CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS
El Producto Interior Bruto (PIB) de un país mide la cantidad de bienes y servicios que ha producido dicha nación durante un periodo de tiempo determinado, un año, un trimestre… Del mismo modo, el PIB per cápita, ingreso per cápita o renta per cápita es un indicador económico que mide la relación existente entre el nivel de renta de un país y su población. Para ello, se divide el Producto Interior Bruto (PIB) de dicho territorio entre el número de habitantes.
El País Vasco y Navarra -junto con Madrid- destacan en los principales indicadores utilizados para medir la riqueza de un territorio. Las Provincias Vascongadas y Navarra ocupan los primeros lugares de la lista de regiones españolas con mayor PIB per cápita. En Extremadura la renta por habitante es la mitad que la del País Vasco.
Asimismo, el País Vasco posee una tasa de paro del 6,3%, casi la mitad de la media española, del 11,7%, según la EPA -Encuesta de Población Activa- del último trimestre del 2023, y la población mayor de 25 años roza el pleno empleo…
Actualmente, la industria sigue siendo el principal sector económico en las Provincias Vascongadas. Supone el 23,1% del PIB, según datos del INE del 2022, lo que la sitúa como la segunda comunidad con mayor peso de este sector, solo por detrás de Navarra. Tiene además un alto porcentaje de empleados la industria, un 18,5%, muy por encima de la media nacional (11%) …
Además, los vascos disponen de la pensión media más elevada de España, que en febrero de este año alcanzó los 1.547 euros, cuando en el conjunto de España es de 1.250 euros…
Sin duda, sus habitantes están entre los que tienen mejor nivel de vida de España,
Otro factor importantísimo para explicar la situación de la economía vasca (y la de Navarra) es el concierto fiscal que permite al gobierno vasco recaudar y regular impuestos que en el resto de regiones, salvo Navarra, son competencia del Estado, como el IRPF o el de Sociedades. A cambio, la administración regional proporciona al Estado una cantidad económica periódicamente. Estamos hablando de lo que se conoce con el nombre de «cupo vasco» (y navarro). Esto permite que “haya una cierta atracción de inversiones y de instalación de empresas y de fortunas, precisamente utilizando la vieja táctica del dumping fiscal” …
También es importante destacar que el porcentaje de población en riesgo de pobreza o exclusión social (la denominada tasa Arope), en las provincias vascongadas es el más bajo de España, el 15,5 %, frente al 26,5 % de la media nacional.
Inevitablemente, hablar de la prosperidad del País Vasco y de Navarra frente al resto de España me trae a la memoria el libro “La economía en una lección” de Henry Hazlitt, en él, el autor afirma que no existe en el mundo actual creencia más arraigada y contagiosa que la provocada por las inversiones estatales. Surge por doquier, como la panacea de nuestras congojas económicas. ¿Se halla parcialmente estancada la industria privada? Todo puede normalizarse mediante la inversión estatal. ¿Existe paro? Sin duda alguna, ha sido provocado por el «insuficiente poder adquisitivo de los particulares». El remedio es fácil. Basta con que el Gobierno gaste lo necesario para superar la «deficiencia».
Nuestros sapientísimos gobernantes suelen olvidar que todo lo que obtenemos, aparte de los dones gratuitos con los que nos obsequia la naturaleza, ha de ser pagado de una u otra manera. Sin embargo, el mundo está lleno de seudo economistas cargados de proyectos para conseguir algo por nada. Aseguran que el Gobierno puede gastar y gastar sin acudir a la imposición fiscal; que puede acumular deudas que jamás saldará, puesto que «nos las debemos a nosotros mismos…»
Tan magníficos y plácidos sueños conducen siempre a la bancarrota nacional o a una desenfrenada inflación, y por supuesto, aplazar el vencimiento de la deuda sólo sirve para agravar el problema, y más todavía: la propia inflación no es más que una manera particularmente viciosa de recaudar impuestos.
Aunque sea de Pero Grullo, es imprescindible recordar que cada euro que el Gobierno gasta (sea local, provincial, regional o nacional) procede inexcusablemente de un euro obtenido a través de algún impuesto. Si consideramos la cuestión de esta manera, los supuestos milagros de las inversiones estatales aparecen a una luz muy distinta. Una cierta cantidad de gasto público es indispensable para cumplir las funciones esenciales del Gobierno. Cierto número de obras públicas —calles, carreteras, puentes y túneles y astilleros, edificios para los órganos legislativos, la policía y los bomberos— son necesarias para atender los servicios públicos indispensables.
Evidentemente no es mi intención cuestionar tales obras públicas -aunque tampoco está de más subrayara el trato de favor que reciben determinados territorios, o mejor dicho sus ciudadanos, por parte de los diversos gobiernos…- mi intención ahora es otra: hablar de las obras públicas que se emprenden con la intención –dicen sus promotores- para proporcionar trabajo, crear empleo. Cuando el facilitar empleo se convierte en finalidad, para los gobernantes la necesidad pasa a ser una cuestión secundaria.
Los burócratas generalmente no pensarán en si hay o no necesidad de construir un puente, o un aeropuerto, o un pabellón deportivo… sino en dónde construir un puente, o un aeropuerto, o un pabellón deportivo, o cualquier obra pública que se les ocurra, sea o no útil y necesaria, y por supuesto, si alguien osa criticar la construcción se le colgará de inmediato el sambenito de obstruccionista, contrario al progreso y reaccionario, o epítetos por el estilo. A quienes hacen profesión de la política les da igual a dónde conduzca el puente (aunque sea a ninguna parte, como el puente de Talavera de la Reina), o si el aeropuerto es o no rentable…
Uno de los socorridos pretextos a los que los burócratas y sus jefes, oligarcas y caciques suelen recurrir es a que la construcción de la obra pública facilitará, pongo por caso, 500 jornales diarios (pongan ustedes la cifra que más les plazca) durante cada año que dure la construcción del puente, o de la carretera, o del aeropuerto…, dándose a entender que tales jornales nunca habrían existido de otra manera.
Es cierto que un grupo determinado de obreros será contratado y esto hará disminuir las listas de desempleados. Pero no se puede olvidar que la obra ha de ser costeada con dinero recaudado mediante los impuestos. Por cada euro gastado habrá un euro menos en el bolsillo de los contribuyentes. Si la obra pública (o la contratación de bienes y servicios, o el equipamiento cuando finalice la instalación) cuesta 100 millones de euros, por poner un ejemplo, los contribuyentes habrán de abonar 100 millones de euros y se tendrán que privar de un dinero que de otro modo hubiesen empleado en las cosas que más necesitaban.
En consecuencia, por cada jornal público creado por alguna de las administraciones (ayuntamientos, cabildos y diputaciones, gobiernos regionales y gobierno central) con motivo de la contratación de obra pública o de bienes y servicios, un jornal privado ha sido destruido en otra parte.
Sin duda, podemos ver a personas ocupadas en la construcción de una obra pública, podemos observarlos realizando un determinado trabajo. El argumento del empleo usado por los inversores oficiales resulta así tangible y sin duda convencerá a una gran mayoría. Ahora bien, existen otras cosas que no vemos porque desgraciadamente se ha impedido que lleguen a existir. Son las realizaciones malogradas como consecuencia de los millones de euros arrebatados a los contribuyentes. En el mejor de los casos, el proyecto de obra pública, o cualquier otra clase contratación de bienes y servicios, habrá provocado una desviación de actividades. Evidentemente, mientras más empleados públicos haya, habrá menos trabajadores en la industria del automóvil, obreros textiles o actividades agrícolas, o ganaderas, o en la hostelería y el comercio…
En esta España nuestra, cada día más saqueada, más corrupta, más encanallada… Los capos de las agrupaciones mafiosas que se hacen llamar partidos políticos siempre disponen de la dialéctica más eficaz para convencer a quienes no ven más allá del alcance de sus ojos, y los acaban convenciendo de que la construcción de una nueva carretera, de un nuevo aeropuerto, de un nuevo pabellón deportivo, de un nuevo puente, aunque no conduzca a ninguna parte, es una idea magnífica… y lo harán a la manera de un ilusionista para evitar que los contribuyentes cierren los ojos ante las posibilidades que se han malogrado con ese gasto innecesario. Harán todo lo que esté a su alcance para que no contemplen, no imaginen las casas que no se construyeron, los automóviles y electrodomésticos que no se fabricaron, las prendas de vestir que no se confeccionaron e incluso quizá los productos del campo que ni se vendieron ni llegaron a ser sembrados.
Permítanme, siguiendo las ideas que Henry Hazlitt expone en su libro “La economía en una lección” que haga una última reflexión:
Si los impuestos obtenidos de los ciudadanos y empresas son invertidos en un lugar geográfico concreto, ¿Qué tiene de sorprendente o de milagroso que dicho lugar disfrute de una mayor riqueza en comparación con el resto del país?
No podemos olvidar que, en tales casos, de forma inevitable, otras regiones serán por ello relativamente más pobres. De tal suerte que lo que el capital privado no era capaz de construir lo ha sido, de hecho, por el capital privado; por aquel capital extraído mediante la recaudación fiscal, o si se ha conseguido mediante préstamos, habrá de ser finalmente amortizado con cargo a nuevos impuestos que también en su día soportará el contribuyente.
Son multitud los descabellados proyectos que constantemente promueven los gobernantes persiguiendo como principal finalidad, teniendo como noble objetivo «proporcionar empleos» y «dar trabajo», aunque la utilidad práctica del proyecto sea algo más que dudosa.
Por otro lado, cuanto más esperpéntica, disparatada y ruinosa sea la obra pública, más elevado será el coste de la mano de obra invertido, mejor cumplirá el propósito de proporcionar mayor empleo. En tales circunstancias, es poco probable que los proyectos planeados por los burócratas proporcionen la misma suma de riqueza y el mismo bienestar por euro gastado que los que proporcionarían los propios contribuyentes si, en lugar de verse robados y obligados a entregar parte de sus ingresos al Estado, los invirtieran conforme a sus deseos y en lo que a ellos les pareciera más interesante.
Aunque haya quienes afirmen que, toda la corrupción es un despilfarro y que, no todo despilfarro es una forma de corrupción, lo que sí es evidente es que, en España los partidos políticos con presencia en las instituciones se han convertido en «cárteles del crimen organizado», entendiendo como «cártel» una organización criminal que, establece entre sus miembros acuerdos de autoprotección, de colaboración y de reparto de territorios, para realizar sus activades delictivas. Los procedimientos «extractivos» y de «captura» de organismos públicos, cada día que pasa son más sofisticados, y por ese procedimiento, una minoría privilegiada se dedica a saquear a la sociedad española, de manera sistemática, organizada con premeditación y alevosía.
Sólamente en la década que va de 1996 a 2007, el despilfarro en España fue de más del 20% del Producto Interior Bruto, superando los CIENTO CINCUENTA MIL MILLONES de euros, según los cálculos de los estudiosos de la corrupción y el despilfarro en España.
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En España, por lo general, la «obra pública» tiene sobrecostes de entre un 15% y un 20%, sobre el gasto previsto inicialmente y presupuestado.
El despilfarro de recursos públicos se lleva a cabo con la contratación de obra pública, y bienes y servicios diversos por parte de los diversos ministerios del Gobierno de España, muchos de ellos cofinanciados con fondos de la Unión Europea; multitud de inversiones en instalaciones y equipamientos que, posteriormente son infrautilizados o carecen de utilidad. Estamos hablando de inversiones en ferrocarriles, autopistas-autovías, puertos, aeropuertos, desaladoras. A todo ello hay que sumar las infraestructuras fallidas, emprendidas por los diecisiete gobiernos regionales, las diputaciones provinciales, los cabildos insulares, y los ayuntamientos.
Otra forma de despilfarro son los sobrecostes ocasionados por la «asunción de deuda contraída» por las diversas administraciones, para afrontar determinados gastos públicos, y de las que más tarde o más temprano habrá que afrontar el pago.
A todo lo anterior hay que añadir los gastos -enésimos- emprendidos en equipamientos e instalaciones con fines culturales, científicos, parques temáticos, e inversiones para organizar y acoger grandes eventos: juegos olímpicos, exposiciones universales… Y, por supuesto, también hay que sumar la construcción de centros de enseñanza (de todos los niveles) y centros de salud y hospitales públicos… Más del 70% de la obra pública tiene sobrecostes, según reconocen las autoridades. Y, para más INRI, al final se acaba comprobando que algunas inversiones hayan sido concebidas sobre todo para favorecer a determinadas empresas constructoras.
Indudablemente, estamos hablando de un extraordinario volumen de recursos públicos que, de haberse utilizado de acuerdo con otros criterios, prioridades y finalidad, además de haber contribuido a mejorar en algunos de nuestros mayores déficit, tales como la calidad institucional, la deficiente gobernanza territorial y los bajos niveles de eficiencia y rentabilidad social de muchas inversiones públicas, hoy nos permitiría afrontar los grandes desafíos que nos aguardan en el futuro, mucho mejor equipados.
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