RONALD REAGAN, UN LIBERAL CRISTIANO
Francisco José Contreras
Las películas anticomunistas apenas rozan la cartelera española: “Katyn”, de Andrej Wajda, fue vista y no vista, y no sé si “Mr. Jones” (de Agnieszka Holland, sobre el Holodomor) llegó siquiera a estrenarse, pese a la calidad artística de ambas. Apresúrense, pues, a ver “Reagan”, que fue pre-estrenada el jueves en Madrid con participación del Centro Diego de Covarrubias y charla introductoria de Iván Espinosa de los Monteros y Víctor Sánchez del Real.
No diré que sea un film redondo (me parece un error, por ejemplo, que el Reagan de treinta años sea interpretado por el mismo Dennis Quaid que da vida al septuagenario), pero cumple la más importante condición que debe exigirse a un biopic: máxima fidelidad a los hechos. Y entre ellos, uno que suele devaluarse en estos tiempos descreídos: la religiosidad del biografiado.
La fe de Reagan fue típicamente norteamericana: un tanto ecuménica (padre católico de origen irlandés, madre protestante rebautizada en la iglesia de los Discípulos de Cristo, en la que educaría al joven “Dutch”) y más atenta al sentido moral que a sutilezas teológicas. El Reagan adulto asistía al culto sólo ocasionalmente, pero la fe en un Creador informó tanto su vida privada -la película recoge muy bien la centralidad del amor fiel a su esposa Nancy- como su acción política. Reagan fue un firme creyente del “American creed” clásico, que concebía la libertad como un don divino: “Los hombres han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”, proclamó en 1776 la Declaración de Independencia. Como la libertad viene de Dios, no debe ser usada para el vicio, sino para el perfeccionamiento moral, el crecimiento en la virtud. El “triángulo dorado” (Os Guinness) fe-libertad-virtud fue el cimiento de EE.UU. Los Padres Fundadores fueron categóricos: “Sólo un pueblo virtuoso es capaz de libertad” (Benjamin Franklin); “la virtud pública no puede existir sin la privada; nuestra Constitución fue hecha sólo para un pueblo moral y religioso” (John Adams). Y el artículo 15 de la Declaración de Derechos de Virginia, anterior en doce años a la propia Constitución norteamericana, establece que “el gobierno libre no puede ser conservado por ningún pueblo sino por una firme adhesión a la justicia, la moderación, la temperancia, la frugalidad y la virtud”. Cuando ganó por segunda vez la nominación a las presidenciales, en 1984, Reagan dijo en Dallas: “La religión y la política son indisociables; sin Dios no perdurará la democracia”. La idea viene del Farewell Address de George Washington (1797).
De su creencia en Dios derivaba Reagan su visión de la Historia como un combate entre el bien y el mal. Y el mal, en las circunstancias contemporáneas, era el comunismo. El 8 de junio de 1982 pronunció en el Parlamento de Westminster su célebre discurso de la URSS como “imperio del mal”, que alarmó por su radicalidad a los propios británicos: “Vemos cómo las fuerzas totalitarias buscan la subversión y el conflicto en todo el mundo y prosiguen su bárbaro asalto contra el espíritu humano. ¿Qué haremos? ¿Debe marchitarse la libertad en un silencioso, letal acomodamiento al mal totalitario?”. Pero el totalitarismo es un tigre de papel, sus días están contados: la prueba es que “ni uno sólo de esos países se atreve a convocar elecciones libres. Los regímenes plantados por las bayonetas no tienen apoyo popular”. Es la URSS, no los países democráticos, la que “marcha contra la corriente de la Historia al negar la libertad y la dignidad humana a sus ciudadanos”. Es el socialismo el que es incapaz de garantizar un nivel de bienestar decente a su propia población. Por eso, mientras las tropas de la OTAN “miran hacia el Este para evitar una posible invasión, al otro lado de la línea las fuerzas soviéticas también apuntan hacia el Este para evitar que su propia gente escape”. En un discurso de 1983 volvió a decir que el enemigo tenía los pies de barro: “Creo que el comunismo es un capítulo triste y estrafalario de la historia de la humanidad cuyas últimas páginas están siendo escritas ahora”.
Este vendaval de optimismo y confianza llegó en momento providencial (la película refleja bien ese sentido de “hombre con una misión” que Reagan, como Churchill, alimentó siempre). En 1980 Occidente estaba en retirada, a la defensiva, roído ya por la autocrítica woke en las universidades (somos racistas, machistas, etc.) y por las dos crisis del petróleo de los años 70, el terrorismo (ETA, Brigadas Rojas, Baader Meinhof …) y la labor de zapa de ecologistas que atacaban la energía nuclear y pacifistas que querían desarme unilateral. La revolución iraní (1979) inició un ciclo de Resurgimiento Islámico que todavía continúa, mientras que el bloque comunista seguía expandiéndose en África y Asia: Vietnam (1973), Camboya (1975), Angola y Mozambique (1975), Afganistán (1979), Nicaragua (1979)… “Expertos geopolíticos” de la época recomendaban la gestión realista del declive y daban por supuesta la invencibilidad del comunismo (igual que los de ahora proclaman como artículo de fe la invencibilidad de Rusia), recomendando “détente” y coexistencia pacífica. Pero llegó Reagan e hizo exactamente lo contrario: proclamar su convicción de que somos mejores y más fuertes que ellos; que no habíamos venido a empatar la Guerra Fría, sino a ganarla. El comunismo es el mal, y al mal no se le apacigua: se le vence. Por supuesto, los cabezas de huevo le llamaron cowboy belicoso que iba a arrastrar al mundo a la guerra nuclear, ignorante maniqueo que lo veía todo en blanco y negro, etc. Pero él siguió adelante, convencido de que la URSS era Mordor y de que la media humanidad oprimida por el comunismo merecía una oportunidad. Relanzó la carrera de armamentos incrementando el presupuesto militar en un 34% entre 1981 y 1985 y haciendo tragarse a los soviéticos el enorme farol de la Iniciativa de Defensa Estratégica. El sobreesfuerzo que la URSS tuvo que hacer para intentar sostener el pulso contribuyó decisivamente a su desfondamiento en la era Gorbachov. No hubo guerra nuclear; el imperio del mal fue derrotado sin que se disparara un tiro.
Como había predicho Reagan, fueron sus propias deficiencias internas las que, hábilmente agudizadas por un Occidente en el que coincidieron tres líderes “maniqueos” (San Juan Pablo II, Margaret Thatcher y el propio Reagan), deslegitimaron al poder soviético ante sus propios súbditos hasta el punto de provocar su implosión.
El Reagan supuestamente simplista e inculto era en realidad un lector impenitente que había estudiado a los grandes economistas liberales, incluyendo a los de la Escuela Austriaca. De esas lecturas extrajo una férrea determinación de reducir el peso del Estado y restaurar la libertad económica, convencido de que la creatividad estaba siendo asfixiado bajo una maraña de regulaciones e impuestos confiscatorios. Reagan formuló el liberalismo económico en chascarrillos geniales que se han hecho clásicos: “La frase más terrorífica de nuestro idioma es: “Hola, soy del Gobierno y he venido aquí para ayudar””. “Jamás ningún gobierno reduce voluntariamente su tamaño. Los programas gubernamentales, una vez lanzados, nunca desaparecen. En realidad, una oficina estatal es lo más parecido a la vida eterna que veremos en este mundo”. “La visión estatalista de la economía puede ser resumida en estas frases: si se mueve, grávalo con impuestos. Si sigue moviéndose, regúlalo. Y si deja de moverse, subsídialo”. “Deberíamos medir el éxito de la asistencia social [welfare] por el número de gente que deja de necesitarla, no por el número de gente que empieza a recibirla”.
Reagan consiguió sacar a la economía norteamericana de su crisis de “stagflation” (estancamiento más inflación) de finales de los 70. Redujo el tipo máximo del impuesto sobre la renta del 70% al 28%, con importantes recortes también en los tipos inferiores. Es cierto que no todo fueron éxitos, pues el gasto público no fue reducido suficientemente y, por tanto, se incrementaron los déficits públicos y la deuda pública, que pasó de 1’1 a 2’9 billones.
Reagan llevó a la derecha norteamericana a la cumbre del éxito histórico mediante la fórmula que ya había defendido William Buckley Jr. en los años 50: la coalición entre los “conservadores fiscales” (en España diríamos liberales económicos) interesados por la libertad económica y la reducción del gasto público, los “conservadores sociales” interesados por la defensa de la vida, la familia y los valores morales, y los “conservadores de política exterior”, celosos de la responsabilidad internacional de EE.UU. como líder del mundo libre. Su ejecutoria fue buena en el primer capítulo, liviana en el segundo y espectacular en el tercero. Hablo de liviandad en el capítulo del conservadurismo social porque no plasmó su antiabortismo en medidas legislativas potentes (aunque sí aprobó la “Baby Doe rule”, que obligaba a aportar soporte vital a los niños que nacieran con graves minusvalías, poniendo fin así al infanticidio fáctico que se les aplicaba en algunos hospitales) ni aplicó políticas de restauración de la familia o promoción de la natalidad. Su mejor aportación pro-vida fue su artículo de 1983 (“Abortion and the Conscience of the Nation”) en la Human Life Review, en el que comparó la sentencia “Roe vs. Wade” a la de Dred Scott (1859), legitimadora de la esclavitud: “No es esta la primera vez en que nuestro país ha sido dividido por una decisión del Tribunal Supremo que negaba el valor de ciertas vidas humanas [la de los no nacidos en 1973, la de los esclavos en 1859]”. “El abortero que recoge los brazos y piernas del bebé abortado para asegurarse de que ninguno ha quedado dentro del útero difícilmente tendrá dudas de que se trata de un ser humano”.
Hoy soplan otros vientos y muchos dicen que el futuro de la derecha no pasa por el conservadurismo social ni por el fiscal (el “fusionismo” liberal-conservador es visto como una antigualla boomer). Que la derecha no debe desregular, sino “proteger al trabajador”, fortalecer los sindicatos y la asistencia social e incrementar el salario mínimo. Que no debe defender la libertad en todo el mundo, sino preocuparse cada país de sus propios asuntos (“¿Qué se nos ha perdido a nosotros en Ucrania?”). Que no debe creer en el libre comercio (Reagan propuso el tratado NAFTA ya en 1979, firmado después por Bush), sino en el proteccionismo y los aranceles.
¿Qué quieren que les diga? Yo me quedo con Reagan.
Francisco José Contreras
Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla. Autor de once libros individuales (entre ellos, “Kant y la guerra”, “Liberalismo, catolicismo y ley natural”, “Una defensa del liberalismo conservador” y “Contra el totalitarismo blando”). Ha recibido el premio de honor Diego de Covarrubias 2020, el Premio Angel Olabarría y el Premio Legaz Lacambra de la Academia Aragonesa de Jurisprudencia.