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Pues claro que es mucho más difícil criar un niño que tener un perro (y, por eso mismo, es mejor)

DOMINGO SORIANO

En la desvalorización del esfuerzo y el largo plazo, la culpa la hemos tenido los economistas y nuestra obsesión por la optimización y la eficiencia.

Conversación entre cuatro parejas de amigos. Todos con hijos menores de 10-12 años. Eso sí, los niños no estaban: unos con los abuelos, otro con la canguro, otro con un hermano mayor que ya se puede quedar al cargo… El plan consiste en cena en un restaurante pijo y un par de copas post-postre. Como (casi) siempre que unos cuantos cuarentones se reúnen sin sus hijos, la conversación gira en torno a la tranquilidad que da que no estén por allí; a lo que se disfruta al no tener que estar pendiente de si uno se lo come todo o aquellos otros se pelean; de la tranquilidad de poder tomarse un cóctel sin mirar la hora. ¿La mejor noche del año? De las mejores.

Y en ese punto, una de las reunidas dijo una de esas cosas que no siempre nos atrevemos a decir en público, pero sabemos que es cierto: «Yo adoro a mi hija, pero muchas veces pienso que mi vida habría sido mucho más fácil si no hubiera sido madre«. Los demás coinciden en el diagnóstico y confirman que nunca les habían contado lo complicada que es la paternidad.

Pensaba en todo esto cuando me encontré en Twitter la siguiente noticia: «Los ‘perrhijos’, el nuevo modelo familiar que se afianza en España: ‘Es más fácil conciliar con una mascota que con un hijo'».

Los entrecomillados de los dos párrafos anteriores reflejan una realidad objetiva. Y al mismo tiempo, en el mensaje que transmiten, se equivocan. ¿La culpa es de los economistas? En cierto sentido, sí, aunque no sólo es nuestra. Digamos que la modernidad y la prosperidad material han hecho que vayamos poco a poco aceptando como evidente lo que es un error: pensar que más sencillo es mejor.

¿Sencillez?

La obsesión por facilitarnos nuestro día a día, que es una de las claves que explican la mejora de productividad y el progreso de las últimas décadas, nos ha llevado a pensar que es la propia vida la que tiene que ser fácil. Y no lo es, afortunadamente.

Lo que tiene que ser fácil es cerrar la bolsa de la basura. Por eso, el que inventó las asas que usamos ahora mismo se merece nuestra más profunda admiración y gratitud. Tiras de una pequeña cinta amarilla y la bolsa se cierra sola; ¿recuerdan cómo era hacer un nudo a las bolsas de hace 15-20 años y las posibilidades de que se rompieran o no cerraran bien?

Pero sería un error pensar que llegar hasta ese punto fue sencillo. Seguro que si el tipo está vivo y recuerda su invento está muy orgulloso del mismo (debe estarlo, yo se lo agradezco cada día); pero también es seguro que no fue algo que se sacase de la chistera en cinco minutos: hizo pruebas, utilizó diferentes materiales, planteó diversas formas de producirlo que fueran baratas, fue perfeccionando poco a poco el mecanismo… Y consiguió que nuestras vidas fueran más fáciles, a cambio de su esfuerzo y su tiempo.

Lo mismo nos pasa a cada uno de nosotros. Piensen en todo aquello de lo que se sienten más orgullosos. Estoy convencido de que implicó tiempo, tenacidad, cansancio, reveses, días buenos y malos, avances y retrocesos… Por encima de todo, nos obligó a pensar en el largo plazo y despreciar la comodidad del corto. Y no fue sencillo, pero son ese tipo de cosas las que han conformado nuestra personalidad y las que definen nuestras vidas. En términos económicos, no hay nada que nos haya dado más réditos, que nos haya merecido más la pena.

Digo que en la desvalorización del esfuerzo y el largo plazo, la culpa la hemos tenido a menudo los economistas por nuestra obsesión por la optimización y la eficiencia al máximo. Hemos terminado haciendo un paralelismo entre una cadena de montaje y nuestras vidas. Pero es falso. De hecho, lo que más valoramos de lo que nos precedieron (de las catedrales a los avances científicos) se fundamentó en ideas que ahora se ridiculizan o menosprecian: postponer la gratificación, hacer algo que nos sobreviva, dar un significado a la vida, el amor por el trabajo bien hecho, la idea de hacer algo que los demás admiren…

¿Quién dirían ustedes que es el personaje más envidiado de nuestros días? Iba a decir que Paris Hilton, pero seguro que estoy desactualizado. Algún youtuber o influencer habrá que tenga todavía más dinero y que haga todavía menos. ¿Y por qué queremos ser cómo ellos? Porque lo tienen todo sin ningún esfuerzo. Es como un anuncio de loterías, de los que te prometen un premio disparatado para que puedas pasarte el resto de tu vida tumbado en una hamaca: ¿qué puede haber mejor que eso? Respuesta correcta: casi todo. De hecho, la vida de ese tipo de millonarios suele ser bastante miserable. Rascas un poco y no hay nada. En Lamborghini, pero sin rumbo. Prefiero cien mil veces al Amancio Ortega hombre más rico del mundo que con más de 80 años sigue visitando la oficina y pensando cada día en cómo mejorar su negocio.

Con los niños o los perros, a menor escala, pasa algo parecido. Hemos equiparado facilidad y calidad. Y no es cierto. Tener hijos supone un enorme desgaste. Educar bien a un niño es una tarea en la que debes tener en cuenta siempre el largo plazo, algo que no es fácil, porque en el día a día parece mejor ceder a la tentación del capricho o evitar la discusión dejándoles hacer lo que quieran. Por todo eso, cuando lo miramos con perspectiva, el esfuerzo cotidiano es algo tan positivo. Por eso nos hace sentirnos tan bien. Por eso merece la pena. No es que sea bueno a pesar de lo duro que es; en realidad, es bueno precisamente porque es complicado.

La suma

Además, detrás de esta idea de la comodidad subyace un segundo error, todavía más complejo de interiorizar que el primero: nos cuesta mucho darnos cuenta de que la suma de muchas pequeñas cosas buenas pueda ser algo terrible; y, al revés, que el acumulado de muchos malos momentos puede ser maravilloso. Pero es así.

Salir a cenar a un sitio pijo y luego tomarse 2-3 cócteles: ¿es el mejor plan imaginable? Sí, pero si lo haces 10 días seguidos acabas hasta el gorro. Colocar a los niños en el pueblo con los abuelos y hacerse una escapada a Ámsterdam con el marido o la mujer, ¿la mejor semana del año? Sin duda. Pero te tiras seis meses durmiendo en un Airbnb y dando vueltas por los canales, sin preocupaciones… y acabas volviéndote loco. Un buen momento sin fecha de finalización pasa a ser una condena.

Lo mismo en sentido contrario. Si son padres, intenten individualizar cada día del último año. ¿Discusiones con sus hijos? Cientos. ¿Fines de semana en los que habían planificado una salida a un restaurante que fueron arruinados por las protestas de uno o la negativa a comer del otro? Bastante habitual. ¿Momentos complicados cuando le tienes que decir que no a algo o ponerle un límite? Es algo constante. Ahora piensen en el acumulado: ¿cambiarían ese último año, de sucesión de días malos, pero en el que sus hijos pasaron de tener de 7 a 8 años y ustedes fueron viendo cómo crecían, aprendían, iban descubriendo novedades? Por nada del mundo.

No nos confundamos. Claro que tener un perro es mucho más fácil, cómodo, barato y sencillo. Claro que te permite conciliar, ahorrar más, no tener tantas preocupaciones. No hay color. Lo miremos como lo miremos, criar un hijo es muchísimo más complicado. Y, por eso mismo, es mejor.

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RedaccionVozIberica

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