Todo va a ir a peor. Nadie lo dude. Y no, no es París lo que arde. Es nuestra Europa.

Gabriel Albiac

Por los mismos días en los que los restos de Missak Manouchian –resistente armenio fusilado por los nazis en el París de 1944– entran en el más alto lugar de los recuerdos franceses, el Panteón de los hombres ilustres, arden en llamas y en armas las periferias francesas. París, en particular, es un campo de batalla, desde el día 27 de junio, cuando un policía, verosímilmente desbordado, disparó contra un menor, al volante de un Mercedes deportivo de alta cilindrada, que se había saltado un control tras serle dado el alto. Murió Nahel Merzouk, chaval francés de origen argelino, 17 años, 15 interpelaciones judiciales por delito de narcotráfico y fuga. Y Francia volvió a enfrentarse a lo que todos saben sin solución desde hace decenios. Francia es hoy, no ya dos sociedades. Dos naciones. Una, dotada del más viejo –y uno de los más garantistas– Estados democráticos de occidente. En regresión demográfica. Otra, geográficamente instalada en la periferias urbanas y en la cual rige distinta ley. Sin Estado; pero con dos pilares igualmente duros: islam y narcotráfico. Y una población en progresión demográfica continua. El choque de esas dos naciones va camino de hacerse inevitable. Estamos en los prolegómenos. Todo el mundo lo teme.

¿De dónde viene este malestar? A plazo largo, no hay duda de que todo comenzó con los ocho años (y los 175.000 muertos) de la guerra de Argelia: que fue también, nadie lo olvide, una guerra civil en la Francia continental, promovida por una fracción «secreta» (OAS) del ejército francés, algunos de cuyos jefes militares poseían las más altas condecoraciones que Francia reservó a los héroes de la resistencia.

De Argelia procedía la primera gran masa migratoria. Muy poco problemática, a pesar de la dureza del conflicto que la obligó a cambiar de tierra. Los musulmanes recién llegados a Francia apostaron todo en sus vidas a alcanzar la plena ciudadanía francesa. Sus hijos se descubrieron, un decenio después, al tiempo integrados y guetizados. Y, poco a poco, sus barrios se trocaron en pequeñas –y luego no tan pequeñas– ciudades norteafricanas. Pasear por Saint-Denis, que, en las afueras de París, fue el corazón de la Francia que alza en lo alto de su colina la más bella de sus basílicas y la más constructora de identidad nacional, generaba esta impresión extraña:

St-Denis: una ciudad norteafricana, de población musulmana y presidida por el símbolo de la cristiandad francesa una común ciudad norteafricana, de población homogéneamente musulmana y presidida por el símbolo de la cristiandad francesa. Esa extrañeza me golpeó cuando, en 2015, el ABC de Bieito Rubido me envió allí, pocas horas después de que la gendarmería tomase al asalto el piso franco de los asesinos del Bataclan.

La «tercera generación», la de los hijos de los hijos, rompió con todo. Asistí –y aun lo recuerdo con estupor– al mitin que selló esa ruptura. Al cierre de la marcha «Convergence 84». Cuando el manifiesto de los jóvenes musulmanes ante las organizaciones antirracistas que habían promovido y financiado el evento se hizo inequívoco: no, no habéis entendido nada; no queremos vuestra democracia francesa; queremos el retorno a la fe y las costumbres de nuestros antepasados.

Pero construir una nación dentro de otra requiere, al menos, tres infraestructuras: ideológica, económica y armada. El islamismo más radical configuró la primera: y fueron islamistas franceses los que con más crueldad actuaron en su feudo sirio de Raqqa durante la guerra del Daesh en Iraq y Siria; después, derrotados allí, retornaron a sus guetos franceses y continuaron la lucha. La segunda, la económica, tuvo su base en las grandes mafias de la droga: de Marsella a París, a Lyon, a todas las grandes capitales, el narcotráfico quedó simbiotizado con el islamismo radical, dando origen a unos grados de violencia intercomunitaria hasta entonces inimaginables. En cuanto a las armas: la gendarmería francesa lleva muchos años haciendo pública su incapacidad para entrar en zonas urbanas que controlan mercenarios dotados de armamento militar muy superior al de las fuerzas del orden. Los franceses llaman a eso la «salvajización» de sus suburbios. Eso viene pasando desde los años noventa.

Manouchian fue, en 1944, un héroe de la patria francesa. Merzouk, en 2023, un aprendiz de pandillero. El sueño de la integración se esfumó para siempre. Y, con él, puede que acabe por esfumarse el Estado. Todo va a ir a peor. Nadie lo dude. Y no, no es París lo que arde. Es nuestra Europa.

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