal que se les trate, intentan adoptar el papel de los padres. Para mí eso suponía proteger y confortar a mi madre.
Y así, en la noche del regreso de mi padre, tomé un gran cuchillo carnicero de la cocina y fui a la habitación de mis padres, que observe a través de una ranura en la puerta. Dormían en camas separadas y tomé la extraordinaria decisión de que lo apuñalaría si intentaba forzarla.
Yo estaba, ahora lo pienso, siguiendo las órdenes silenciosas de mi madre. Curiosamente me había manipulado hasta tal punto que estaba dispuesta a matar por ella.
Mi padre ciertamente intentó convencerla para meterse en su cama. Por fortuna, no llegó a lo físico. Si lo hubiera hecho hubiera muerto y mi vida habría sido muy distinta.
En los cincuenta, mientras yo trabajaba en Hong Kong, diagnosticaron a mi madre con un cáncer terminal. Regresé a nuestra casa cerca de Axminster y encontré a mi padre sin cambio alguno.
Por aquel entonces estaba intentado forzar a mi madre a que le entregase su dinero a él—ella había recibido una cuantiosa herencia de su padre. Semana tras semana, en el hospital local, ella se negó, y semana tras semana él se quejó y la molestó mientras ella se retorcía de dolor. Le pedí a las enfermeras que lo detuviesen, pero me dijeron que nadie podía interponerse entre esposo y esposa.
Inicialmente mi madre se negó a creer que se moría. Pero cuando mi padre finalmente la obligó a firmar los papeles, su vida comenzó a irse finalmente.
Murió el 6 de septiembre de 1958, y mi padre hizo que trajesen el cuerpo a casa y lo instaló en el comedor. Aquella noche, nos sentamos a cenar en la mesa del recibidor. Nos obligó a velar su claramente descompuesto cadáver.
Después de cenar, mi padre nos ordenó ir al comedor, donde el féretro abierto de mi madre estaba envuelto en un paño rojo. MI hermano, hermana y yo misma le pedimos que no retirase la tela, pero cuando cerramos los ojos por un momento para rezar por ella, los abrimos para vernos enfrentados a su rostro pálido. Recuerdo vivamente que había algodón colgando de su nariz.
Cada noche, estuvimos velando el cadáver de mi madre, y cada noche ella estuvo expuesta a la humillación de ver cómo sus hijos la veían descomponerse. Finalmente, seis días después, mi padre la enterró.
Dejé la casa el día siguiente y sólo lo volví a ver una vez más—cuando llevé sus cenizas a la tumba de mi madre en 1982.
Sólo me decidí a hablar acerca de mi traumática infancia la semana pasada—en un programa radial de la BBC llamado The House Where I Grew Up –pero decidió hacer mucho tiempo que no repetiría las lecciones tóxicas que aprendí como niña. En lugar de eso sería una superviviente.
El feminismo, me he dado cuenta, era una mentira. Mujeres y hombres son igualmente capaces de extraordinaria crueldad. De hecho lo único que un niño necesita de verdad—dos padres biológicos bajo un mismo techo—era minado por la misma ideología que pretendía hablar por los derechos de la mujer.
Este país está ahora al borde de un serio colapso moral. Debemos parar de convertir a los hombres en demonios y comenzar a cerrar la brecha que el feminismo ha creado entre hombres y mujeres.
La insidiosa y manipuladora filosofía de Harriet Harman que afirma que las mujeres son siempre víctimas y los hombres siempre opresores tan sólo ayuda a que continúe este innombrable ciclo de violencia. Y son nuestros hijos los que lo sufrirán.
– Erin Pizzey ha sido amenazada de muerte en múltiples ocasiones, perseguida, acosada… por las feministas tras haber escrito cosas así.
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