CARLOS AURELIO CALDITO AUNIÓN
Henry Louis Mencken, conocido como el «Sabio de Baltimore», considerado uno de los escritores más influyentes de los Estados Unidos de Norteamérica durante la primera mitad del siglo XX, periodista, crítico social y librepensador norteamericano, decía que “un demagogo es alguien que le cuenta cosas falsas a gente que considera idiotas (…), engatusa al personal con actitudes cautivadoras como besar a niños, se da baños de multitudes, visita hasta el último lugar del mapa para abrazar a indigentes y desconocidos, y sobre todo, prometer maravillas (…)”.
De todo ello participa la estrategia propagandista de los grupos políticos que se hacen llamar “progresistas”. Todos ellos abusan hasta el hartazgo de palabrería y retórica vacías; frases y palabras “talismán” lo llaman los lingüistas, palabras talismán, porque a lo largo de la Historia se han ido cargado de prestigio, de un prestigio tal que nadie suele atreverse a ponerlas en tela de juicio.
Una de las más importantes, si no la que más, de las palabras talismán es el vocablo LIBERTAD, prestigia y concede un enorme valor de forma automática a todas las que se le parecen, o están relacionadas con ella, como INDEPENDENCIA, AUTONOMÍA, CAMBIO, IGUALDAD, EQUIDAD, PROGRESO, TALANTE, DIÁLOGO, CONSENSO… porque parece que están unidas a LIBERTAD.
Todas ellas se utilizan con intención de manipular, para influir sobre quienes las leen o escuchan, y se utilizan con una ambigüedad calculada. Obviamente, la intención es la de confundir, “convencer” y conseguir realmente un efecto anestésico en los ciudadanos; o como poco sembrar la resignación, la aceptación de la mediocridad imperante como algo soportable. En ello es especialmente hábil y experta la izquierda. Los vocablos talismán enceguecen, idiotizan, emboban… Las palabras talismán tienen la capacidad de teñir a las palabras que las circundan con su aura de claridad, con su «rico perfume», pero sobre todo inhiben toda clase de revisión crítica.
Otra expresión, además del vocablo LIBERTAD, considerable como “talismán” es la palabra “IGUALDAD”, todo progre que se precie (lo mismo da que sea de izquierdas que de derechas), que tenga intención de hacer carrera política está obligado adornar su discurso con la susodicha palabra. Da la impresión de que sus asesores de imagen les inculcan que si no la usan, hasta aburrir, corren el riesgo de suicidarse política y socialmente.
¿Y qué pretenden decir exactamente con la palabra “igualdad” si “la igualdad” no existe?
La igualdad es algo infrecuente en el mundo en el que vivimos en todos los niveles o escalas, desde el atómico, o subatómico, al animal, pasando por el celular. El uso de la palabreja, reiterada de manera machacona, en realidad lo que pretende es camuflar el afán uniformador y totalitario de quienes creen en la supremacía del Estado sobre el individuo, de quienes pretenden reducir a la persona a simple miembro de una colectividad. Hablo del profundísimo cinismo de quienes poseen un ferviente deseo, un vehemente anhelo “igualitarista” en lo moral e ideológico, una grandísima obsesión por la uniformidad, que les lleva entre otras cosas a arrogarse la potestad exclusiva de educar al ciudadano, negándole a las familias ese derecho.
Evidentemente ese aparentemente inocuo “igualitarismo” está absolutamente reñido con la igualdad que proclama la Constitución Española de 1978, en la que se habla de igualdad legal, de no discriminación por ninguna clase de circunstancia, y en la que se proclama que la promoción social, profesional o de cualquier clase debe de estar siempre basada en la capacidad y el mérito.
De ese “igualitarismo totalitario y liberticida” deriva lo que la progresía llama discriminación positiva, o acción positiva que, no es ni más ni menos que, la manera “postmoderna” de imponer las políticas igualitarias que defienden el socialismo, el comunismo y todas las diversas formas de colectivismo. Como cualquier otra acción que se emprenda con el objetivo de conseguir “igualar” a los miembros de un grupo social concreto, la denominada“discriminación positiva” es intrínsecamente coactiva, y por tanto un ataque a la libertad individual; pero, no podemos olvidar lo más importante –por ser especialmente grave- es también un absoluto menosprecio a las capacidades de los seres humanos, de sus riquezas, es ignorar la tendencia natural de los humanos a la diversidad, frente a la uniformidad. Uniformidad que inevitablemente es sinónimo de mediocridad, precarización, empobrecimiento.
Calificar de “positivo” lo que cualquier diccionario define como negativo, tiene como objetivo evitar el rechazo de las personas “educadas”, aparte de darle un barniz de ética al asunto.
Me voy a permitir una digresión: lo más chocante, paradógico del uso de la palabra «positivo» es que en estos tiempos de maldita pandemia, se esté usando como sinónimo de «persona contagiada por el maldito bicho chino»…
Bien, regresemos al artículo: Aunque sus partidarios no oculten que aunque “positiva” sigue siendo“discriminación” <en español lo correcto sería denominarlo “trato preferente, o trato de favor”>. Su intención no es otra que la de convencernos de que “el fin justifica los medios”, pues se trata de saldar una -supuesta- deuda con gente desfavorecida, maltratada, discriminada; también intentan convencernos de que, para tan noble causa es legítimo incluso perjudicar a otros individuos.
La razón principal que esgrime gente tan bienintencionada y filantrópica, llevados por una bondad extrema, los partidarios de la discriminación positiva, es que la Sociedad tiene pendiente de saldar una “deuda histórica” con las personas pertenecientes a determinados grupos sociales debido a que, en algún momento de la Historia sus ancestros fueron discriminados, sojuzgados, esclavizados, violentados, privados de sus derechos, etc. Y como consecuencia de tal “discriminación negativa” sus actuales descendientes son merecedores del derecho a ser compensados, a resarcirse del daño que se le causó a sus antepasados, mediante la reserva en la actualidad de cupos, cuotas, en las prestaciones y servicios que el Estado “del bienestar” proporciona a los ciudadanos, ya sea en la educación, en la sanidad, en la administración de justicia, en el acceso al mercado laboral o cualquier otro ámbito.
Ni que decir tiene que, será el Gobierno de turno el que decida qué sector de la población es digno de recibir tales beneficios; teniendo en cuenta siempre la posible rentabilidad electoral de la “acción positiva” que, es otro eufemismo usado para enmascarar el trato de favor a determinadas minorías.
Las políticas de discriminación positiva (affirmative action) no es que no hayan tenido el efecto esperado por sus defensores, y no hayan solucionado los problemas que, pretendían resolver, sino que, en la mayoría de los casos, han perjudicado a sus destinatarios.
En este sentido, merece la pena leer las reflexiones que hace Thomas Sowell en su muy interesante libro “La discriminación positiva en el mundo”. Thomas Sowell, un liberal de raza negra, analiza lo que apenas nadie se atreve ni a nombrar –por la dictadura asfixiante de lo políticamente correcto- y por supuesto argumenta con estadísticas y enésimos ejemplos. Las políticas de discriminación positiva se fundamentan en una mezcla de mala conciencia, por las tropelías supuestamente cometidas por nuestros ancestros; la corrección política, que los medios de información y demás trovadores divulgan con enorme pesadez, y una intención clara de ingeniería social, de “rediseño social”. Los partidarios de políticas de discriminación positiva, en su afán totalitario e intervencionista, quieren destruir la actual sociedad y construir una nueva a la medida de su “utopía bienintencionada”, porque lo último que desean es que los seres humanos, libres, elijan actuar por sí mismos. Estamos hablando de puro paternalismo: estamos hablando de gente totalitaria, que se caracteriza por su desconfianza en el libre actuar de las demás personas, considerándolas poco menos que estúpidas e incapaces, y están plenamente convencidos de que deben ser guiadas y dirigidas; en la idea de que “no se las puede dejar solas”. Ésta es una idea que comparten las dictaduras diversas.
Los diversos progresistas (insisto: tanto de derechas como de izquierdas) consideran que se debe “proteger” y “ayudar” a la gente en todo <incluso en contra de su voluntad> con mil leyes que les digan qué comer y qué no comer, cómo y con qué se han de drogar-estimular, cómo se ha de hablar -imponiendo un lenguaje “socialmente correcto-) cómo y cuánto trabajar o cómo emprender, cómo hacer el amor, cómo educar a los hijos, qué estudiar, las enfermedades que deben tener, e incluso cómo se ha de “ligar”,“coquetear”, etc. esta gente totalitaria, erigida en nuevos gestores de la moral colectiva, arrogándose una sapiencia fuera de lo común, piensan que, la sociedad no sabe organizarse por sí misma, y necesita de sus directrices.
El problema de la soberbia y la arrogancia intervencionista es que siempre, de manera inevitable, tiene que acabar haciendo frente a la dura y tozuda realidad. Las leyes se aprueban con la intención de aplicarlas a “sociedades en abstracto” (distorsiones resultantes de filtrar la realidad a través de determinadas ideologías), pero acaban afectando a los individuos que las componen. Así, por ejemplo, quienes aprobaron la denominada “paridad”, como la mejor manera de aumentar el número de miembros de un determinado sexo en ámbitos de poder, o trabajos en los que tradicionalmente las mujeres son minoría, acabarán llegando a la conclusión de que algunos (no pocos) varones mejor preparados que algunas mujeres, terminarán quedándose sin posibilidad de acceder a determinados puestos de trabajo. Esos hombres/varones no participarán de la llamada ideología patriarcalista, ni serán culpables de lo que supuestamente hicieron sus tatarabuelos; pero, sin embargo, van a pagar los platos rotos.
En resumen: quienes promueven políticas de discriminación positiva pretenden poner solución a injusticias pretéritas, mediante injusticias presentes.
Pero aún hay más: los supuestos beneficiarios acaban siendo en última instancia los más perjudicados, y eso por no hablar de los graves disturbios que suelen provocar estas medidas de discriminación institucional, que en muchos lugares del planeta se han cobrado miles de víctimas.
En España, sin ir más lejos, la aplicación de la denominada “Ley Integral contra la Violencia de Género”, plasmación de la “discriminación positiva” en ámbito judicial, con el noble pretexto de “proteger a las mujeres”, ha traído como consecuencia la detención y el procesamiento indiscriminados de cientos de miles de hombres –más de dos millones tras su puesta en vigor, después de su aprobación el día de los Santos Inocentes de 2004- ocasionando más y mayores problemas que los que supuestamente se pretendían solucionar y, ni que decir tiene que las supuestas beneficiarias de tales medidas de discriminación positiva, siguen estando en situación tan o más vulnerable que, en la que se encontraban antes de la aprobación de tan perversa ley.
Las políticas igualitaristas y de discriminación positiva no provocan otra cosa, generalmente, que un enorme resentimiento social. Cuando el poder político promueve medidas de discriminación positiva (lo cual hace por puro electoralismo, favoreciendo a un grupo social fácilmente identificable para conseguir el apoyo de sus miembros en futuras citas electorales), acaba corrompiendo moralmente a la sociedad, pues se acaba propagando la idea de que es legítimo reivindicar la compensación de un determinado agravio pretérito, en lugar de preocuparse de labrar su futuro confiando en sus posibilidades, en igualdad de oportunidades con el resto de sus semejantes.
Es innegable que han sido muchas las minorías a las que se ha privado del acceso a la igualdad de oportunidades, unas veces por prejuicios racistas, otras ideológicos, o por motivos religiosos; pero la solución no pasa por rebajar la nota mínima de acceso a la universidad, o engordar las calificaciones de determinados estudiantes, o crear tribunales especiales para juzgar a los hombres –varones- de manera exclusiva, o castigarlos con penas más severas cuando incurren en los mismo “ilícitos penales” que las mujeres, o privarlos del derecho constitucional a la presunción de inocencia o al dercho, también reconocido en la Constitución Española de 1978, al recurso de «habeas corpus». De estas y otras maneras sólo se consigue perjudicar a buena parte de los miembros de las minorías que supuestamente se pretende proteger, y se fomenta un sentimiento de discriminación -por supuesto, negativa- entre quienes se han visto tratados injustamente.
Dar trato de favor, beneficiar a los miembros de un grupo social, sea por su color de piel, sea por su sexo, sea por la circunstancia personal que fuere, significa que no se confía en que los integrantes de ese grupo sean capaces de progresar por sí mismos, si se les da las mismas oportunidades que al resto de la población.
Al igual que el racismo no se combate con racismo, la misoginia no se combate con misandria (odio a los hombres).
Resulta especialmente llamativo que no haya generalmente ningún político que acepte debatir sobre los efectos perjudiciales de la perversa discriminación positiva; si hablan de ello, lo hacen para proclamar la necesidad de aumentar las medidas de discriminación, con el objetivo de solucionar un problema que las medidas de discriminación positiva no han hecho más que agravar.
Y, no se olvide una cosa: Los males ocasionados por las generaciones que nos precedieron en siglos pasados, hágase lo que se haga seguirán siendo males, da igual lo que se haga en el tiempo presente…
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