Pedro Fernández Barbadillo
En EEUU se ha dado un golpe de Estado, sí. Empezó en noviembre de 2016 y ha concluido ahora… o quizá lo haga cuando ocupe el poder… Kamala Harris.
En EEUU se ha dado un golpe de Estado, sí. Empezó en noviembre de 2016 y ha concluido ahora… o quizás lo haga cuando Joe Biden dimita por motivos de salud o por los asuntos de corrupción de su hijo para dar paso a Kamala Harris.
El golpe empezó cuando Donald Trump ganó las elecciones. Desde el primer momento y por cuenta del Deep State, ése que no existe según se nos dice desde los mismos periódicos que publican tribunas anónimas de miembros del Gobierno reconociendo que conspiran contra el presidente electo. Un grupo de progres incitó a los compromisarios a no votar a Trump en la reunión del Colegio Electoral y varios de éstos, encabezados por la hija de Nancy Pelosi, reclamaron a la comunidad de inteligencia (poca inteligencia y mucha comunidad) un informe sobre los vínculos de Trump con Moscú.
Desde el principio, los demócratas, el Hollywood de Weinstein y los medios de comunicación, muchos de los cuales están controlados por los dueños de las big tech y Wall Street, negaron a Trump legitimidad para gobernar y a su electorado, hasta el derecho a voto. Durante su mandato, se le acusó de ser un agente de Vladímir Putin. Por primera vez desde la campaña de Jack Kennedy de 1960, en que superó en anticomunismo a Nixon respecto a los Castro, tener relaciones con Moscú era para los demócratas motivo de oprobio. Hasta le presentaron un ridículo impeachment.
Trump ha sido el mejor presidente desde Ronald Reagan. Ha pacificado las relaciones internacionales; sus medidas económicas y fiscales han aumentado el empleo y los salarios; ha tratado de recuperar el Tribunal Supremo del control de los activistas; se ha opuesto a la corrección política; ha promovido la vida. Etcétera. Sus crímenes: frenar los negocios de la oligarquía occidental con China y debilitar la hegemonía progresista, ante la que se ha rendido hasta Roma. Y sus errores: no haber formado un equipo político propio (sólo ha confiado en su hija, su yerno y unas pocas personas más) ni entender cuál era la guerra declarada contra él por el Deep State, que desea encarcelarlo.
Al final, a Trump le han hecho una revolución de colores. La única diferencia con Ucrania o Armenia es que no se ha montado en una embajada, sino en alguno de los edificios desde los que se puede ver la Casa Blanca.
Las elecciones presidenciales se celebraron no sólo con prácticamente todos los medios de comunicación en contra de Trump, sino con la censura por parte de las big tech a las revelaciones sobre la corrupción económica y sexual de Hunter Biden, incluidos pagos por parte del Partido Comunista chino, enemigo de los trabajadores occidentales y socio de las multinacionales a las que les importan más los beneficios que los derechos fundamentales.
En las elecciones nos llevamos la sorpresa de que Biden, un anciano senil acusado de abusos sexuales que no llenó siquiera un aparcamiento con admiradores, venció a Trump, que reunía a docenas de miles de partidarios en mítines monstruo; y lo hizo con más de 81 millones de papeletas, más que Trump y más que Obama. Desde entonces, Trump (censurado por Twitter) y su equipo anunciaron que demostrarían el fraude.
Sin embargo, las pruebas aportadas no fueron aceptadas por los tribunales. Quedaba la sesión conjunta de las nuevas Cámaras en que se contarían los votos electorales y se proclamaría al presidente y al vicepresidente para los próximos cuatro años. Docenas de legisladores republicanos declararon que impugnarían los resultados en la media docena de estados disputados. El mismo día de la sesión, se produjo lo inesperado.
En Washington, ciudad donde sólo obtuvo un 5% de los votos el 3 de noviembre, Trump dio un mitin a una multitud de seguidores en el que insistió en el pucherazo y unas docenas de éstos se dirigieron al Capitolio ¡y entraron en él! Una corresponsal española ha explicado que ese edificio es un búnker y ya hemos visto un vídeo en el que la Policía levanta las barreras que cortaban el paso. Policía, por cierto, que obedece a la alcaldesa de Washington y a la presidenta de la Cámara de Representantes, ambas demócratas. Igual ocurrió con el homicidio de Floyd en Minneápolis: los policías implicados pertenecían a una ciudad gobernada desde hace écadas por los demócratas, pero los mass-media acabaron convirtiendo la muerte en una prueba del racismo de Trump y sus votantes.
Quede claro que quienes rodean o irrumpen en un Parlamento para interrumpir los debates y votaciones pretenden dar un golpe de Estado. Sean militares, minutemen, catalanistas o socialistas. La cargante superioridad moral de la izquierda se ha vuelto a comprobar cuando los mismos podemitas que incitaron y participaron en las protestas de Rodea el Congreso y negaron legitimidad a la investidura de Rajoy en 2016 afirman que lo suyo, como los escraches, es distinto, es democracia verdadera.
¿Cuáles han sido las consecuencias de este oscuro tumulto en el que ya han muerto cuatro personas?
Los críticos han callado; nadie ha puesto en duda la victoria de Biden. Se ha reconstruido el consenso bipartidista, pues el sector trumpista del Partido Republicano se ha sometido a los never-trumpers. Y encima se ha dado la razón a los creadores de opinión que han proclamado que Trump estaba preparando un golpe blando para mantenerse en la Presidencia. Pero no creo que concluya aquí la crisis de EEUU al estilo alemán, donde, desde hace años, voten lo que voten los ciudadanos, gobierna Angela Merkel, la que abrió la puerta a millones de inmigrantes asiáticos y africanos.
La ruptura social que comenzó Obama en su primer mandato (éste es el único presidente reelegido desde 1940 con menos votos que en su mandato anterior) y que llevó a Trump a la Casa Blanca se está agravando. Casi la mitad de los ciudadanos está convencida de que Biden y Harris ganaron mediante el preñado de urnas. Otro porcentaje altísimo considera que vive en un país donde impera un racismo estructural y la opresión patriarcal de los pronombres.
En estas circunstancias, con un sistema electoral indignode la potencia que envía naves a Marte y con una oligarquía que considera que el pueblo que no vota como ella quiere es fascista, ¿qué modelo de democracia puede ser EEUU para los demás países del mundo? ¿y qué orden interno va a haber?
Ha pasado desapercibida la noticia de que la dictadura china no permite a una misión de la OMS penetrar en el país para investigar sobre el covid-19. Bill Gates, uno de los antitrumpistas más destacados, dijo indignado en abril pasado que “China había hecho cantidad de cosas bien”para combatir el virus. No se dice “virus chino”, que es xenófobo; pero sí “cepa británica”, que es europeísta.
El modelo social y económico que se nos va a presentar en los próximos años será una mezcla de China roja y tecnocracia de supuestos expertos sanitarios y económicos. De manera incomprensible, millones de occidentales aceptarán permanecer confinados en sus viviendas mientras tengan su iPhone y la paguita con la que hacer pedidos a Amazon.
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