MANUEL LLAMAS.
«El precio del catastrofismo climático hace tiempo que es insostenible desde el punto de vista económico, ahora también social y, tarde o temprano, político».
o verde ya no vende a nivel electoral. De hecho, cada vez es mayor la población que, lejos de respaldar las suicidas políticas climáticas que todavía impulsan muchos gobiernos y partidos políticos, se percatan del gran engaño que se ha construido en torno a la supuesta salvación del planeta y, por tanto, no están dispuestos a pagar la colosal factura que implicará reducir las emisiones de CO2 para, al menos en teoría, frenar el calentamiento global.
El nuevo cuento ecologista comenzó a derrumbarse en 2022, cuando, en medio de la crisis inflacionaria y con el precio de la electricidad por las nubes, muchas familias y empresas europeas veían con asombro cómo se disparaban sus facturas a pesar de la masiva implantación de renovables fomentada desde las élites de Bruselas. Tanto es así que la UE se vio obligada a corregir su desnortada política prohibicionista, hasta el punto de declarar el gas y la nuclear como energías «verdes» para seguir permitiendo su uso y explotación en el futuro a fin de diversificar el abanico de fuentes disponibles, al tiempo que se reducen los costes de producción.
Esta nueva tendencia se ha ido intensificando en los últimos meses y ya son decenas los Estados que están incrementando su potencia atómica, conscientes de que no pueden ni deben prescindir de una de las fuentes más eficientes, baratas y limpias de energía, por mucho que el ecologismo más ciego y radical sueñe con cerrar todas las centrales. Pero es que, además, este particular hartazgo también se está extendiendo a pie de calle.
La otrora muy ecologista Holanda otorgó la victoria electoral al Partido de la Libertad liderado por Geert Wilders, cuyo programa, entre otros postulados políticamente incorrectos, es abiertamente contrario al alarmismo climático, apostando, no sólo por la nuclear y la explotación de los combustibles fósiles, sino por una férrea defensa de sus agricultores, ganadores y pescadores, cuyas actividades se ven amenazadas por exigencias medioambientales de todo tipo y condición.
No es el único. El malestar rural también ha estallado en Irlanda, Polonia o Lituania, entre otros países, y ahora acaba de llegar a Alemania. Los agricultores germanos se han movilizado en señal de protesta contra el Gobierno de coalición que encabeza el socialista Olaf Scholz, empeñado en subir los impuestos al diésel profesional, lo cual puede suponer la puntilla para miles de explotaciones agrícolas y ganaderas que a duras penas logran sobrevivir por culpa de la maraña de regulaciones y prohibiciones ecologistas.
«El Banco de España ha contabilizado cerca de 9.500 regulaciones verdes en vigor, aprobadas tan sólo desde 2008»
Quien piense que este movimiento no tendrá consecuencias en la urnas se equivoca. Por el momento, la popularidad de Scholz y sus socios verdes y de centro está por los suelos, con el 82% de los ciudadanos poco o nada satisfecho con su gestión, la peor valoración de un Ejecutivo alemán en 13 años. Mientras que, al mismo tiempo, el apoyo a la derecha que representa Alternativa por Alemania no deja de crecer, sobre todo entre las clases más populares, debido a su respaldo a las posiciones de los agricultores.
El descontento de los españoles con el elevado coste de las políticas ecologistas también aumenta y es cuestión de tiempo que acabe desembocando en algún tipo de estallido social, susceptible de reflejarse en votos, siempre y cuando exista algún partido en liza lo suficientemente hábil y espabilado como para saber canalizar tales demandas. Para empezar, porque España, por desgracia, lleva lustros liderando los grandes despropósitos de la utopía verde, desde el impulso desenfrenado de las renovables a base de subvenciones hasta el encarecimiento fiscal de los combustibles, las restricciones al coche, las limitaciones al avión, el cierre de las nucleares y una creciente montaña de trabas y obligaciones legislativas que parece no tener fin.
El Banco de España ha contabilizado cerca de 9.500 regulaciones verdes en vigor, aprobadas tan sólo desde 2008, en ámbitos relacionados con la energía, el transporte y la polución, superando incluso a la también muy ecologista Francia. El problema de semejante asfixia es que, llegado un punto, el gran público empieza a ser consciente del alto precio a pagar en forma de facturas, molestias e inconvenientes de todo tipo.
Y existe una delgada línea roja, una espita a partir de la cual la gente no traga y dice «basta». Puede ser la luz, la gasolina, el coche o una cortina de humo diseñada para tratar de rascar un puñado de votos, como la polémica llegada de plásticos a las costas gallegas tras la caída de varios contenedores en alta mar, aprovechando la cercanía de las elecciones autonómicas en febrero. Todo cuento tiene un final y Daniel Castro, patrón mayor de Muxía, una de las localidades afectadas en el norte de Galicia, no ha podido dejarlo más claro: «Estos ecologistas de tres al cuarto era mejor que se preocupasen de su vida y no de ganar unas elecciones a costa de las bolitas. Están sacando el prestigio a los pescadores diciendo que el pescado contamina… Viven en un mundo de fantasía que le cuentan los ministros y aquel que fue a firmar la amnistía», en una clara referencia al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.
A casi todo el mundo le gusta la naturaleza y estaría dispuesto a contribuir, en mayor o menor medida, a la preservación del planeta, pero todo en la vida tiene un precio y el del catastrofismo climático hace tiempo que es insostenible desde el punto de vista económico, ahora también social y, tarde o temprano, también político.
Periodista. Analista económico. Miembro del Instituto Juan de Mariana. Licenciado en Ciencias Políticas en la Universidad de Santiago de Compostela, máster de Periodismo de ‘El Mundo’ y máster de Economía de la Escuela Austríaca por la Universidad Rey Juan Carlos. Trabajó en ‘Expansión’ y como jefe de gabinete y viceconsejero en la Comunidad de Madrid
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