Fernando del Pino Calvo-Sotelo
5 de febrero de 2025
FUENTE: https://www.fpcs.es/secretos-de-la-espana-prohibida-1939-1975/
Toda nación necesita una identidad común basada en un relato compartido de su historia y en una celebración de sus éxitos. Sin ellos, la nación se debilita y a la larga se deshace, algo que no se comprende bien en España —aunque sus enemigos lo comprendan perfectamente—. Esto no implica negar nuestros fracasos, sino evitar detenerse en ellos de modo enfermizo. Olvidar el pasado es fatal, pero quedarnos embobados mirando atrás implica convertirnos en estatua de sal, como la mujer de Lot.
Es un deber someter a un examen crítico las creencias dominantes de nuestro tiempo cuando creamos que son erróneas. En este sentido, y sin perjuicio de la legítima crítica al personaje histórico del dictador o al régimen que encabezó, creo que demonizar genéricamente un período histórico tan largo como el franquismo debilita nuestra identidad nacional, socava nuestra confianza en nosotros mismos y denigra el esfuerzo de toda una generación de españoles ―de la que formaron parte nuestros padres y abuelos― que construyó los pilares sobre los que llevamos apoyándonos medio siglo.
Permítanme recalcar una obviedad: nuestra historia no se interrumpió en 1939 para reemerger en 1975. Aunque Sánchez tenga un concepto patrimonialista y feudal del poder, un país no es propiedad de quien lo gobierna. La España de Franco no perteneció a Franco, como la España de Sánchez no le pertenece a él, aunque en su peculiar trastorno crea lo contrario. Por lo tanto, el pueblo español debe reclamar como propia, con toda naturalidad, toda su historia, incluyendo la Guerra Civil (1936-1939) y el franquismo (1939-1975).
Respecto de la primera, sabemos bien el horror que supuso, particularmente respecto a las matanzas de civiles que se produjeron en la retaguardia de ambos bandos. Sabemos también que no todas las víctimas recibieron el mismo trato: aunque a los muertos nadie les devolvió la vida, a las decenas de miles de asesinados por el Terror Rojo (incluyendo las víctimas del genocidio católico) se les hizo justicia, mientras que a las decenas de miles de asesinados y ejecutados por el bando ganador, no, y sus familiares tuvieron que vivir con ese dolor añadido[1].
Pero lo cierto es que tras la dura represión de posguerra la sociedad española dejó de remover el pasado, no por imposición del régimen, sino por pura supervivencia psicológica: a la generación que vivió la guerra no le gustaba hablar de ella, aunque hubiera pasado mucho tiempo. Así, las heridas cicatrizaron con inusitada rapidez, de modo que el pueblo español era ya un pueblo reconciliado y en paz mucho antes de 1975. En dicha reconciliación, desde luego, tuvieron especial mérito quienes, por haber pertenecido al bando perdedor de aquella lucha fratricida, fueron capaces de perdonar sin que se les hiciera justicia. Por lo tanto, el llamado espíritu de la Transición caracterizado por el centrismo y la moderación se limitó a reflejar la reconciliación previa de una sociedad española que se encontraba muy alejada de extremismos o resentimientos.
Entonces, ¿cómo juzgar la dictadura de Franco cincuenta años después de su muerte? Sánchez ―que, por defecto, miente siempre― la he definido como unos «años oscuros». ¿Lo fueron? ¿Fue la población española liberada en 1975 de un triste y largo secuestro, como ocurrió en 1989 con las poblaciones del Telón de Acero tras la caída de las dictaduras comunistas? La respuesta rápida es no. En primer lugar, para que haya secuestro debe haber encierro, y desde el final de la Segunda Guerra Mundial los españoles siempre pudieron salir libremente de su país. Las dictaduras comunistas, por el contrario, levantaron muros con ametralladoras y alambradas de púas para evitar que su población escapara. En segundo lugar, la ilusión serena con la que la mayoría de los españoles vivió la Transición coexistió con dos fenómenos que hoy se mantienen en secreto: la sorprendente popularidad del franquismo y el espectacular crecimiento económico de España desde 1949 hasta la crisis del petróleo de 1974, sin parangón en nuestra historia (ni antes ni después).
Como escribió mi admirado Julián Marías, «los que manipulan el mundo cuentan, sobre todo, con la falta de memoria de los hombres». Hoy resulta difícil comprender el apoyo popular que en su día tuvo la dictadura franquista, un régimen que carecía de libertad política y mantenía graves restricciones a la libertad de expresión (como ocurre hoy con la sutil tiranía de la corrección política). Sin embargo, tal y como observó el propio Marías (encarcelado unos meses durante el franquismo, filósofo veraz y notario fidedignode la Transición), «las mayorías españolas estaban tan despolitizadas que la ausencia de libertad política les importaba muy poco», mientras que «la libertad social y personal se había multiplicado y, siempre que no se tratara del poder público, el español podía hacer en muy alto grado lo que quisiera»[2]. De hecho, probablemente el grado de autonomía o libertad personal en la vida cotidiana en el tardofranquismo fuera superior a la que se tiene ahora, con tantas regulaciones, permisos y prohibiciones.
Por otro lado, en contrapeso a la ausencia de muchas libertades públicas los españoles valoraban la ley y el orden del régimen (la tasa de criminalidad y la población reclusa eran una tercera y una cuarta parte, respectivamente, de lo que son ahora), el escaso nivel de corrupción (que no fue siquiera un tema de debate en las primeras campañas electorales) y el crecimiento económico antes señalado, que analizaremos con detenimiento más adelante.
Pero quizá sea mejor dejar que sean los españoles de la época ―los que mejor podían juzgar el régimen― quienes opinen a través de las encuestas del CIS de aquellos años. Unos meses antes de la muerte de Franco, el 80% de la población se definía como «muy feliz» o «bastante feliz»[3] y, cuando murió, un 42% de los españoles defendía que «no procedía» acometer reformas legales para que España tuviera una democracia similar a la de los países de su entorno. El 58% era partidario de hacer la transición[4], pero en general sin excesiva prisa[5].
Los resultados de estas encuestas fueron corroborados en las dos primeras elecciones democráticas en las que los españoles libremente eligieron que les siguiera gobernando el último presidente de la dictadura, Adolfo Suárez, si bien es cierto que al frente de un partido centrista y reformista, no continuista. Suárez, antiguo director de RTVE del régimen y secretario general del Movimiento, había sido seleccionado inicialmente por el rey Juan Carlos, entonces enormemente popular a pesar de haber sido elegido sucesor por Franco (o precisamente por ello). Aunque el rey ya había dejado clara su voluntad de llevar al país a la democracia y convertirse en rey de todos (la Corona sigue siendo la única institución de nuestro país no contaminada por la política), los resultados electorales dejaron claro que los españoles buscaban una reforma suave y desaprobaban el rupturismo.
A la luz de estos datos resulta difícil no llegar a la conclusión de que la España de Franco acabó siendo relativamente franquista. En efecto, el dictador gozó de una «visible popularidad», en palabras del general Vernon Walters (asesor e intérprete del presidente norteamericano Eisenhower en su visita a España en 1959[6]), lo que llevó al propio Eisenhower a sugerir en sus memorias que, de haber convocado Franco elecciones, las habría ganado[7]. En este sentido, nunca necesitó salir a la calle protegido por una legión de pretorianos, como ahora hace Sánchez cual impopular déspota, y nunca tuvo que huir de la ira popular, encogido y rodeado de escoltas, como hizo el cobarde aquél en Paiporta.
El hecho es que Franco murió ya anciano ocupando tranquilamente el poder sin contar con excesiva oposición fuera del terrorismo y del comunismo. Una inmensa muchedumbre despidió su féretro, como recuerdo perfectamente, y cuando al día siguiente a su muerte el CIS preguntó a los españoles qué sentimiento le había producido la noticia, el 49% contestó que había sentido «algo parecido a la muerte de un ser querido», mientras el 35% contestaba más sobriamente que le había parecido «normal, dada su edad»[8]. Curiosamente, el régimen decidió no publicar la encuesta.
Diez años después, en 1985, en plena democracia y con mayoría absoluta del antiguo y moderado PSOE —hoy lamentablemente extinto—, el CIS volvió a preguntar a los españoles qué habían sentido al morir Franco: un 28% recordaba haber sentido preocupación o miedo y un 21%, tristeza. Sólo un 10% recordaba haber sentido alegría. Además, un 46% definía ecuánimemente «el régimen de Franco» (el CIS no lo denominaba «dictadura») como una etapa «que había tenido cosas buenas y cosas malas», mientras un 18% lo consideraba claramente «un período positivo» para España. Sólo un minoritario 27% lo calificaba como un período netamente «negativo»[9].
Quizá esto explica la prudencia con la que ese mismo año 1985 se manifestaba el propio Felipe González (que llevaba tres años como presidente del gobierno con una abrumadora mayoría absoluta) cuando le preguntaron qué juicio le merecía Franco diez años después de su muerte: «Sigo teniendo una idea excesivamente simplificada, pues todavía no hay una perspectiva histórica para hacer un juicio con todas sus consecuencias» ―contestó con ponderación―. Y añadió: «Franco como personaje es muy difícil de juzgar, salvo el juicio negativo de que nos tuvo sometidos a una dictadura después de una guerra civil (…). Hay gente que se ha propuesto hacer desaparecer los rastros de 40 años de historia de dictadura: a mí eso me parece inútil y estúpido. Algunos han cometido el error de derribar una estatua de Franco; yo siempre he pensado que si alguien hubiera creído que era un mérito tirar a Franco del caballo tenía que haberlo hecho cuando estaba vivo»[10].
Pero quizá el dato más revelador se obtuvo en 1995 con el PSOE aún el poder, cuando el CIS volvió a preguntar sobre el tema: veinte años después de su muerte, un 30% de los que contestaron la encuesta (sin contar NS/NC) afirmaba que Franco había sido «uno de los mejores gobernantes que había tenido España en el último siglo»[11].
Sin duda lo que mejor explica la popularidad del régimen es el espectacular éxito económico que logró España desde 1949 hasta 1974. En efecto, esos 25 años constituyeron la etapa de mayor crecimiento económico de nuestra historia, récord que sigue vigente medio siglo después. El dato es poco conocido por ser políticamente incorrecto, pues pone al descubierto que la consigna con la que se autodefine el régimen constitucional del 78 («la etapa de mayor paz y prosperidad de nuestra historia») es falsa.
Así, de 1949 a 1974 el PIB per cápita en España creció (en términos constantes) a un ritmo del 6% anual, lo que significó salir de la pobreza y crear, por primera vez en nuestra historia, una contenta clase media. En una sola generación la renta de los españoles se multiplicó por cuatro (después de inflación), de modo que los hijos vivían muchísimo mejor de lo que habían vivido sus padres, lo contrario de lo que ocurre ahora. Este extraordinario crecimiento se produjo con una presión fiscal que era la mitad de la que sufrimos hoy y con un Estado que tenía la cuarta parte de funcionarios que tiene hoy. El desempleo era inferior al 4%, frente al 10% de hoy (y el 16% de desempleo medio desde 1978), la vivienda era accesible, y una familia podía sacar adelante a cuatro hijos con un solo sueldo mientras hoy dos sueldos apenas pueden sacar adelante a dos hijos.
Por lo tanto, el éxito económico de España en ese período resulta irrefutable, pero sería un error considerarlo un logro exclusivo de un régimen políticamente excluyente: fue un éxito colectivo de España del que todos deberíamos sentirnos orgullosos, independientemente de quien gobernara en aquel entonces o del sistema político imperante.
En efecto, aunque el crecimiento económico de España desde 1949 a 1974 tuvo que ver con determinadas políticas gubernamentales (especialmente con el Plan de Estabilización de 1959), fue ante todo logrado gracias al tesón y sacrificio de toda una generación de españoles, sin distinción de ideología o región de origen, que exhibieron esa constelación de virtudes que hacen posible el progreso: trabajo duro, honradez, seriedad, austeridad, cumplimiento de la palabra dada, espíritu de servicio y amor al trabajo bien hecho. A esa generación de españoles a la que pertenecieron mis padres, que madrugaban para dejar una España mejor para sus (muchos) hijos, quiero rendir tributo con este artículo.
A efectos comparativos, resulta interesante dividir los últimos 75 años de historia económica de España en tres períodos consecutivos de 25 años cada uno: de 1949 a 1974 (durante el franquismo), de 1974 a 1999 (la España de la peseta) y de 1999 a 2024 (la España del euro). ¿Cómo se comparan entre ellos?
Utilizando datos del Banco Mundial (ajustados a la población), el crecimiento real del PIB per cápita en el período 1949-1974 fue del 6% anualizado; en el período 1974-1999 se redujo a un 2% anual; y en el período 1999-2024 fue de sólo el 0,9% anual[12]. Es decir, que el PIB per cápita creció durante esa etapa del franquismo el triple que en las primeras décadas de la democracia (con la peseta) y el séxtuple de lo que ha crecido en los últimos 25 años (con el euro). Dicho de otro modo, con la democracia nuestra economía ha crecido menos que con el franquismo y con el euro menos que con la peseta. Por otro lado, en 1974 la deuda pública era de sólo el 6% del PIB; en 1999 ya había subido al 61%; hoy es del 105% del PIB. Por lo tanto, un menor crecimiento ha sido acompañado de un aumento muy considerable de la deuda pública[13].
Sin embargo, el crecimiento económico de un país tiene un poder descriptivo limitado: aunque un país crezca mucho, si los demás países crecen al mismo ritmo, ¿dónde está su mérito? De ahí la importancia de la comparativa internacional reflejada en el concepto de «convergencia», esto es, en la evolución a lo largo del tiempo de la renta per cápita de un país en términos relativos a un grupo comparable de países. En otras palabras, la convergencia compara el ritmo de crecimiento de renta per cápita de un país con los de su entorno.
En el caso de España, la convergencia se ha medido tradicionalmente con Europa. Sin embargo, esta costumbre presenta tres importantes limitaciones: primero, adolece de una visión eurocéntrica del mundo, hoy obsoleta; segundo, la ratio suele estar desvirtuada por la progresiva ampliación de la UE; y tercero, Europa es una comparación fácil, pues ha crecido relativamente poco respecto del resto del mundo como resultado no de una inexorable maldición bíblica, sino de la imposición de ideologías trasnochadas (impuestos elevadísimos, burocracia monstruosa y regulaciones disparatadas).
Por ello, resulta preferible comparar la renta per cápita española con una muestra más amplia del planeta, como es la media de la OCDE. Pues bien, como puede verse en el siguiente gráfico, el PIB per cápita español relativo a la OCDE alcanzó un pico hacia 1974 que en los siguiente 50 años sólo fue igualado por el espejismo creado por la burbuja inmobiliaria del 2007. Hoy sigue siendo inferior al que era al final del franquismo, por lo que, en términos de convergencia, hemos desperdiciado los últimos 50 años[14]:
La comparación con Europa no modifica esta conclusión ―que hoy estamos igual o ligeramente por debajo de donde estábamos en 1974―, aunque dependiendo del modo de cálculo la curva puede ser similar[15] o diferir en algunos puntos[16].
Debo añadir que esta muestra de mediocridad económica, que refuta una vez más el autobombo del régimen constitucional del 78, me sigue asombrando hoy igual que me asombró cuando me lo descubrió hace muchos años el que fuera uno de los mejores economistas españoles del s. XX, el profesor Velarde.
Ha pasado casi un siglo desde el comienzo del franquismo, pero se sigue ocultando la realidad sobre aquel período y demonizándolo como signo de virtud política. Un siglo rasgándose las vestiduras, ¿no es suficiente?
Debemos comprender que esta actitud, a la que ha contribuido toda nuestra clase político-periodística, daña a España. Unos lo han hecho por complejo o por ignorancia; otros, por sectarismo o por interés; y unos pocos, por incurable patología. Falta rigor y sobra frivolidad; faltan datos y sobran opiniones; falta ecuanimidad y sobra fanatismo; falta amor a la verdad y sobra el Himalaya de falsedades que denunció el socialista Besteiro. ¿Hasta cuándo seguiremos así?
[1] El estudio más serio es Pérdidas de la Guerra, de Salas Larrazábal, que estima en 72.500 los asesinados por el bando republicano y en unos 50.000 los asesinados por el bando nacional, incluyendo los 15.000 ejecutados en la represión de posguerra (según el estudio definitivo de Miguel Platón: La Represión de la Posguerra, Actas 2023).
[2] Julián Marías. La España Real. Espasa-Calpe 1976 p. 56-57.
[3] Encuesta CIS enero 1976
[4] Encuesta CIS enero 1976
[5] Encuesta CIS noviembre 1985. VII Aniversario de la Constitución
[6] Vernon Walters. Misiones Discretas. Planeta, 1978 p. 322.
[7] Dwight Eisenhower. Waging Peace: The White House Years. Heinemann, London, 1965 p. 510
[8] Exposición-CIS 60 Aniversario 1963-2023
[9] Encuesta CIS noviembre 1985.VII Aniversario de la Constitución
[10] «He perdido la libertad para que los demás la tengan», afirma Felipe González | España | EL PAÍS
[11] Visor fichero – CIS
[12] PIB (US$ a precios constantes de 2015) – Spain | Data
[13] Ibid.
[14] Renta per cápita y productividad en la OCDE de 1960 a 2022
[15] PEE Núm 111
[16] Informe Anual 2022
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