Quienes se hacen las víctimas, en realidad no han sido dañados, pero anhelan la atención y los beneficios que pueden extraer de viralizar la idea de que sí lo han sido.
La narrativa de la alienación universal, según la cual ninguna acción es propia, se ajusta como un guante al espíritu adolescente o a todo aquel que desee sentirse siempre joven que, para efectos prácticos, es lo mismo.
Gracias a esa ficción, resulta que lo que hago no sería realmente el producto de mi decisión, sino la manifestación de ciertos elementos de la sociedad que han causado mi conducta. Sobra decir que el planteamiento es circular, pues una maroma equivalente podría ejecutarse invariable e indefinidamente, sin conseguir una decisión ni a nadie actuando por sí mismo.
En esta ocasión, abordo la manera en la que esta insostenible línea de pensamiento contribuye a la tergiversación de aspectos elementales de la existencia, especialmente los relacionados con la adjudicación de responsabilidades.
Muchos de quienes abrazan encantados la idea de la alienación universal hacen insistente énfasis en lo precario de su propia situación, se entienden a sí mismos como mártires de la sociedad, de la realidad o del universo. Los que se hacen las víctimas no han sido realmente dañados, pero anhelan intensamente la atención y los beneficios que pueden extraer de viralizar la idea de que sí lo han sido.
Para adoptar la posición manipuladora no es suficiente solo desear consideración especial, también hace falta una buena dosis de frustración y utilizarla de una pésima manera. Es decir, quienes publicitan sus inexistentes heridas sí que se sienten fatal, pero no porque alguien los haya malogrado, sino porque su situación es originalmente desventajosa -o así lo sienten- y no han conseguido estructurar una metodología constructiva para lidiar con su desazón o resolverla. De ahí que elijan un victimario y no cesen hasta que un ultraje, que no ha existido, sea vengado.
Las víctimas de verdad son impactadas literalmente por un evento o una serie de acontecimientos objetivos. Además, el atropello es cometido por alguien, aunque el proceso de identificación del agresor pueda ser extremadamente complejo. En realidad, ser ultrajado tiene poco de interesante y absolutamente nada de explotable. Por el contrario, suele representar una vivencia desoladora y dolorosa. Algo que tienen bastante claro quienes lo han vivido.
La actitud habitual, no necesariamente universal, de quién ha sido receptor del daño es tratar el agravio con cierta discreción, dado que el sufrimiento es auténtico y relevante. Una buena parte de la energía se usa en apartar toda posibilidad de que lo ocurrido se repita. En ese camino se enfrentan dudas penosas e injustas, por ejemplo, a veces surge la inquietud de haber contribuido de algún modo a que sucediera el suceso.
Desde luego, el genuinamente afectado clama por una forma de castigo para su agresor y no rechaza el cuidado o compasión que pueda recibir sinceramente. Sin embargo, la gravedad de la situación favorece que su postura sea principalmente cauta, pues considera lo sucedido tan inaceptable como digno de seriedad.
Adicionalmente, mientras prevalezca la vivencia traumática, probablemente no será capaz de reírse demasiado de lo sucedido o juntar suficiente tranquilidad en esos momentos en los que alguien más trata el asunto con displicencia o ligereza.
Los manipuladores no han ocupado el rol de víctimas. Aún así, se esfuerzan en usar el sustrato simbólico del mártir.
Para añadir mayor complejidad, muchas personas se identifican con la narrativa que dibujan los estafadores, especialmente, víctimas reales que tienen heridas sensibles y que reaccionan emocionalmente a historias con las que es difícil no identificarse, sobre todo, si han sido vividas en primera persona. De esta manera, los timadores de oficio concretan aquello que evitan quienes sí han sido perjudicados: rentabilizar el dolor.
Por otra parte, es común que quienes han sido ciertamente dañados se pregunten a sí mismos si no se estarán haciendo las víctimas. Esto es algo que, por descontado, no se plantean los embaucadores, generalmente conscientes de lo que hacen.
Tomemos en cuenta que el sobreviviente de una agresión reflexiona con respecto a su experiencia y se cuestiona, por ejemplo, si su reacción actual es exagerada, precísamente, porque no quiere caer en la tentación de la injusticia. No desea parecerse al victimario en lo más mínimo.
Las diferencias son notables, desgraciadamente nos estamos acostumbrando a que los abusadores expropien la retórica de la víctima para recibir consideración gratuita, mientras los agraviados reales son acusados de “atraer” el daño, de no defenderse, de exagerar o, lo peor de todo, de ser los agresores.
Es un tema que requiere cuidado, más debate y profundización; especialmente cuando estas posturas se desarrollan también en el ámbito político. Movilizando pasiones y trastocando el orden de las cosas, para el provecho de los victimarios.
Asier Morales Rasquin es psicólogo clínico, psicoterapeuta, egresado de la doble diplomatura en Economía de la Escuela Austríaca de la Universidad Monteávila de Caracas e investigador del Centro Juan de Mariana de Venezuela.
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