Tener piedad, compasión, con el -criminal- culpable es traicionar al inocente, a la víctima.

CAROLUS AURELIUS CALIDUS UNIONIS

La frase del título pertenece a la pensadora rusoamericana, de origen judío, Ayn Rand y en ella refleja, con su inconfundible estilo, un pensamiento tajante, rotundo, sin rodeos, pero inevitablemente imprescindible si queremos alcanzar una convivencia armoniosa.

Sin duda, sentir lástima o compasión por alguien que ha cometido una falta o ha hecho algo malo, es una forma de traicionar a la persona que es inocente y ha sido afectada por esa acción negativa.

Cuando se tiene piedad por una persona culpable de haber cometido algún crimen, se está descuidando o pasando por alto el sufrimiento o daño que ha causado a la persona inocente, a la víctima. Cuando sólo se pone atención en ser compasivo con el culpable se perjudica a aquellos que han sido perjudicados o afectados por sus acciones. Al fin y al cabo, es lo mismo que ser fuerte con el débil y débil con el fuerte.

Ésta es la práctica más comun en España, da igual la tendencia del gobierno de turno, sea el PP o sea el PSOE, todos hasta ahora, desde la muerte del General Franco, han sido fuertes con los débiles y débiles con los fuertes, recurriendo en miles de ocasiones al perdón, al indulto, o a la amnistía como ha sido el caso del gobierno socialcomunista de Pedro Sánchez.

Por supuesto, sé que ésta -la frase de Ayn Rand que encabeza el artículo- no es una reflexión que soporten las personas que ponen al buenismo por encima de los valores éticos; ya sé que esta reflexión no está destinada a que hipócritas y espíritus frágiles tomen posición. En apenas siete palabras, Rand sepulta los eufemismos bien pensantes bajo el peso de lo correcto, de lo debido, de lo justo y echa por tierra la «corrección política».

El colmo de la hipocresía, del cinismo, de la maldad es perdonar a quien manifiesta claramente que no se arrepiente de haber delinquido, y una vez perdonado se pavonea, se jacta públicamente de sus tropelías y anuncia que volverá a hacerlo…

«El que las hace las paga», reza un viejo refrán que se suele aplicar a quien comete un crimen, guarda relación con la definición de justicia de Ulpiano (jurista romano del tercer siglo después de Cristo): «a cada cual lo que le corresponde», “dar a cada uno lo suyo” y lo suyo del culpable es la condena, lo suyo del inocente es el resarcimiento y lo suyo de la sociedad es el alcanzar la convivencia en paz.

El marco de esa convivencia debe estar definido por la ley positiva y ésta, para ser legítima, debe fundamentarse en el derecho natural. La ley debe dejar de forma clara y precisa qué está prohibido, las penas a los infractores y el margen de tolerancia en su aplicación.

La piedad es un acto de compasión individual en la que una persona libera del castigo a su infractor, es una disposición que no afecta a terceros. Trasladar esta demostración de clemencia a la esfera social, cuando ésta responde a la voluntad, capricho o conveniencia de un poder del estado y no a la decisión unánime de los miembros que componen la comunidad, es un posicionamiento más propio de un déspota indecente que de un defensor de la buena gestión de lo público.

Antes salió a colacióh la tantas veces manoseada «tolerancia». Han sido muchois los pensadores que han pretendido definir cuál debiera ser su límite.

Edmund Burke afirmó que “hay un límite en que la tolerancia deja de ser virtud” (debemos suponer que su intención era la de hacer mención a lo que en Lengua Española se llama «consentir»), en la misma línea Thomas Mann añade que “la tolerancia es un crimen cuando lo que se tolera -se consiente, mejor dicho- es la maldad” y Albert Einstein nos advierte de que “el mundo está más en peligro por aquellos que toleran o promueven el mal que por aquellos que realmente lo cometen”.

Karl Popper va más allá y explica el porqué de la necesidad de un límite en lo que se tolera: “La tolerancia ilimitada lleva a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada incluso a aquellos que son intolerantes, si no estamos preparados para defender una sociedad tolerante contra la amenaza de los intolerantes, entonces los tolerantes serán destruidos y la tolerancia con ellos“. Después de exponer estos argumentos Karl Popper concluye: “en nombre de la tolerancia, debemos rechazar la tolerancia hacia aquellos que son intolerantes”.

En las palabras de Karl Popper está la respuesta al dilema acerca de cuánto ha de ser flexible la tolerancia, de manera que no acabe convirtiéndose en renuncia a los derechos y libertades individuales y colectivos, en resignación, en sometimiento al atropello, a la arbitrariedad, en sometimiento a la impunidad de los gobernantes y de los malvados.

Son intolerables los altercados, la violencia, la destrucción de mobiliario urbano, de grupos violentos en la vía pública, el acoso a gente pacífica; no se puede tolerar que un delincuente robe, golpee, viole o asesine a un semejante y menos aún justificarlo o disculparlo por estar drogado o borracho, esos deben ser agravantes no atenuantes. Tampoco cuando quienes ejercen violencia lo hacen por «causas nobles»; la violencia nunca puede ser un argumento.

¡Basta de eufemismos e hipocresía!, ser políticamente correcto solo beneficia a los corruptos, a los delincuentes y a los parásitos.

Las personas de bien ya no pedimos, debemos EXIGIR que el Gobierno utilice el monopolio de la fuerza que le delegamos para proteger a las víctimas de los victimarios, de los delincuentes, aunque estos se amparen en determinadas ideologías…

Llamemos a las cosas por su nombre, al pan, pan y al vino, vino:

Tener piedad, compasión, con el -criminal- culpable es traicionar al inocente, a la víctima.

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