JOSÉ MANUEL AGUILAR CUENCA.
En el año 2005 publiqué «Con mamá y con papá», el primer libro que exponía de forma monográfica, desde un punto de vista profesional y con un lenguaje para el gran público, la investigación internacional que apoyaba la custodia compartida. Desde aquella época he recibido todo tipo de insultos, amenazas y acusaciones, en la misma línea de las que ya venía recibiendo desde un año antes por la publicación de «Síndrome de Alienación Parental». Las más furibundas siempre han venido desde los grupos de ideología feminista radical, que han secuestrado el discurso del feminismo histórico y de los partidos de izquierdas, vacíos de contenido desde que la caída del muro de Berlín les desnudó ideológicamente, mientras que las más incomprensibles nacieron en la boca de mis propios compañeros de profesión, impermeables al conocimiento científico que desde multitud de rincones del planeta les ofrecía los datos de los que hablaba en mis libros y actos públicos.
Esto, que nunca me ha importado gran cosa y me ha ofrecido momentos impagables de asombro y diversión ante los peregrinos argumentos elaborados por mis compañeros psicólogos o letrados para rechazar los datos que ofrecía la investigación técnica, ha cambiado en los dos últimos años, con la asunción del Tribunal Supremo de España de los principales argumentos que apoyan a la custodia compartida como sistema de custodia preferente en un divorcio, argumentos que, por otro lado, ya se podían leer en aquel libro ocho años atrás y en la investigación científica décadas antes. La consecuencia inmediata ha sido escuchar a los antiguos colegas que se oponían a la custodia compartida y que, salvo confusión u obligación imponderable, no habían propuesto ese régimen en su quehacer diario, hablar públicamente de las bondades de tal sistema tras el divorcio, defendiendo su militancia «de toda la vida» en dicha opinión. Esta actitud tiene el peligro de olvidar que los ciudadanos tiene memoria y que, si en una conferencia pública tú afirmas algo contrario a tu propia historia profesional, puedes encontrarte entre el público a gente que te recuerde que eso es mentira y que a ellos hace tiempo les negaste lo que ahora dices defender desde siempre. Esto ocurrió recientemente en una conferencia en donde estuve presente, lo que permitió comprobar una vez más la exquisita educación que gastan los usuarios padres y madres y la caradura a prueba de realidad de algunos chaquetas nuevas de la custodia compartida, antiguos líderes camisas viejas del régimen en vías de extinción.
El caso de la manipulación de los niños en los procesos de divorcio, ese problema relacional que hemos dado en llamar Síndrome de Alienación Parental, va a tener semejante devenir. Y esto no será por el cada vez mayor apoyo que dan los frecuentes casos, de la realidad a la que nos enfrentamos todos los que trabajamos en este campo en nuestro quehacer diario, con ejemplos palmarios o, como dicen los propios afectados, “de libro”, sino por un hecho imponderable, ajeno y mucho más poderoso de lo que jamás una ideología y el sistema construido a su alrededor para su sostenimiento artificial alcanzará a ser: «el paso del tiempo». Si en el caso de la custodia compartida el paso del tiempo ha provocado que España fuera un anacronismo en el entorno social, cultural y jurídico europeo, en el caso de lo que nos ocupa el paso del tiempo implica que aquellos niños que fueron educados para odiar y rechazar sin justificación a su madre o su padre se conviertan en adultos. Y esos adultos, autónomos y con necesidad y deseo de conocer y sanar, acuden a tu consulta.
Luis, como así llamaremos a este niño alienado, va camino de los veinte años. Sus padres se divorciaron cuando contaba ocho. Durante los primeros seis meses no pudo ver a su madre y, desde que se dictó sentencia por parte del juzgado, la estuvo viendo en un Punto de Encuentro Familiar (PEF), supervisado por profesionales. Esto duró unos años porque cuando llegó a la adolescencia declaró en una entrevista ante el Equipo Psicosocial del Juzgado que no quería volver a verla. Los miembros del equipo advirtieron en su informe la alienación (sic) que el niño estaba sufriendo, pero recomendaron una de las estrategias que hemos repetido que fracasan y ayudan a consolidar el mal que estamos intentando paliar: acudir a terapia. Como la literatura especializada nos adelanta la medida inevitablemente fracasó y el menor rompió su relación con su madre durante casi cuatro años. Ya en la Universidad, aquel «niño» inició tibios acercamientos hacia ella, a espaldas de su padre alienador. Fue entonces cuando la madre acudió a pedir ayuda a nuestra consulta, recibiendo indicaciones para gestionar esa relación. Tras un año de contactos fue el «niño», ya cercano a la veintena, el que pidió venir, cargado de preguntas.
«De todo tengo un recuerdo confuso. Lo que recordaba de mi madre se solapaba con lo que me decía mi padre. Recuerdo una nube de confusión». La nube de confusión explica en estos niños la dificultad que tienen en la infancia de discriminar lo que ellos conocen, aquello de lo que tienen recuerdo, y lo que les dicen que ocurrió o cómo les aleccionan para que su recuerdo sea valorado de la forma que desea el alienador.
Esta presión psicológica es tan poderosa que alcanza a la propia y directa experiencia del sujeto, obligándoles a ponerla en entredicho y alterándola. Con el paso del tiempo y las distintas acciones de manipulación los recuerdos, las experiencias y emociones que de ellos se derivan pierden los límites, fusionándose y provocando una sustitución como reacción: modifican sus recuerdos por las sensaciones y emociones que les provocaron. Independientemente de encontrarnos en un proceso de alienación parental, en términos generales nuestra memoria funciona de ese modo. Los detalles de lo que ocurrió se van perdiendo, pero la emoción que desprende la experiencia perdura, impregnando el recuerdo y siendo el principal material que rememoramos. En los niños alienados esa sustitución se produce eliminando la emoción legítima e imponiendo una acorde a los deseos del alienador.
Una persona siente disonancia cognitiva cuando percibe a la vez dos pensamientos que entran en conflicto, al ser dos cogniciones incompatibles. Esto provoca malestar y motiva al individuo a generar ideas nuevas que permitan cohabitar a las ideas incompatibles, encajándolas de algún modo, con lo que logra reducir la tensión al conseguir cierta coherencia interna. Si hace notar a su amigo que fuma demasiado —al escucharlo jadear tras subir una escalera—, consciente de que es cierto lo que dice, la disonancia cognitiva le motivará para contestarle que está pensando en dejarlo muy pronto o que realmente él fuma muy poco, en comparación con otra gente que conoce.
En los niños alienados no se produce disonancia y, de producirse, dura poco tiempo. «Los nuevos recuerdos prestados por mi padre tapaban los otros que yo tenía con mi madre». De esta forma el malestar acaba pronto. Sin embargo, a poco que la presión disminuya la disonancia brotará de nuevo. El proceso de presión psicológica no borra, reprime. Así, cuando la represión baja su nivel la disonancia tiene la oportunidad de volver a presentarse y llevar a cabo su trabajo.
«Lo peor que me enseñó mi padre es que nuestra relación se podía acabar en cualquier momento». El control que el alienador practica con el niño no tiene por qué ser expreso, ni estar explícito en su discurso. Las estrategias de control más efectivas son aquellas que no están claramente expuestas. En una película, una sombra que cruza un umbral, tapando la luz por un instante, o el movimiento de una cortina en mitad de la noche nos puede generar mucho más miedo que la visión del asesino con el puñal en la mano. De igual forma, la posibilidad implícita de que si eres «infiel a los deseos del alienador para que rechaces al otro progenitor vas a perderle» a él mismo es suficiente. El niño depende en todo de su alienador. Es una amenaza a su propia supervivencia física lo que se está jugando, de ahí su potencia como estrategia de control. El mensaje es que el plato de comida, el vestido o el beso de buenas noches puede estar en peligro y, para un niño, eso es «todo» su mundo.
«Me descubrí contándole a mi padre mentiras. No le decía que me lo pasaba bien con mi madre cuando la veía en el PEF. Al volver le contaba lo que quería oír para que me dejara tranquilo». Desde muy pequeños los niños leen la tensión, son capaces de percibir el deseo que tiene el adulto que les interroga y lo satisfacen con tal de protegerse si perciben que no son libres de contar la realidad. Esto incluye mentir o, mejor dicho y considerando la situación en la que nos encontramos, relatar una versión acorde con lo que quiere oír el alienador. Por supuesto, todo episodio que vaya en contra de la realidad que «debe ser», según los criterios impuestos por el alienador, será convenientemente modificada por el niño, ajustándola a los deseos de aquel.
Lo anterior tiene un severo riesgo en el futuro para el menor puesto que puede elegir establecer esta estrategia como manera de relacionarse con los demás. En el ejemplo que nos ocupa no ocurrió así, Luis no generalizó este comportamiento a las relaciones con sus amigos o sus parejas, pero otros «niños» sí lo hacen. Aprenden desde pequeñitos que las sentencias judiciales pueden incumplirse y que apenas ocurre nada, aprenden a manipular, torcer la realidad o directamente mentir y que esas conductas tienen una fuerte recompensa. La inmediata: la reducción de la ansiedad. A largo plazo: conseguir objetivos personales que a ellos les motiva, bien emocionales – sentirse querido o aceptado- o materiales – una videoconsola.
Llegados a la adolescencia y primera juventud puede elegir extender esta forma de relacionarse que ha venido dominando el área familiar a otras áreas: laboral, social, de pareja, etc. De esta suerte, una nueva generación de maltratadores se presenta al mundo, apoyados en su aprendizaje vital para establecer estrategias de control en sus relaciones con los demás.
Luis tiene casi veinte años, pero no deja de ser un niño de ocho cuando hablamos de cómo comunicarle a su padre que quiere ver a su madre. «Temo su reacción. La que me va a montar. No sé si voy a ser capaz de aguantarlo». El miedo no abandona al «niño», aún cuando hace muchos años que dejó esa etapa vital. Le acompaña en su juventud y perdura en la edad adulta. Da lo mismo que uno tenga independencia económica, formación y amplia experiencia vital. «Parece mentira que con la edad que tiene, el puesto de responsabilidad que ocupa, el dinero que gana y lo lista que todo el mundo dice que es sea incapaz de enfrentarse a su madre» me comentó un padre, hablando de su hija de casi cuarenta años, una directora de una multinacional que se echaba a temblar si tenía que decirle a su madre que iba a comer con su padre.
Ese temor no acaba jamás, porque es parte de la estrategia del manipulador. Lo que le ocurra «será tu culpa», «tú me dejas sola, mientras te vas por ahí con tu padre» o «si te vas con tu madre me estás clavando una puñal en el pecho». Frases semejantes son las que utilizan los alienadores como chantaje emocional para hacer que sus hijos se sientan culpables. La intención, volver a convertirlos en los niños de ocho años que fueron.
Como arranqué en este artículo, nunca me ha preocupado el rechazo empecinado de los profesionales de la psicología a los datos que la investigación nos ofrece, porque pronto comprendí que su incorporación era inevitable de manos de la realidad incontenible. El tiempo pone siempre a cada uno en su sitio, aunque bien es cierto que eso lo paga aquel que lo sufre y no es ayudado por los que tienen la obligación moral y laboral de hacerlo. Algunos niegan el problema directamente, otros de forma indirecta recomendando estrategias que la literatura hace años desaconsejó. Debemos asumir que una ciencia blanda como la psicología adquiere su estatus de falta de solidez gracias a los sujetos que la ejercen, tanto como gracias a aquellos que no se oponen a los primeros.
Hace más de cuatro años que el primer «niño» alienado vino a verme y me contó lo que sentía y cómo fue su infancia. Algunos de ellos han decidido cursar estudios de Psicología o Derecho; uno me eligió como su profesor de prácticas en el Máster de Ciencias Forenses que cursó y hace varios años que ejerce como perito en su propio despacho. Son un nuevo grupo de pacientes, niños secuestrados emocionalmente que, como una ola incontenible, derribarán los diques que la ideología y el conformismo ha impuesto a la realidad porque de lo que hablamos es de sus vidas, y nadie puede decirles a ellos que no han vivido lo que relatan. Lo siento por aquellos que nos insultaban cuando defendíamos hace varios lustros la custodia compartida o la protección de los hijos para que no fueran utilizados en la disputa marital, pero el futuro es lo que tiene, tarde o temprano llega.
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