Fernando R. Quesada Rettschlag
Prejuicios
En una de sus conferencias, la doctora M.ª Elvira Roca Barea cuenta la siguiente anécdota. Una profesora universitaria francesa vino a España para asistir a un evento académico organizado por una universidad española. Como es normal, la actividad resultó satisfactoria en cuanto a organización, desarrollo, atención a los participantes, idoneidad de los espacios, etc. Durante el tiempo libre, los compañeros de especialidad españoles le enseñaron la ciudad: monumentos, museos, palacios, castillos, parques…; a la hora del aperitivo le hicieron un recorrido por los bares tradicionales de tapas; y a la hora de cenar la llevaron a uno de los buenos restaurantes locales: decoración elegante, servicio impecable, comida exquisita, vinos magníficos…; en el postre, la francesa no resistió por más tiempo el deseo de manifestar en voz alta su sorpresa e hizo el siguiente comentario: Hay que ver, lo bien que está España para ser un país del tercer mundo.
En la mentalidad de esa mujer, los prejuicios antiespañoles estaban tan hondamente arraigados que ni la más palpable evidencia fue capaz de desterrarlos. Y es que los prejuicios, como el fanatismo, la xenofobia o el racismo, constituyen una coraza impenetrable que protege contra la verdad. Al prejuicioso como al fanático, no le importa lo que le muestres o le demuestres; a despecho de cualquier prueba, obviedad o evidencia, sus prejuicios permanecerán incólumes. En el caso de la profesora de la anécdota, dada su profesión hay que suponerle toda una vida de estudio y de cultivo de la inteligencia —capacidad de entender o comprender, según el DRAE—. Sin embargo, no hay arado cuyas rejas ahonden tanto como para remover las profundidades en las que se albergan los prejuicios adquiridos desde la niñez. A pesar de todo lo visto, oído y vivido, la gabacha se volvió a Francia como había venido: llevando embutida en las entretelas de su caletre, la imagen falsaria y denigrante de esa España atrasada e ignorante que con tanta maldad como eficacia inventaron sus antepasados ilustrados dos siglos atrás.
Esa señora, al igual que el resto de franceses, centroeuropeos, escandinavos, estadounidenses, hispanoamericanos y qué sé yo cuántos más, durante toda su formación académica —desde el parvulario hasta el doctorado y más allá—, lo único que estudian con respecto a la historia de España y los españoles es ese cúmulo de engaños, falsedades, difamaciones, maledicencias, infamias y calumnias, perpetradas y perfeccionadas durante siglos por los sucesivos autores de la Leyenda Negra. No es de extrañar que, salvo excepciones, los prejuicios antiespañoles, el desdén, el menosprecio e incluso el odio, los acompañen ya durante toda su vida; ni que los difundan entre parientes, amigos y conocidos, convencidos de que son verdades históricas contrastadas.
Esto es lo que dice acerca de los prejuicios antiespañoles un compatriota de la francesa de marras, el prestigioso historiador Joseph Pérez (1931-2020): A nivel académico, todos los historiadores, sean o no españoles, están de acuerdo en subrayar que las acusaciones que contiene la Leyenda Negra son falsas, de mala fe y muy exageradas. En este aspecto hay unanimidad. Una vez desaparecido el fundamento de la Leyenda Negra, permanecen prejuicios, por ejemplo, sobre la importancia o la influencia que pudo tener la Inquisición, la intolerancia, la poca disposición que se dice que tienen los españoles para las actividades económicas… Hay una serie de opiniones que circulan y que no merecen mención especial, pero que son muestra de la ignorancia que se tiene todavía, en muchos casos, sobre España.
El inicio de la Leyenda Negra
La primera campaña de propaganda antiespañola, se la debemos a los que hoy llamados humanistas italianos del siglo XV a pesar de que Italia no existiría como tal hasta el siglo XIX. Aquellos eruditos fueron discípulos culturales de los sabios bizantinos que se habían ido instalando en las ciudades de la península itálica ya desde el siglo XIII, pero en mayor medida durante el XIV y parte del XV hasta la caída de Constantinopla en 1453. Gracias a ellos, los intelectuales itálicos redescubrieron la antigüedad clásica, y el impacto que les causó fue tal que, entusiasmados con su autoatribuida clarividencia y prendados de sí mismos, se autoproclamaron los únicos sabios competentes de su época como siglos después harían los ilustrados franceses. Como primera providencia, dispusieron que la única fuente de conocimiento válida estaba en el estudio de la antigüedad grecolatina, y eliminaron de un plumazo la filosofía escolástica, la lógica o la teología, cultivadas durante la Edad Media. De hecho, fueron los responsables de implantar la imagen del medievo como la edad de las tinieblas, una época de retroceso cultural, fanatismo religioso, ignorancia, brutalidad y pobreza; algo así como una larga noche que ellos, los fatuos, habían venido a iluminar con el fuego de su sabiduría. Y lo hicieron con tal eficacia que, aún hoy, ese es el concepto —tan erróneo como espurio— que muchos siguen teniendo de la época medieval. Pues bien, esos padres intelectuales del Renacimiento, envidiosos del ascenso de España, la potencia hegemónica hacedora y artífice del paso a la Edad Moderna, dieron en difundir la insidia de que los españoles eran gentes impuras, una raza contaminada y degradada por la mezcla con judíos y musulmanes. Marranos, fue el calificativo que dieron en aplicar a los españoles para dejar bien patente su desprecio. Y a pesar de ello, desde el siglo XV, el Quattrocento, los españoles admiramos sin reservas la cultura itálica. Como en el caso anterior, se dieron tanta maña en propagar sus calumnias que toda Europa se aplicó a criticar la tolerancia española con los infieles. Bien es verdad que lo tuvieron fácil, pues de Pirineos para arriba, el racismo, la xenofobia y la intolerancia religiosa, siempre han encontrado cabal acomodo. La presión internacional le vino de perlas al papa Inocencio VIII, que apremió aún más a los Reyes Católicos para que expulsaran a los judíos de sus reinos como habían hecho ya en casi toda Europa. La expulsión de los judíos españoles fue de las últimas en producirse, y las garantías y concesiones que dispuso la reina Isabel en el Edicto de Granada (1492) no admiten parangón con ninguna otra expulsión. Por este motivo, si bien el destierro sefardí fue celebrado en toda Europa, el edicto fue muy criticado por considerarlo excesivamente generoso. A los españoles se les acusó de ser malos cristianos, por su tolerancia con judíos y musulmanes y por su empeño en convertirlos en vez de expulsarlos o aniquilarlos, como habían hecho los ingleses con los judíos, y los franceses con los judíos, los cátaros, los templarios, y harían con los hugonotes. El hecho de que la política de concesiones y garantías de la reina Isabel consiguiera que más de la mitad de los judíos españoles se convirtieran al cristianismo, no acalló las críticas de unos vecinos europeos, papas incluidos, más inclinados al odio sañudo que al amor cristiano.
Pues bien, a despecho de toda evidencia histórica, si escribes hoy y ahora “Expulsión de los judíos” o “Expulsion of the jews” en el buscador web Google —hecho por protestantes— la primera entrada que aparece es la “Expulsión de los judíos de España” en la enciclopedia Wikipedia —hecha por protestantes—. Otro tanto sucede si escribes en el citado buscador la palabra “Inquisición”; la primera que aparece es la española, a pesar de que fue la menos mortífera y la más benevolente y garantista de Europa. Lo hago constar porque muchos —historiadores y no historiadores— afirman que la Leyenda Negra ya es cosa del pasado. Que se lo cuenten a los estadounidenses que se dedican a destruir estatuas de San Junípero Serra o a los hispanoamericanos que los imitan en derribar estatuas y en fomentar el odio a España.
En este primer capítulo de la Leyenda Negra, los humanistas italianos consiguieron estigmatizar a los españoles hasta el punto de que un papa napolitano de la época, Pablo IV (1476-1559), escribió: los españoles son malditos de Dios, simiente de judíos, moros y herejes, hez del mundo; y sobre Carlos I y Felipe II afirmó: Quiero declararlos despojados de sus reinos y excomulgarlos, porque son herejes. Sorprende tanto odio en alguien que debería haber predicado la bondad… al menos para disimular su verdadero talante, impropio de un papa. En quien no sorprende es en Lutero (1483-1546) que, a pesar de ser un odiador profesional, en esto resultó igual de injurioso pero menos furibundo que el papa: la mayoría [de los españoles] son marranos [judíos], mamelucos [musulmanes]. Y es que los protestantes alemanes hicieron suyas las calumnias antiespañolas de los humanistas italianos. Claro que el movimiento humanista alemán, hijo y émulo del italiano, también incluyó entre sus odios a los itálicos por ser católicos y latinos, e hicieron especial objeto de sus ataques a los humanistas… ¡Por fiarse de Edipo!
A los españoles del siglo XVI, esas calumnias les daban igual. Las despreciaban. Su actitud era la del mastín ante el caniche que no para de ladrarle. Así, el que un personaje de la fama y el prestigio de Erasmo de Róterdam atacara a España llevado por su profundo antisemitismo, no fue obstáculo para que los españoles lo reverenciaran y crearan el erasmismo. Tal vez, en esta actitud condescendiente influyera el que los cimientos de la nación española se forjaron en la caballerosidad. Fuimos y somos una nación de caballeros… Sí, ya, algunos andantes.
La Leyenda Negra: segundo capítulo
El segundo capítulo de la Leyenda Negra, se inició cuando Guillermo de Orange-Nassau se levantó en armas contra su legítimo rey porque quería ser cabeza de ratón en vez de cola de león. Muy al contrario de lo que cuenta la mítica patraña fundacional inventada por los neerlandeses herejes —que, andando el tiempo, lograrían hacer pasar por Historia— aquella fue una guerra civil en la que la mayoría de los holandeses permanecieron leales y combatieron en las filas del ejército imperial en contra de los insurrectos. Emponzoñados como estamos por las mentiras que estudiamos de pequeños y que Hollywood se ha encargado de remachar con la perversa eficacia de las imágenes, resulta sorprendente conocer que, según han demostrado las investigaciones de la doctora Roca Barea entre otras, el injustamente vilipendiado Duque de Alba contaba en sus filas con bastantes más neerlandeses que Guillermo de Orange en las propias. Es una gran mentira que aquello fuese una guerra de holandeses contra españoles. Fue una guerra civil provocada por la ambición de Guillermo el Taciturno. Pero como en la Europa de la época, el peor delito que alguien podía cometer era levantarse en armas contra su señor natural, el sublevado y los suyos buscaron una justificación religiosa a su sedición y abrazaron el calvinismo. De este modo, justificaron su rebelión fundamentándola en dos poderosas emociones que operan al margen de la razón: el fanatismo religioso y el nacionalismo radical. Así convirtieron en guerra de religión lo que no era más que sublevación movida por la ambición. Además, para no correr el riesgo de ofrecer coartada religiosa a la codicia de algún príncipe alemán luterano, tuvieron la cautela de elegir el calvinismo y no el luteranismo.
A pesar de estar apoyados por Francia, Inglaterra y los príncipes alemanes luteranos, que ya es tener apoyos, fueron derrotados una y otra vez por las tropas imperiales. En palabras de M.ª Elvira Roca Barea en su libro FRACASOLOGÍA: …ni todas las tribus juntas de allende los Pirineos pudieron vencer al imperio que levantaron aquellos hijos de Roma, los españoles del siglo XVI. La unión de las dos penínsulas, la ibérica y la italiana, volvió a ser el eje del mundo. Incapaces de derrotar a los españoles en el campo de batalla, los rebeldes se sacaron del morrión un arma de guerra nueva, la propaganda difamatoria, que se vio inmensamente potenciada por la recién inventada imprenta. Al respecto, la cita anterior continúa así: El imperio fue derrotado con un arma nueva, inédita hasta entonces: la propaganda. Se desató una guerra cultural como no ha habido otra en Occidente. Y fueron necesarios varios siglos de intensas campañas para hundir la moral de los últimos hombres del sur que han mandado en Occidente. Así explica el empleo de la propaganda como arma de guerra el escritor holandés Harm den Boer (1960), profesor en las universidades de Ámsterdam y Basilea: El arma más potente de los Países Bajos e Inglaterra contra la Monarquía Hispánica fue la difamación. Los enemigos del Imperio atacaron a los españoles en tres frentes: a) la tiranía del rey, b) los horrores de la Inquisición, antítesis de la tolerancia y el progreso protestante, y c) las atrocidades cometidas en América. La imprenta jugó un papel fundamental. Los holandeses descubrieron el valor del panfleto en tiempos de guerra. La imagen que se lanzó públicamente de Felipe II, el ejército español y la Inquisición, está basada en una pura y simple falsificación. Especialmente significativo fue el empleo de ilustraciones cruentas (falsas) con las que se adornaban los libros publicados en Holanda, Francia e Inglaterra. En dichos dibujos aparecen niños asados a la parrilla o torturas múltiples ante la presencia del secretario de un tribunal de la Inquisición.
Los ingleses, por supuesto, se sumaron desde el primer momento a la campaña de calumnias de los orangistas, aportando su legendaria maestría para la mentira, y la perversa inmoralidad y falta de escrúpulos de un pueblo cuyos cimientos se forjaron en la piratería —pero en la piratería de verdad, no en las edulcoradas versiones jolivudienses: rapiña, violaciones, secuestros, asesinatos, saqueo, destrucción…—. A modo de ejemplo, un folleto inglés de 1598 describía a los españoles, la perversa raza de semivisigodos, semijudíos y semisarracenos, como la mezcla de una taimada zorra, un voraz lobo y un rabioso tigre, además de un inmundo y sucio puerco, una lechuza ladrona y un soberbio pavo real. Lo peculiar del caso es que, estratégicamente, a Inglaterra y España les hubiera interesado ser aliadas. De hecho, lo intentaron mediante el procedimiento de la época: los matrimonios reales. Pero el rey inglés Enrique VIII, poniendo su regio capricho por encima de todo, se sacó de la bragueta una religión que le permitiera librarse impunemente de sus esposas y sustituirlas por otras. Y, para acallar críticas, desató contra los católicos una persecución ferozmente sanguinaria que se prolongaría hasta la Ley de Emancipación de 1829. ¡Ah! y ya puestos, todas las propiedades de la Iglesia y de los católicos asesinados por perseverantes pasaron a ser propiedad del rey… en fin… lo que decíamos de los cimientos morales de los anglos. A partir de ahí, la reconciliación ya fue poco menos que imposible. No obstante, en honor a la verdad, hay que añadir que la persecución y segregación de los católicos en otros territorios protestantes duró bastante más tiempo. Por ejemplo, en Dinamarca duró hasta la constitución de 1849, en Islandia hasta 1874, en Alemania (República Federal) hasta 1949 y en Suecia se prolongó hasta 1977. Sin embargo, la eficaz propaganda protestante ha convencido a todo el mundo, católicos incluidos, de que el protestantismo representa la tolerancia y el progreso, mientras que el catolicismo es intolerante y reaccionario ¡¿…?!
La España de los siglos XVI y XVII no hizo nada realmente eficaz para combatir la leyenda negra que se estaba tejiendo en su contra. Los españoles se limitaban a menospreciar las difamaciones mientras que, en un clima de libertad de expresión que no tuvo parangón en el resto de Europa, la autocrítica imperial no dejaba de proporcionar material, indiferente a la torticera manipulación que la propaganda antiespañola hacía de él. Los numerosos panfletos y libros difamatorios que se imprimieron, atribuían a los españoles una crueldad inusitada incluso para una época en la que los estándares de crueldad eran muy altos. Y los difamadores tuvieron el cuajo de adornar su falacia con una explicación presuntamente racional: retomando las calumnias de los humanistas italianos, decían que la crueldad que atribuían a los españoles se debía a su impureza racial… ¡Y no se les caía, ni se les cae, la cara de vergüenza! Incluso personajes viajados, leídos y con una sólida formación académica, se sumaban con entusiasmo a estas mamarrachadas y las enriquecían con sus propias aportaciones. Como ejemplo, un caso patéticamente ridículo. Carl Georg Eduard Friederici (1866-1947), nació prusiano y murió alemán. Fue militar de carrera, agregado militar de la embajada alemana en Washington, viajero, etnólogo y prolífico autor de obras sobre los pueblos colonizados por europeos en América y Oceanía. Pues bien, según cuenta el historiador Esteban Mira Caballos en su conferencia LA LEYENDA NEGRA: MITO Y REALIDAD EN LA CONQUISTA DE AMÉRICA —pronunciada en Villafranca de los Barros el veintiuno de febrero de 2019 en las IX Jornadas de Historia José Antonio Soler Díaz-Cacho—, en pleno siglo XX, este Friederici escribió que la prueba irrefutable de la brutalidad de los españoles es que comen carne cruda ¡¿…?! ¡Se refería al jamón ibérico!
Al igual que ocurrió en el siglo XVI, los españoles del XVII también hicieron oídos sordos a esta urdimbre de calumnias y difamaciones que, gracias a la imprenta, iba adquiriendo unas dimensiones y una difusión cada vez mayores, y se iba aposentando firmemente en el inconsciente colectivo de los enemigos de España. Sencillamente, despreciaban a los calumniadores y no hicieron nada para defenderse de sus calumnias. En palabras de M.ª Elvira Roca Barea: La propaganda es una forma de gestionar la mentira que el español nunca ha podido aprender. No supo defenderse de ella en los siglos XVI y XVII, y sigue sin saber en el siglo XXI. Pero esta actitud iba a cambiar a peor en el tercer capítulo de la Leyenda Negra escrito por los Borbones franceses y sus intelectuales ilustrados.
La Leyenda Negra: tercer capítulo
A raíz de las herejías anglicana, luterana y calvinista, la Leyenda Negra se redimensionó para abarcar, además de a los españoles, al catolicismo, a todos los católicos y al papado de Roma. Francia, como reino católico, participó tanto como pudo en las insidias antiespañolas, pero no en las restantes. Por eso, en esta guerra de propaganda, jugó un papel menos protagonista que Holanda o Inglaterra… hasta la llegada de los ilustrados a mediados del siglo XVIII.
La decimoctava centuria comenzó con el nefasto cambio de dinastía en la Corona Española. Los Austrias fueron sustituidos por sus más acérrimos enemigos, los Borbones. Ya Luis XIV, en una brillante operación propagandística para apoyar la candidatura de su nieto al trono español, consiguió venderle al resto de Europa la imagen de un Imperio español corrompido y decadente que iba a ser recuperado de su supuesto atraso y pobreza por la sabia acción de gobierno de un Borbón. Con Felipe V en el trono, la política española pasó a estar dirigida por su abuelo Luis XIV. A partir de ese momento, el reino de España se convirtió en monaguillo de Francia, que era quien oficiaba la ceremonia política internacional favoreciendo siempre sus propios intereses, naturalmente.
Los Borbones españoles convirtieron en oficial su odio a los Austrias. Todo lo que habían hecho sus detestados enemigos a lo largo de dos brillantísimas centurias —Siglo de Oro incluido— pasó a ser oficialmente denostado, condenado y ridiculizado. Las élites españolas, tanto políticas como económicas y culturales, acataron sumisas esta imposición regia, y los que se resistieron, que también los hubo, se ganaron la animadversión real y la condena al ostracismo más absoluto, cuando no el destierro e incluso la cárcel. Todas las mentiras de la Leyenda Negra que contribuían a consolidar la imagen del mal gobierno de los Austrias, fueron asumidas como verdades por la Corona y las élites españolas. En España se dejó de escribir historia durante más de dos siglos. Nadie quería encrespar a los poderosos por relatar verdades históricas que se habían convertido en incómodas para ellos. Desde entonces, la historia que leímos y estudiamos los españoles fue la que escribieron los historiadores franceses e ingleses, convenientemente manipulada para glorificar a sus respectivas patrias y humillar a España, como es lógico. Los pocos españoles que escribieron historia se limitaron a traducirlos o copiarlos. Así se entiende la paradoja de que cualquier español conozca el desastre de la Gran Armada, a la que para más inri llama Armada Invencible, o la derrota de Trafalgar, pero ignore la victoria española en la Guerra del Asiento, la hazaña de Blas de Lezo en Cartagena de Indias o la victoria de don Luis de Córdova y Córdova que infligió a la flota británica la mayor captura de su historia. Peor aún, la mayoría de los españoles considera respetable e incluso admirable, la figura del duque de Wellington; un criminal nauseabundo que, en España, a pesar de ser nuestro aliado, se dedicó a asesinar en masa a la población civil indefensa a la que debía proteger, y a destruir infraestructuras industriales. Con estos aliados… En fin, volvemos otra vez a lo de los cimientos morales de los anglos. La consecuencia es que los niños ingleses y franceses crecen adoctrinados en una versión histórica convenientemente falseada, pero orgullosos de sus antepasados y de su patria, mientras que los españoles estudiamos esa misma versión falsa y, como es lógico, crecemos y vivimos avergonzados de la nuestra.
El paradigmático caso de Carlos II el Hechizado
Un buen ejemplo de la manipulación de la historia para denigrar a los Austrias españoles, es el caso de Carlos II. Tenemos de él, el retrato que han pintado los historiadores franceses y copiado los españoles durante casi tres siglos: un adefesio degenerado física y mentalmente, plagado de taras y fealdades, zanganeando por una corte arruinada, oscura y siniestra. El paradigma perfecto del imperio decadente, pobre y en descomposición que pregonaban los Borbones. Paralelamente, esos mismos historiadores relataron siglo tras siglo que, en la época de Luis XIV, España colapsó como potencia imperial, militar y naval, y solo mantuvo su imperio porque los estados que hasta entonces se oponían a la hegemonía española acudieron en ayuda de Carlos II.
Ha tenido que venir un historiador escocés profesor en la Universidad de Dundee, Christopher Storrs, para explicarnos que, a la luz de sus investigaciones, tanto el retrato como el relato son falsos —THE RESILIENCE OF THE SPANISH MONARCHY 1665-1700 (LA RESISTENCIA DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA 1665-1700), Oxford, 2006—. En opinión de Storrs, Carlos II el Hechizado debería ser llamado el Desconocido, pues, durante su reinado, supo rodearse de ministros muy competentes que continuaron manejando el Imperio con eficacia.
Ciertamente, Carlos II, que reinó durante un cuarto de siglo, fue enfermizo y feo desde su nacimiento, pero no fue tonto como nos han hecho creer. Por el contrario, tuvo plena conciencia de cuáles eran sus limitaciones y de que le habían impedido recibir la formación que hubiera debido tener para gobernar. En consecuencia, tuvo el buen sentido de poner al frente de los cargos importantes a hombres sobradamente capacitados. Especialmente preocupado por la inflación galopante que sufría el reino, encargó a Fernando de Valenzuela y Juan José de Austria —hijo bastardo de Felipe IV— que implementaran un programa económico para controlar la inflación y el déficit. Lo hicieron, pero no estuvieron al frente de las finanzas el tiempo suficiente para que diera sus frutos. Su tarea la continuó Juan Francisco de la Cerda, duque de Medinaceli, quien, a pesar de tener en su contra a la reina y una camarilla de cortesanos influyentes, contó con el apoyo del rey para poner en marcha un paquete de medidas tan acertadas y eficaces que, en cinco años, lograron la mayor deflación de la historia; para alivio y desahogo de las economías familiares de los españoles. La cruz de la moneda fue la consecuente caída de ingresos en las arcas públicas, que se encargó de corregir Manuel Joaquín Álvarez de Toledo-Portugal y Pimentel, conde de Oropesa. Oropesa creó la Superintendencia General de la Real Hacienda en 1687. Nombró presidente a Fernando Joaquín Fajardo de Requesens y Zúñiga, marqués de los Vélez, quien se rodeó de los mejores economistas del reino, como Carlos de Herrera, antiguo consejero de Indias o José de Veitia, antiguo tesorero de la Casa de Contratación. Tras consultar con ministros, banqueros, empresarios y personal de las cecas, pusieron en marcha la monumental reforma fiscal Oropesa-Vélez cuyo fin era equilibrar los ingresos con los gastos de la Hacienda Real y rebajar la presión fiscal. Reducir la inflación y el déficit al mismo tiempo o, lo que es lo mismo, sorber y soplar a la vez… ¡Y lo consiguieron! Comenzaron por determinar el techo de gasto y, a partir de ahí, elaboraron un presupuesto partiendo desde cero. Para ello, entre otras medidas, dispusieron un nuevo mapa geográfico fiscal; modificaron el sistema jurídico de la fiscalidad; aumentaron la centralización administrativa; incrementaron la aportación de los territorios españoles no castellanos; modificaron, redujeron y reasignaron los impuestos; condonaron las deudas a los municipios para permitirles recuperarse; recortaron todos los gastos y asignaciones prescindibles; en la administración, suprimieron muchos puestos innecesarios; atajaron la penetración comercial extranjera en Cádiz y Sevilla; pusieron en marcha planes para reactivar el comercio trasatlántico; etc. Como su predecesor Medinaceli, tuvieron que lidiar con la oposición y las intrigas de la reina y su camarilla que no querían renunciar a lujos, boatos ni ostentaciones, pero contaron con el apoyo del rey. Las consecuencias de esta acertada política económica se dejaron sentir en todos los ámbitos. A partir de 1685, mejoró el nivel de vida de la población, aumentó la natalidad, aumentó la confianza en la moneda lo cual benefició al comercio exterior; se fortalecieron los diversos ejércitos, sobre todo en Flandes, Lombardía y Cataluña; se reforzó la presencia naval en el Atlántico y en el Mediterráneo… incluso la actividad científica fue reactivada a través del movimiento Novator, también llamado preilustración española. Los novatores dieron nuevo impulso al desarrollo de matemáticas, cartografía, astronomía, navegación, y demás disciplinas científicas.
También en el tema sucesorio Carlos II actuó con sensatez y cordura. Nombró sucesor a su sobrino nieto José Fernando de Baviera y acordó su futuro matrimonio con la princesa portuguesa, asegurando así la unión de los dos reinos peninsulares. Pero el niño, con solo seis añitos, fue asesinado por envenenamiento por orden de Luis XIV de Francia. Los libros de Historia suelen utilizar la fórmula: “murió en extrañas circunstancias”.
Carlos II el Hechizado, resultó no ser tan tonto como nos enseñaron o como, aún hoy, lo describe un recientísimo documental histórico hecho por una cadena española de televisión. Más bien todo lo contrario. Heredó una economía al borde de la quiebra y una larga tradición de bancarrotas protagonizadas por su padre, su abuelo y su bisabuelo, y a su muerte dejó España con menos impuestos, mejores salarios, más alto nivel de vida, más población y la Real Hacienda con superávit. Sus grandes difamadores, Luis XIV y sus cortesanos, despilfarraron tanto y tan insensatamente que provocaron en la riquísima Francia un descomunal desequilibrio presupuestario; las quiebras se sucedieron en cadena y nadie allí supo enderezar la desastrosa marcha de la economía, lo que, a la postre, terminó provocando la Revolución Francesa.
Oropesa, que se había opuesto firmemente a que un francés ocupara el trono español, tuvo que marcharse de Madrid cuando fue expulsado de la corte… y de los libros de Historia. Eso sí, el fruto de su trabajo lo disfrutó el francés, Felipe V, que cuando llegó a Madrid y vio que la Real Hacienda tenía superávit, no se lo podía creer. Él venía de Versalles, donde si el rey era el sol, la deuda era la galaxia.
Tristemente, también en esto la propaganda antiespañola ha suplantado a la verdad histórica, y el sambenito de “torpes para la economía” que nos colgaron a los españoles los Borbones y los ilustrados franceses, se llegó a convertir en un tópico que aún hoy nos creemos a pies juntillas, extranjeros… ¡y españoles!
Llega la Ilustración sembrando devastación
Mediado el siglo, la demoledora acción de los Borbones y sus cortesanos tiralevitas sobre la Historia de España, se vio reforzada por la llegada de los ilustrados. Éramos pocos y parió la abuela. Los ilustrados —lumières, en francés—, como antes los humanistas, llegaron al panorama cultural europeo afirmando que la humanidad había vivido en las tinieblas de la noche hasta que habían llegado ellos para encender la luz de la razón. Los ilustrados fueron unos caraduras engreídos que, eso sí, supieron utilizar la propaganda magistralmente. Tan magistralmente que, todavía hoy, siguen gozando de gran prestigio entre las personas cultas. En clara competencia de intereses con la Iglesia Católica, la pusieron en su punto de mira y la culparon de todos los males, con la pretensión de colocar a su diosa razón en lugar del dios cristiano y de suplantar ellos mismos al clero católico, heredando su clientela y su influencia; y ya puestos, sus posesiones, privilegios y prebendas… pero esa es otra historia[1]. Lo que aquí nos interesa es que, al enfrentarse abiertamente a la Iglesia Católica, desapareció cualquier tipo de freno o barrera que les impidiera asumir al completo la Leyenda Negra. Y lo hicieron con el entusiasmo del recién llegado que quiere demostrar su valía. Su gran aportación antiespañola fue difundir a los cuatro vientos que España era una nación atrasada, ignorante y reaccionaria. ¡Ah! y por culpa de la Iglesia Católica. Así mataban dos pájaros de un tiro: desprestigiar a España, la principal competidora de Francia, y culpar al catolicismo, su gran rival. Todo lo que propagaron fueron mentiras y difamaciones que no se creían ni ellos mismos, por supuesto, pero lo último que hace la propaganda es respetar la verdad. Más bien todo lo contrario. Tan cierto es que no se las creían ni ellos que Voltaire, por ejemplo, tras escribir perrerías sobre España: su atraso, su pobreza, su clero refractario al progreso… a la hora de invertir en una empresa productiva no la eligió francesa, inglesa ni holandesa, no, eligió una compañía naviera… ¡gaditana! Sí, sí, la Casa de Contratación radicada en Cádiz, en la pobretona y atrasada España. Y fueron los “atrasados” barcos de la Real Armada Española, los primeros en usar barómetros marinos en la campaña de 1780, dirigida por el almirante Luis de Córdova y Córdova, cuando aún no los tenían los aliados franceses. El general francés conde de Guichen quedó maravillado cuando José de Mazarredo y Salazar le mostró el aparato que le permitía predecir la evolución del tiempo a corto plazo, con el acierto que tanto había sorprendido al francés. Y en la Expedición Geodésica franco-española de 1734, destinada a medir la longitud del arco de meridiano terrestre generado por un ángulo de un grado, el cálculo más exacto de todos los realizados por los expedicionarios, fue el que efectuó en solitario Jorge Juan Santacilia por medio de un recurso geométrico de su invención para simplificar la resolución de triángulos esféricos. Este fue el primer valor que se usó para establecer la medida del metro: la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre, cuyo patrón sería la famosa barra de platino iridiado. Por cierto, el platino fue descubierto por Antonio de Ulloa y de la Torre-Guiral durante sus investigaciones en esa misma expedición, aunque él lo llamó platina por su semejanza con la plata, con la que se había confundido hasta entonces. Y fueron Alejandro Malaspina y José de Bustamante y Guerra quienes concibieron y realizaron una de las más completas y asombrosas expediciones científicas llevadas a cabo en toda la historia. Entre los años 1789 y 1793, los marinos, dibujantes y científicos de la expedición recogieron gran cantidad de información y de material. Realizaron observaciones astronómicas, geográficas, etnológicas, lingüísticas, botánicas, zoológicas, cartográficas, de exploración, y cerca de mil dibujos. Además, elaboraron informes económicos, trazaron un mapa del Imperio Español y una gran cantidad de cartas náuticas. Descubrieron trescientas cincuenta y siete especies nuevas de aves, ciento veinticuatro de peces, treinta y seis de cuadrúpedos y veintiuna de anfibios, y trajeron muestras de catorce mil plantas, así como una gran cantidad de semillas, la mayoría de las cuales se encuentran hoy en el Jardín Botánico y en el Museo de Ciencias Naturales de Cádiz. Y Celestino Mutis y Bosio, médico, cirujano, matemático y naturalista, fue el mejor botánico de su siglo. También fue uno de los representantes de la Escuela Universalista Española del siglo XVIII, que según Pedro Aullón de Haro —ESCUELA UNIVERSALISTA ESPAÑOLA DEL SIGLO XVIII, Sequitur Ediciones S.L. 2016— …constituida en su núcleo por las obras de Antonio Eximeno, Lorenzo Hervás y Juan Andrés, promotores de un humanismo maduro, empirista y progresista, integrador y universalista, representa uno de los momentos mayores de la cultura hispánica y, en general, del humanismo moderno. Y… etc. etc.
Pero nada de esto importa. Nuestros científicos y sus aportaciones al progreso de la ciencia no son siquiera mencionados por los historiadores ingleses o franceses que se dedican a loar la grandeza de los suyos. Tampoco los mencionan los historiadores españoles que los copian y traducen. Es como si no hubieran existido nunca. Lo que sí ha quedado han sido las difamaciones, insultos y exabruptos de los ilustrados franceses y su Enciclopedia. También ha quedado la calumniosa especie del atraso científico español y de la nula disposición de los españoles para la ciencia. Ambas flagrantes mentiras se convirtieron en un tópico que aún hoy nos creemos a pies juntillas, extranjeros… ¡y españoles!
El divorcio entre las élites y el pueblo español
Es normal que los países critiquen y desprestigien a sus competidores si eso contribuye a favorecer sus intereses y a reforzar su propio prestigio. Forma parte del juego de la política internacional. Lo que no es tan normal, porque solo ha ocurrido en el caso de España, es que esa campaña de difamación dure desde el siglo XVI. Ni que continúe en el XXI. Ni que se hayan ido sumando cada vez más países al aquelarre de mentiras y calumnias. Ni que el país denigrado no haya hecho nunca nada para defenderse. Y lo que ya resulta absolutamente aberrante es que las élites de ese país hayan asumido esa sarta de mendacidades como si fuesen verdades incuestionables. Eso es lo que viene ocurriendo en España desde el siglo XVIII. Primero porque nuestras élites acataron genuflexas las políticas de falsificación histórica de los Borbones, y después porque se hicieron afrancesadas e ilustradas y, naturalmente, asumieron todas las mentiras de los ilustrados franceses sobre España: despreciaban a su propia patria, desdeñaban su cultura y adoraban la francesa —o la inglesa si caían en desgracia en la corte borbónica—, desdeñaban al pueblo español al que hacían responsable de todas las tachas que nos atribuían los ilustrados franceses, idolatraban el idioma gabacho y utilizaban galicismos al por mayor, etc. Pero como todo es susceptible de empeorar, además se hicieron masones. Éramos pocos y la abuela parió mellizos. Como es lógico, las logias masónicas francesas, además de a sus asuntos, siempre se dedicaron a defender los intereses franceses. Los ingleses, cuando tuvieron ganas de incorporarse a la masonería, crearon su propia logia que defendía los intereses ingleses, naturalmente. Los españoles no crearon una logia española, sino que se afiliaron a la logia Gran Oriente de Francia o a la Gran Logia Unida de Inglaterra. Así, por mor de la obediencia debida, se convirtieron en una quinta columna que defendía desde dentro de España los intereses franceses o los ingleses, siempre en perjuicio de los españoles. Otro tanto ocurrió con las élites hispanoamericanas, con el resultado de que, en el siglo XIX, provocaron guerras civiles en cadena teledirigidas por Gran Bretaña que se llevó la tajada del león.
Entre tanto, el común de los españoles seguía a lo suyo, sin participar para nada en afrancesamientos, ilustraciones, masonerías ni otras extravagancias propias de unas clases altas en las que el desprecio por su historia, por su cultura y por su nación, había terminado por borrar cualquier rastro de patriotismo. El pueblo llano, más bien se avergonzaba de tanto afrancesamiento y tanta gazmoñería, y se mofaba en rimas y coplillas populares. Se produjo así una ruptura total entre las élites españolas, intelectuales incluidos, y el pueblo llano. Así se explica que, durante las guerras napoleónicas, la Casa Real española se trasladara a Francia en vez de marchar a Hispanoamérica para dirigir desde allí la guerra contra el invasor francés. O que, mientras que los madrileños de a pie se enfrentaban a los mamelucos, armados únicamente con sus cachicuernas, los reyes de España estuvieran en Bayona pactando con Napoleón la venta de su Imperio por dos castillos en Francia, y siete millones de francos anuales —No se puede comprar un Imperio por menos, comentaría Napoleón—. O que la corte española, básicamente formada por afrancesados, recibiera encantada al nuevo rey José Bonaparte, mientras que el pueblo español se desangraba combatiendo contra el ejército francés poco menos que a pedradas. Así se explica también que, en los campos de batalla de Europa, todos acudieran al combate arengados y dirigidos por sus élites, mientras que los españoles tuvieron que combatir arengados por su patriotismo y dirigidos por personajes populares como el cura Merino, el Empecinado, Espoz y Mina, el Chaleco, Agustina de Aragón o Francisquete, al que los franceses llamaban el Tío Camuñas.
Han pasado los años, han pasado las guerras, han pasado las modas… lo que no ha pasado es la vigencia de la Leyenda Negra en todos y cada uno de sus capítulos. Nuestras élites intelectuales, políticas y económicas, continúan divorciadas del pueblo llano. También lo están todos los que las emulan para presumir de lo que no son y todos los que aspiran a subir en el ascensor social para incorporarse a ellas. Es decir, cada vez son más los españoles que perciben España como algo ajeno. Eso sí, se han modernizado. Ahora no son ilustrados, ahora son de izquierdas; tan jactanciosos y anticlericales como los ilustrados, pero menos cultos y más dogmáticos. Ahora no son masones, son marxistas o progresistas o buenistas o globalistas… según la moda del momento. Ahora no son afrancesados, son anglófilos. Su meca ya no es París, fue Londres cuando yo moceaba, pero ha sido desplazada por Nueva York. Los padres ya no pierden el oremus porque sus hijos aprendan francés, ahora lo que les priva es el inglés. Ya no inundan nuestro idioma con pedantes galicismos, ahora lo emponzoñan con anglicismos…
Ciertamente, las formas han cambiado, pero el fondo sigue siendo el mismo. Abominan del patriotismo hasta el punto de que han erradicado la palabra de su vocabulario. Desprecian la historia, la cultura, las tradiciones y las costumbres de los españoles. Los intereses de España les importan un bledo. Siguen convencidos de que todas las mentiras que los ilustrados convirtieron en tópicos son verdades de fe: el atraso, la incultura, el incivismo, la desafección por las ciencias, la torpeza para la economía… Eso sí, todos estos defectos afectan a los demás, a ellos no, ellos están por encima, ¡ellos son anglófilos y de izquierdas! En realidad, desde la revolución bolchevique se ha producido una confluencia de intereses entre nuestras élites autodesterradas de su españolidad y el comunismo internacionalista que se afana en borrar la identidad nacional allí donde se instala, pero esa ya es otra historia. En conclusión, que así están las cosas y así nos va.
Para terminar, vienen a cuento las palabras de un hispanista sueco… Por cierto, eso de que haya historiadores extranjeros que se especialicen en la historia de España, ocurre para cubrir el hueco que, desde el siglo XVIII, dejaron los historiadores españoles en sus estudios y publicaciones. Y se da la paradoja de que, durante toda nuestra historia, los españoles hemos sido unos entusiastas de levantar acta, de dejar constancia escrita de todo. Cosa que, por cierto, ha sido utilizada en nuestra contra por los sucesivos muñidores de la Leyenda Negra. No hay nación europea que tenga su historia tan bien documentada como España, y ello a pesar del expolio de las tropas francesas durante la Guerra de la Independencia y de los destrozos que causó la Guerra Civil. Pero esos papeles hay que estudiarlos y hay que publicar esos estudios, y eso es lo que han venido haciendo los hispanistas. No hay equivalente a la figura del hispanista en otras naciones europeas; no hay anglicistas ni galicistas ni germanistas. Ya se encargan ellos de estudiar sus propias historias. Pero volviendo al hispanista sueco, se trata de Sverker Arnoldsson (1908-1959), quien en su libro LOS ORÍGENES DE LA LEYENDA NEGRA ESPAÑOLA (Edición en español: El Paseo Editorial, 2018), escribe: La Leyenda Negra española fue, durante dos siglos, la mayor alucinación colectiva de Occidente y, precisamente por esto, la más afanosamente divulgada y asimilada por todos.Tras analizar el crecimiento demográfico, la mejora de las infraestructuras y la excelente organización administrativa en el Imperio español, Arnoldsson concluye: Los historiadores estuvieron más atentos a la literatura y los textos propagandísticos antiespañoles que a los documentos y los datos referidos a la economía o a la organización de la cosa pública. El profesor sueco remata su libro afirmando que: de haber pretendido con mi obra, enfrentarme a los vestigios todavía actuantes de la Leyenda Negra, hubiera sido un combate digno del Caballero de La Mancha.
Por último —ahora de verdad—, no debo ni quiero acabar este ensayo, sin rendir un homenaje de admiración y respeto a la doctora M.ª Elvira Roca Barea; en mi humilde opinión, uno de los intelectos mejor amueblados del panorama español actual. Gracias a sus libros, a sus artículos, y a sus conferencias, charlas y entrevistas, que pueden encontrarse en You Tube, muchos españoles e hispanoamericanos hemos entendido, por fin, el porqué de tantísimas incongruencias y rarezas relativas a la historia del Imperio español que estudiamos siendo adolescentes. Cuestiones que venían atormentando nuestra autoestima, y cuyas causas venían intrigando nuestra curiosidad, desde entonces.
[1]Marcelo Gullo Omodeo, NADA POR LO QUE PEDIR PERDÓN, Editorial Planeta, S. A. Espasa, Barcelona, 2022, p. 277: En marzo de 1793 se ordenó el cierre de la mayor parte de las iglesias, se confiscaron los vasos sacramentales, se prohibió erigir cruces sobre las tumbas, se quitaron las campanas de las iglesias, se cambió el nombre a las ciudades con nombres de santos, se prohibió la educación cristiana en las escuelas y se promulgó una ley que condenaba a muerte a los sacerdotes que no se sujetasen a la autoridad del Estado. La catedral de Notre-Dame fue profanada y el culto católico fue sustituido por el culto a “la razón y la libertad”. La imagen de la Virgen María fue reemplazada por la imagen de la “diosa” razón y se introdujo un nuevo calendario revolucionario que comenzaba el 22 de septiembre de 1792, día de la fundación de la República.
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