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Un musulmán reconocido en referéndum como “Padre de la Patria andaluza”

Gustavo Bueno

Los ciudadanos se abstuvieron mayoritariamente pero el Proyecto de Estatuto resultó aprobado: 6.045.560 ciudadanos españoles residentes en las ocho provincias andaluzas formaron el censo convocado en referéndum para responder el 18 de febrero de 2007 a la pregunta: «¿Aprueba el Proyecto de Estatuto de Autonomía para Andalucía?»

Una inmensa mayoría de esos ciudadanos –3.852.063, el 63,72%– se abstuvieron de ir a votar, y sólo 2.193.497 acudieron a las urnas –36,28%–, para depositar 2.172.531 votos válidos (pues 20.966 fueron anulados por diferentes razones).

De manera que sólo menos de uno de cada tres ciudadanos andaluces convocados a esta consulta respondieron afirmativamente a la pregunta –1.899.860 votos, 87,45% de los votos emitidos–, manifestando su negativa 206.001 votantes –9,48%– y votando en blanco 66.670 ciudadanos (el 3,07% de los votos emitidos).

Debido a su indudable interés y plena actualidad VOZ IBÉRICA ha decidido reproducir el siguiente texto del filósofo GUSTAVO BUENO, publicado en 2017:

Se reseñan algunos comentarios polémicos de prensa y radio, de la última semana de enero de 2007, en torno a la figura de Blas Infante y se introducen determinadas coordenadas para enjuiciar el debate

Es un hecho, o, si se prefiere, un hecho complejo constituido por la conjunción de dos hechos simples, que Blas Infante (este es el primer hecho) ha sido reconocido «Padre de la Patria andaluza», reconocimiento que va a ser ratificado en referéndum, sin perjuicio (y este es el segundo hecho) de su conversión pública al islamismo en el año 1924.

Comenzamos por analizar los dos «hechos simples» cuya conjunción determina el «hecho complejo» que constituye, a nuestro juicio, el hecho verdaderamente significativo.

(a) Es un hecho que el Estatuto de Andalucía, aprobado por el Congreso de los Diputados en sesión plenaria celebrada el día 2 de noviembre de 2006, reconoce, como un «acto de justicia histórica», la decisión que el Parlamento de Andalucía, en abril de 1983, tomó al reconocer a Blas Infante como «Padre de la Patria andaluza». Se trata, por tanto, del «reconocimiento de un reconocimiento», pero no a título de mera reiteración tautológica, sino como constatación de que:

«En los veinticinco años que median desde que Andalucía comenzó a organizarse como comunidad autónoma hasta el presente, Andalucía ha vivido el proceso de cambio más intenso de nuestra historia, y se ha acercado al ideal de la Andalucía libre y solidaria por la que luchase incansablemente Blas Infante.» (Del Preámbulo de Estatuto de 2006.)

[Permítaseme expresar mi extrañeza por la calificación de «cambio más intenso de nuestra historia» referido a los últimos veinticinco años; si se aceptan las premisas que en el Estatuto parecen admitirse implícitamente, relativas a una identidad milenaria de Andalucía, no se ve la razón por la cual no pudiera tomarse como acontecimiento «más intenso de nuestra historia» la Batalla de las Navas de Tolosa, la toma de Granada o la Batalla de Bailén.]

(b) Es un hecho que Blas Infante se hizo musulmán, de modo público, el 15 de septiembre de 1924. Blas Infante, desde su condición de joven notario de Casares, fue introduciéndose cada vez más profundamente en lo que él vendría a llamar «Cultura de Al-Andalus». Pero no sólo aprendió la lengua árabe, a la vez que lee la obra de Ribera y Tarragó, Asín Palacios, Dozy, &c., y estudia en 1921 la historia de Al-Mutamid, el rey poeta de Sevilla y de Córdoba, escribiendo el drama Motamid, último rey de Sevilla; sobre todo, según el informe de la Yama’a Islámica de Al-Andalus, el «joven» notario experimentó una «metamorfosis espiritual», por la que «resultaría abducido por el universo andaluz», y no conformándose con una mera actitud especulativa, comienza a preparar un viaje, en el cual, «convirtiéndose en protagonista de su drama teatral», Blas Infante se acercaría a la tumba de Al-Mutamid, en Agmhat (lugar cercano a Marrakech).

Y es allí cuando Blas Infante hace la Shahada, en una pequeña mezquita de Agmhat, adoptando el nombre de Ahmad («el que pone en acto lo que estaba en potencia», según el parecer de Ibn Arabí). Los testigos del acto por el que Ahmad Infante se reconocía musulmán fueron dos andalusíes nacidos en Marruecos, y descendientes de moriscos: Omar Dukali y otro de la kabila de Beni-Al-Ahmar.


Blas Infante en Agmhat, peregrino a la tumba de Motamid, conoció a Omar Dukali, descendiente del último Rey de Sevilla y testigo de su Shahada, ceremonia pública de su reconocimiento como musulmán, el 15 de septiembre de 1924, ante dos testigos que le regalaron una chilaba y una daga bereber, que conservó durante toda su vida.
 

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Estos son los dos hechos cuya conjunción sometemos a la pública consideración, en cuanto asunto de importancia decisiva en las vísperas del Referéndum del Estatuto de Andalucía, convocado para el 18 de febrero de 2007.

Y decimos que «sometemos a pública consideración» la conjunción de estos dos hechos por cuanto, por lo que conozco, y en los días de la precampaña o campaña preparatoria del referéndum, esta conjunción no se tiene presente, al menos de modo explícito, por quienes, sin duda alguna, son conocedores de ambos hechos, y acaso también de su conjunción.

Lo cierto es también que una gran parte de la población andaluza ignora el hecho de la Shahada de Blas Infante, la ceremonia de su conversión pública al Islam, y considera que hablar de ella constituye un grave desliz. Sólo puede hablar de ese asunto quien está acostumbrado a hacer declaraciones provocativas destinadas a llamar la atención del público de modo irresponsable, sin haber tomado la precaución de enterarse antes de lo que va a decir. Así, el diario El Mundo, en su edición sevillana del viernes 26 de enero pasado, incluye a Gustavo Bueno, pero con flecha hacia abajo, en su galería diaria, por sus declaraciones en una rueda de prensa, celebrada en Oviedo a partir de las 12 horas del día 25 de enero (con ocasión de la presentación en Asturias de la Fundación para la Defensa de la Nación española), en la que se le atribuían, entre otras, las siguientes palabras: «Blas Infante es el emblema de Andalucía y todos sabemos que Blas Infante se hizo musulmán, y que la bandera se la hizo su mujer con unos trapos traídos de Marruecos.»

Estas declaraciones, a través de la agencia Europa Press, presente en la rueda de prensa, tuvieron inmediata difusión en la prensa impresa y en la de internet: a las cuatro de la tarde podían ya leerse varias reacciones a estas declaraciones. Muchos las apoyaban, pero otros las atacaban con dureza, y llegaban incluso a negar el hecho de que Blas Infante se hubiera convertido al islamismo (incluso algunos subrayaban «el hecho» de que no estaba casado, como si la expresión «su mujer» sólo pudiera referirse a su esposa; por lo demás sabemos que Blas Infante contrajo matrimonio con Angustias García, «rica heredera de Peñaflor», el día 19 de febrero de 1919, y convivió con ella hasta el día de julio de 1936 en el que Infante fue sacado de su casa de Coria del Río, «Villa Alegría», cerca de Sevilla, para ser fusilado por quienes se alzaron contra el gobierno de la República el 18 de julio de 1936). «Villa Alegría» ha sido transformada en los últimos años en Casa Museo de Blas Infante. «El inmueble conserva los símbolos originales que Blas Infante diseñara y que hoy en día identifican a la Comunidad Andaluza: el escudo, la bandera y el piano, donde por primera vez se interpretó el himno andaluz.»

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Ahora bien: es cierto que la «conjunción» de estos dos hechos puede interpretarse de diversas maneras. En nuestro análisis tendremos en cuenta las tres siguientes:

(A) Ante todo la interpretación de la conjunción de los dos hechos simples (el reconocimiento de Blas Infante como «Padre de la Patria andaluza» y la Shahada de Agmhat, es decir, su conversión ceremonial al Islam) como mera yuxtaposición de dos sucesos cronológicos ocurridos respectivamente en 1924 y en 1983-1006. Yuxtaposición que, aún constituyendo la conjunción de dos hechos objetivos, no tendría por qué tener el alcance de un hecho complejo nuevo. Y ello debido a que sería un «desatino» tratar de integrar ambos acontecimientos en un «proceso global» en el cual estos hechos se reforzaran y se iluminaran mutuamente. Si Blas Infante fue reconocido como «Padre de la Patria andaluza» –se dirá– no fue debido a su conversión al Islam. Esta metamorfosis, supuesto que hubiera tenido lugar, sería asunto de la vida privada, íntima del prócer que no había por qué sacar a la luz, como tampoco él la «aireó» en sus conferencias o declaraciones políticas (aún cuando esta discreción –por no decir ocultación– pudo haber estado motivada por la prudencia política: hubiera sido suicida en muchas circunstancias, para su proyecto político, poner por delante su condición mahometana, como sigue siendo hoy un hecho incómodo recordar esta historia, sobre todo en las vísperas del Referéndum).

Sencillamente, según esta interpretación, la trayectoria pública de Blas Infante sería suficiente para justificar su reconocimiento como «Padre de la Patria andaluza». Bastaría tener en cuenta, además de sus múltiples conferencias y organización de actos, sus publicaciones tan influyentes como El ideal andaluz (Biblioteca Avante, Sevilla 1915), el Manifiesto andaluz de Córdoba (1919), Motamid, último rey de Sevilla (Biblioteca Avante, Sevilla 1920), La verdad sobre el complot de Tablada y el Estado libre de Andalucía (Sevilla 1931) o el Manifiesto a todos los andaluces (1936) [nos permitimos subrayar que en este Manifiesto todavía no estaba incorporada la costumbre estilística, propia del Estatuto que ahora se somete a referéndum, y según la cual Blas Infante debiera haber escrito: Manifiesto a todos los andaluces y a todas las andaluzas; por cierto, una expresión que establece de hecho una división inmediata, a modo de abismo, de la sociedad andaluza en varones y mujeres, como si esta oposición fuese pertinente en la mayor parte de los contextos políticos, económicos o religiosos.]

(B) Pero también cabe interpretar el hecho primero (el reconocimiento de Blas Infante como «Padre de la Patria andaluza») desde el segundo (es decir, desde la metamorfosis espiritual que determinó en 1924 su conversión pública al Islam).

Sin duda, difícilmente esta interpretación del primer hecho desde el segundo, podría ser suscrita por la gran mayoría de los parlamentarios (as) andaluces (zas), entre otras cosas porque o ignoran el segundo hecho (la Shahada); o acaso tienen una noticia muy borrosa de tal conversión, que, a lo sumo, sólo será tenida en cuenta a título de acontecimiento privado, como hecho íntimo de conciencia, que bastaría con respetar. Pero sin darle mayor significado político que el que hubiera tenido el eventual ingreso de Blas Infante en una iglesia cuáquera o budista, o el que se hubiera hecho socio de la Christian Science o de la National Geographic.

Pero «poner entre paréntesis» (si no ya negar) el segundo hecho es una operación a la que estarán obligados, o poco menos, aquellos andaluces y andaluzas que, tanto si votan el Estatuto a través del PSOE, como si lo votan a través del PP, o lo dejan de votar a través del PA, son, ante todo, cristianos bautizados y católicos practicantes que viven en la «tierra de María Santísima», y que asisten fervorosos a las procesiones de Semana Santa o a la romería del Rocío. Es el mejor modo de eludir a la contradicción: votemos Sí al referéndum del Estatuto, reconociendo a Blas Infante como «Padre de la Patria andaluza», pero dejemos de hurgar en sus experiencias místicas musulmanas, que fueron asuntos suyos privados a los que no hay que dar mayor trascendencia política.

Pero lo que no es tan fácil es que esta interpretación pueda ser asumida por aquellos andaluces, sean hombres o mujeres, rubios o morenos, altos o bajos, jóvenes o viejos, que han abrazado la religión musulmana, o por aquellos inmigrantes que, siendo mahometanos, se han integrado en la sociedad andaluza como ciudadanos de pleno derecho («Artículo 22. Los poderes públicos de la Comunidad tendrán en cuenta las creencias religiosas de la confesión católica y de las restantes confesiones existentes en la sociedad andaluza.») Para éstos –y cualquiera que sea su tasa de presencia en el PA, que ha rechazado apoyar el Estatuto, por insuficiente– el hecho primero sólo alcanzará su sentido cuando se le contemple desde el segundo. Sencillamente, el proyecto de una Andalucía libre iría vinculada al proyecto de su islamización, y no sólo en el sentido de la recuperación de las mezquitas, sino de la fe musulmana de los andaluces y de la reconquista de Al-Andalus, es decir, de España íntegra, restaurando la «cultura» –que es mucho más que una Comunidad autónoma o incluso que una Nación– del glorioso Califato de Córdoba.

Sólo los musulmanes andaluces, o los andaluces convertidos al Islam, pueden asumir esta segunda interpretación, y aún exponerla, sin duda, en estos momentos, con notable dosis de imprudencia. Porque si se propagase este hecho en los días del referéndum, muchísimos votantes potencialmente favorables cambiarían su voto o se abstendrían. Así, leemos en el informe de la Yama’a Islámica de Al-Andalus:

«Evidentemente, Infante no podía hacer público su Din islámico por las consecuencias profesionales, políticas y familiares que ello le acarrearía, viviendo su Islam en ‘Taquilla’, practicándolo y viviéndolo en su intimidad, sin hacerlo público, –tal como lo hicieron cientos de miles de moriscos desde la conquista castellana–, excusando, no sin convencimiento, la construcción de la Mezquita de Sevilla por motivos de ‘libertad y pluralidad religiosa’.»

Por ello se comprende que los mismos autores de este informe adviertan que:

«Incluso, en 1931, las Juntas Liberalistas [de las que Infante fue un líder] inician una campaña a favor de la construcción de una mezquita en Sevilla ‘no con ánimo de hacer profesión o confesión de una religión determinada, sino con el objeto de afirmar la libertad y pluralidad religiosas, elementos de síntesis de la Historia de Andalucía’.»

Lo que no es nada fácil es determinar hasta qué punto esta segunda interpretación estuvo presente en algunos de quienes redactaron el Estatuto, y en particular su Preámbulo. Una presencia que, en todo caso, debiera haber estado oculta, por razones prudenciales obvias, pero no por ello acaso menos firmes y activas. Lo cierto es que la visión de Andalucía que ofrece el Preámbulo del Estatuto, incluyendo su españolismo (y el españolismo de Blas Infante), se explica mejor desde las coordenadas del islamismo reconquistador, aún por vía pacífica y a largo plazo, que desde las coordenadas oficiales de los partidos políticos constitucionales.

(C) Por último, desde una tercera interpretación, también cabe entender el segundo hecho (la conversión al Islam de Blas Infante) desde el primero (su elevación al puesto de «Padre de la Patria andaluza»).

Sencillamente: la conversión de Blas Infante al Islam no habría tenido tanto, o únicamente, el sentido de un hecho religioso (menos aún, íntimo, privado), cuanto el sentido de un hecho político (religioso-público), como cristalización y redefinición de las mismas ideas políticas que habían ido elaborándose a lo largo de los años en un ámbito doméstico-regional.

La conversión al Islam habría orientado a Blas Infante a redefinir Andalucía más allá de las retículas propias de los derechos constitucionales occidentales vigentes, no ya tanto como una «Nación política más» (dentro del principio de las nacionalidades, principio, según Infante, cristiano occidental, desde Metternich hasta el presidente Wilson) sino como una «Cultura propia», como una plataforma cultural capaz de asumir un destino universal, mucho más amplio del que pueda corresponder a Andalucía en España, o a España en Europa.

Es el proyecto de una Andalucía universal, con España, sin duda, pero en la medida en la cual España pudiera ser considerada también como parte esencial de Al-Andalus, plataforma para la islamización de Europa y del Mundo.

Que Blas Infante no hiciera explícitas estas redefiniciones de Andalucía como Al-Andalus no quiere decir que tal redefinición no fuese su idea maestra definitiva. No estamos ante un caso inaudito, el de la redefinición de una sociedad política desde coordenadas teocráticas. Sabino Arana proyecto a Euzkadi como una República, bajo la advocación del Sagrado Corazón de Jesús. Blas Infante también habría concebido un Estado libre andaluz, Al-Andalus, bajo la advocación de Mahoma.

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La primera interpretación –«el reconocimiento de Blas Infante como Padre de la Patria andaluza no tiene nada que ver con las experiencias religiosas privadas que lo convirtieron al Islam»– es, sin duda, la interpretación común y «oficial». La mayoría de los andaluces, a través de lo que conocen por la prensa, los libros de texto y su propia memoria histórica, verán a Blas Infante como un campeón histórico que formuló los principios de la «autonomía» de Andalucía, y que además fue «fusilado por Franco» (tal es la brocha gorda con la cual el común de los mortales pinta en sus cerebros las informaciones que se le ofrecen).

Y es muy probable que no vean nada más, ni quieran verlo. Para entender las líneas maestras del Preámbulo del Estatuto, les bastarán las coordenadas convencionales al uso, la confusa apelación a la «cultura andaluza», y a su nacionalidad histórica, como entidad milenaria. Que no podrá estar definida, por tanto, en función del Islam, pero que sí remueve connotaciones, comunes en las gentes más semicultas, que tienen que ver con Cartago, con Roma o con Tartessos.

Algunos nacionalistas, para entender ese «milenario pasado» de una región delimitada en el conjunto de España (cuyo pasado no es en modo alguno milenario) han retrocedido explícitamente a Tartessos, es decir, al Tartessos de Adolfo Schulten, que lo presentaba como un Imperio, como una cultura a través de la cual todos los pueblos y territorios de Andalucía habrían sido ya incorporados a una unidad firme, dotada de una identidad característica. (Sin embargo, ¿acaso Tartessos fue algo más que una serie de colonias fenicias distribuidas por el ángulo suroccidental de la Península Ibérica?) Sobre esta mítica unidad o identidad milenaria se edificará todo lo demás, pues ella es sin duda una excelente plataforma ideológica para un Estatuto que necesita, para no ser menos que Cataluña, Galicia o el País Vasco, reivindicar una realidad nacional histórica «anterior a Jesucristo». Este supuesto «milenario pueblo andaluz», aunque todavía no podía llamarse andaluz, ya constituido desde milenios atrás, habrá visto pasar sobre él a cartagineses y a romanos, recogiendo de ellos lo mejor que éstos podían ofrecerle: Séneca, según esto, sería visto ante todo como un andaluz. Siglos después ese pueblo andaluz eterno habría visto pasar a los visigodos: San Isidoro es también andaluz. Y, más tarde, a los musulmanes: Averroes es andaluz.

Andalucía, por tanto, ha recogido y conservado lo mejor de Al-Andalus, pero desde Andalucía. Algunos puntualizarán: sin por ello hacerse musulmana, como también habrá conservado lo mejor de Roma, pero sin mantenerse sujeta al Imperio de los césares. Después de los cartagineses, de los romanos, de los visigodos y de los musulmanes, Andalucía habrá recibido a los españoles, y se habrá hecho española, pero sin dejar de ser andaluza. También podría decirse que es España la que se hizo andaluza, y esto desde Fernando III a los Reyes Católicos. ¿Acaso el Imperio español no comenzó a forjarse desde Andalucía, desde Huelva y Sevilla? Y no necesitamos quedarnos en cosas del Antiguo Régimen. El Nuevo Régimen de España también se forjó en Andalucía, en las Cortes de Cádiz.

Desde esta perspectiva Andalucía, la «cultura andaluza», como cultura milenaria, puede reconocer a la época islámica como parte de su glorioso pasado, como puede reconocer a España, a las demás culturas españolas, como un prometedor futuro a través del cual la cultura andaluza específica podrá expandirse hacia Europa y hacia el Mundo, pero conservando siempre su identidad propia:

«Andalucía ha compilado un rico acervo cultural por la confluencia de una multiplicidad de pueblos y de civilizaciones, dando sobrado ejemplo de mestizaje humano a través de los siglos. La interculturalidad de prácticas, hábitos y modos de vida se ha expresado a lo largo del tiempo sobre una unidad de fondo que acrisola una pluralidad histórica, y se manifiesta en un patrimonio cultural tangible e intangible, dinámico y cambiante, popular y culto, único entre las culturas del mundo.»

Sigamos leyendo:

«Esta síntesis perfila una personalidad andaluza construida sobre valores universales, nunca excluyentes. Y es que Andalucía, asentada en el sur de la península ibérica, es un territorio de gran diversidad paisajística, con importantes cadenas montañosas y con gran parte de su territorio articulado en torno y a lo largo del río Guadalquivir, que abierta al Mediterráneo y al Atlántico por una dilatada fachada marítima, constituye un nexo de unión entre Europa y el continente africano. Un espacio de frontera que ha facilitado contactos y diálogos entre norte y sur, entre los arcos mediterráneo y atlántico, y donde se ha configurado como hecho diferencial un sistema urbano medido en clave humana.»

Y terminamos la lectura con este párrafo, en el cual los redactores del Estatuto ofrecieron, urbi et orbe, la expresión más clara de su ecumenismo (por cierto, de un ecumenismo completamente extemporáneo en un documento jurídico como pueda serlo el Estatuto de una Comunidad autónoma insertada en la Constitución Española de 1978):

«Estos rasgos, entre otros, no son sólo sedimentos de la tradición, sino que constituyen una vía de expansión de la cultura andaluza en España y el mundo y una aportación contemporánea a las culturas globales. El pueblo andaluz es heredero, por tanto, de un vasto cimiento de civilización que Andalucía puede y debe aportar a la sociedad contemporánea, sobre la base de los principios irrenunciables de igualdad, democracia y convivencia pacífica y justa.»

Sólo desde estas coordenadas se explica que hombres cultivados puedan decir, sin el menor escrúpulo, que Séneca era andaluz, o que San Isidoro era andaluz, aunque Andalucía sólo comenzó a sonar como concepto en la época medieval, con las vándalos y luego con los mahometanos.

Nada habría que objetar –dirá el coro– a quien afirme que Averroes era andaluz, puesto que Averroes y el Islam tienen mucho que ver con Al-Andalus. Sin embargo, esa afirmación sigue arrastrando una ambigüedad fatal: una cosa es llamar «andaluz» a Averroes en cuanto fue un individuo que vivió hace siglos en una demarcación geográfica de la península ibérica, y otra cosa es llamarle «andaluz» en el sentido de «paisano de los andaluces actuales». Una cosa es llamar burgalés a un hombre de Atapuerca (porque su esqueleto está enterrado en la demarcación de Burgos) y otra cosa es considerar al hombre de Atapuerca como burgalés de hoy, o del tiempo de aquellos burgaleses que se ocultaron ante el Cid cuando iba camino del destierro, años antes de Averroes.

En cualquier caso el Califato de Córdoba de desintegró poco a poco y rápidamente, y a partir del siglo XII, en el que Averroes fue desterrado de Córdoba, su potencia fue desfalleciendo, así como su cultura. Desde entonces ya no era necesario que los cristianos siguieran viendo a Averroes como un enemigo peligroso. Incluso podían verlo como San Juan Damasceno veía al Islam, como un hijo desviado del cristianismo en algunos puntos, pero que sin embargo compartía con los cristianos muchos aspectos que podrían reivindicarse en un reencuentro que a todos interesaba, sobre todo si el hijo descarriado volvía de nuevo al seno del Padre.

Desde la perspectiva de la Iglesia católica triunfante –aquella a la que pertenecía don Miguel Asín Palacios, por ejemplo– ¿no constituía un gozo constatar las influencias de Averroes en Santo Tomás o en la Divina Comedia? A fin de cuentas esta constatación no significaba mucho más que descubrir las influencias que el cristianismo ejercía sobre sí mismo, sobre los hijos fieles, como Santo Tomás. Ningún peligro había en reconocerlo. Por el contrario, desde la Iglesia triunfante, en la tierra al menos, era un modo de enriquecer el plan divino de la historia de la humanidad, y de la misión en ella de un islamismo vencido políticamente, pero recuperable, en muchos aspectos. Sobre todo en aquellos aspectos que podrían hacerlo solidario con los cristianos frente a terceros enemigos (como el ateísmo o el materialismo).

Esta perspectiva de reconciliación irenista, que implicaba en realidad la sumisión o reabsorción del Islam en el cristianismo, ha ido cambiando por completo a lo largo del siglo XX, a raíz sobre todo de los descubrimientos de los pozos petrolíferos localizados en los «países árabes». El petróleo ha determinado la posibilidad de que muchos pueblos musulmanes hayan podido abandonar la condición sumisa secular propia de los pueblos pobres, medievales y subdesarrollados, y hayan comenzado a asumir la condición de pueblos «emergentes», que han recuperado sus ideales prístinos, entre ellos la Yihad y, en sus caso más extremos, la Yihad violenta, belicosa y terrorista, desde los Hermanos Musulmanes después de la Primera Guerra Mundial hasta Al Qaeda después de la Segunda Guerra, y sobre todo a partir del 11-S, del 11-M, del 6-J, &c.

Dicho de otro modo: hablar hoy de Al-Andalus, en la época de entradas masivas de emigrantes marroquíes a España y de innumerables actos de terrorismo islámico, puede suscitar recelos muy profundos, sobre todo en contextos políticos. En particular, recordar hoy, o «denunciar», en el contexto de la proclamación del Estatuto de Andalucía, que el «Padre de la Patria andaluza», Blas Infante, se convirtió al Islam (y esto sin contar con las implicaciones políticas que este «Padre de la Patria» podría haber asignado a su nueva creencia), constituiría, por lo menos, una intolerable falta de tacto, cuando no una notoria expresión de mal gusto o de imprudencia, por las connotaciones que hoy arrastra el simbolismo de un «Padre de la Patria» musulmán. Y, sobre todo, una vez que el propio Partido Popular, con Javier Arenas a la cabeza, suscribió una reforma del Estatuto, que inicialmente había sido promovida por el PSOE. (En el PSOE militan, sin duda, algunos andalusíes conversos, que habrán de tener buen cuidado de mantener su islamismo dentro de los límites de la experiencia privada, si no quieren poner en peligro el resultado del Referéndum; a lo sumo sólo podrán expresar su pública admiración por el Islam en lo que este tiene de cultura antes que de religión.)

Sin duda es desde esta perspectiva andalucista universal –tartésica-cartaginesa-romana-visigótica-andalusí-hispánica-europea-mundial– desde donde fueron escuchadas mis declaraciones en la rueda de prensa del 25 de enero. La violencia de la reacción creo que puede tomarse como un síntoma inequívoco de que el recuerdo (o la información) del islamismo de Blas Infante tocaba en el punto más sensible, en el núcleo confuso y oscuro de la ideología en torno a la Andalucía eterna, cuyas relaciones con España, por ello mismo, habrán de mantenerse siempre en una zona de penumbra, disimulada por la idea federalista y por la admiración por la «Cultura». Idea que tenía que ver sobre todo con el tablero político convencional, pero no con el tablero «cultural» de una idea de Andalucía que quería desbordar ampliamente ese tablero político.

Precisamente fue Blas Infante quien se resistió a aceptar el «principio cristiano» de las nacionalidades y prefirió definir a Andalucía como una «Cultura» antes que como una «Nación», susceptible, por ejemplo, de mantener relaciones diplomáticas con otras naciones, o incluso de federarse con ellas.

Sólo así se comprende la reacción del Secretario de Organización del PSOE-A, Luis Pizarro, tal como la transmite Europa Press: «El PSOE-A urge al filósofo Gustavo Bueno a rectificar sus insultos a Andalucía, y dice que desconoce el Estatuto.» Luis Pizarro toma sin duda, como ataque a Andalucía (a la Andalucía real) la crítica al mito de la Andalucía milenaria, y llega a creer que la crítica a una idea imaginaria tiene que ver con «mi incapacidad de soportar que Andalucía [la Andalucía real] haya salido del subdesarrollo al que le sometió la derecha centralista». Difícilmente podría justificarse un diagnóstico tan desorientado, inspirado por asociaciones ideológicas vulgares e incontroladas («la derecha centralista»). Siempre me he distinguido por mi afecto a Andalucía, y siempre he experimentado alegría al comprobar sus progresos, los cuales, por cierto, ya se advertían en la época de esa derecha centralista que Pizarro ataca, sin duda, porque ese ataque está incluido en su sueldo. ¿De donde saca que yo desconozco el Estatuto de Andalucía? ¿Qué sabe este señor lo que yo se de él? Nada tengo que rectificar, aunque por cierto, ni siquiera pide que rectifique mis afirmaciones sobre el islamismo de Blas Infante. Probablemente, dadas las entendederas de este secretario socialista de organización, ni siquiera ha «procesado» la información sobre el «Padre de la Patria andaluza» que yo daba.

En El Mundo de Sevilla de 27 de enero, José Antonio Gómez Marín, viejo amigo mío, dedica su columna habitual al asunto. La titula «El cierre categorial», y hace una afectuosa defensa de mis posiciones: «Y a ver quien le discute eso al autor de El cierre categorial. Al-Andalus, una denominación medieval que tiene que ver con los vándalos y con el Islam.» Sin embargo, Gómez Marín prefiere, acaso para no nombrar la soga en casa del ahorcado, no entrar en la cuestión del islamismo del «Padre de la Patria andaluza». Razones tendrá para que no le haya parecido oportuno entrar al trapo sobre el asunto en esta ocasión.

Lo cierto es que el artículo de Gómez Marín suscitó una abundante serie de comentarios que, entre otras cosas, demuestran que no a todos los lectores de El Mundo de Sevilla puede medírseles por el rasero con el que hay que medir al Secretario de Organización del PSOE-A, señor Pizarro.

En el mismo día en que Gómez Marín publica en El Mundo de Sevilla su artículo «El cierre categorial», Álvaro Ruiz de la Peña (profesor de literatura en la Universidad de Oviedo) publica en La Voz de Asturias su artículo «Semejante pájaro», con este subtítulo: «Produce verdadero escalofrío oír cómo despacha el emérito Gustavo Bueno a Blas Infante.» Pero Ruiz de la Peña tampoco se detiene en la cuestión del islamismo de Infante. O bien desconoce el proceso de su conversión al Islam, o considera que este proceso es asunto íntimo, sin relevancia política, cuando al parecer lo importante sería, según él, no ya subrayar las semejanzas «místicas» entre Sabino Arana y Blas Infante, sino las diferencias entre el secesionismo de Sabino y el federalismo de Blas. Diferencias que alcanzan, como veremos después, un sentido completamente opuesto al que el articulista, que permanece enteramente en la inopia, les atribuye.

En conclusión, Álvaro Ruiz de la Peña es uno de esos opinantes que no se ha enterado de lo que estaba en el terreno de juego, y sólo se ha fijado en la expresión «semejante pájaro» que yo utilicé coloquialmente para referirme a Blas Infante. A Ruiz de la Peña de parece inadecuado, acaso poco respetuoso, que con esta expresión se designe a un hombre que, abandonando la vida confortable propia de un notario, se dedicó a estudiar la historia andaluza. Sobre todo, un hombre que fue fusilado «sin juicio y sin sentencia», y que habría expresado frases tan profundas como la siguiente: «Mi nacionalismo, antes que andaluz, es humano.» Una frase que, leída literalmente, es un sinsentido. Si el nacionalismo de Blas Infante no era andaluz, sino «humano», es porque también sería nacionalismo catalán, o castellano, o aragonés, puesto que todos éstos nacionalismos también son humanos. Lo que sí es evidente es que este profesor no ha encontrado nada extraño o ridículo en que Blas Infante calificase de «humano» a su nacionalismo. ¿Acaso hay algún nacionalismo entre perros, gatos o extraterrestres?

Sin embargo, la frase atribuida a Blas Infante podría tener otro sentido, si la leemos desde el punto de vista del Islam: lo que Blas Infante podría haber querido decir, con sentido aunque crípticamente, sería esto: «Mi nacionalismo no se queda en el Al-Andalus prosaico, casi zoológico, sino en el Al-Andalus divino, que es el que permite esperar que Al-Andalus real se convierta en la cabeza de un Islam espiritual, universal, ecuménico y verdaderamente humano.»

Precisamente teniendo a la vista tales connotaciones me vi llevado a utilizar la expresión «semejante pájaro», como un modo de decir, en román paladino, eso de rara avis. ¿Y no es una rara avis ese notario llamado Blas Infante que en 1924 toma nombre de Ahmad, «el que pasa de la potencia al acto», al convertirse al Islam? Y mucho más rara avis parecerá a los millones de andaluces que lo veneran (sin saber cual era el fondo de sus trabajos) cuando lo ven como un simple notario que renuncia a la vida cómoda y se dedica a trabajar por Andalucía hasta acabar siendo fusilado por «los golpistas del 36».

Es mejor no levantar la liebre. Blas Infante no es una rara avis, no es un pájaro, es un hombre excepcional, perfectamente ajustado a la categoría de los próceres políticos honrados y de buena voluntad. Si los millones de andaluces que pueden ir al referéndum se enterasen del sentido que puede encerrar eso de «semejante pájaro», podrían pensarse dos veces el sentido de su voto.

El artículo «Andalucía e Islam» del señor Antonio Galeote, director ahora del catalán Diario Ibérico, está escrito también en tonalidad agresiva: «Gustavo Bueno ha realizado unas declaraciones impresentables en las que empieza atacando legítimamente el proyecto de Estatuto de Andalucía, y acaba intentando ofender a Andalucía.» La cabeza del señor Galeote debe ser muy confusa, puesto que en mis declaraciones no hay nada que pueda interpretarse en el sentido de una ofensa a Andalucía. Sospecho que en el artículo «Andalucía e Islam» hay gato encerrado (no me atrevo a decir «musulmán encerrado»). En efecto, el autor del artículo dice que «para criticar a Andalucía, se le reprocha [es decir, yo le reprocho] las influencias musulmanas que ha recibido.» Y, según Galeote, mis reproches se contienen en esta frase: «Olvidamos que Al-Andalus es una denominación medieval que tiene que ver con los vándalos y con el Islam.» O sea (comenta) que lo que tiene que ver con el Islam es connaturalmente negativo y perverso. Y de los «vándalos» mejor es no hablar.

El escozor que a Galeote parece haberle producido que yo recuerde que Al-Andalus tiene que ver con el Islam medieval y con los vándalos, denuncia una sensibilidad muy afinada para percibir al Islam como algo actual –no medieval– y como un cúmulo de valores positivos, y no negativos. Pero si yo hablé de la connotación medieval de Al Andalus era para evitar el anacronismo de considerar a Séneca, un romano, como andaluz; o a San Isidoro, un cristiano visigodo, como un andaluz, aunque lo fuese «en potencia». Ni siquiera, como ya he dicho, Averroes podría llamarse hoy andaluz, cuando este adjetivo lo utilizamos en el sentido que tiene en el lenguaje español actual. Y no era necesario entrar en la cuestión de las comparaciones entre el islam y el catolicismo, ni en valoraciones negativas o positivas.

Lo que sí era necesario era tener en cuenta no ya la diversidad, sino la incompatibilidad de instituciones fundamentales en cada una de estas dos religiones o culturas. Incompatibilidades dogmáticas insuperables. Para los musulmanes, el dogma de la trinidad, que se opone a su monoteísmo de estirpe aristotélica, equivale a un politeísmo, a un triteísmo; y el dogma central del cristianismo, el dogma de la Encarnación, según el cual Cristo, el hijo de María, es Dios, es una simple blasfemia, como lo son sus consecuencias, y muy particularmente, el sacramento de la Eucaristía, el Corpus Christi.

Pero estos dogmas –que a muchos ciudadanos de hoy parecen abstracciones propias de teólogos escolásticos y ajenas por completo «al pueblo»– están implicados, y muy particularmente en Andalucía, con instituciones populares concretas y cotidianas. El templo puede contener el Corpus Christi –el Santísimo– y no ya al Dios ubicuo que está presente en todos los lugares. Pero la presencia del Corpus Christi en el templo cristiano excluye la posibilidad de que un templo católico en el que se celebra la eucaristía (incluso cuando este templo haya sido una mezquita, como la de Córdoba, que a su vez fue edificada sobre las ruinas de una iglesia católica, la de San Vicente, que había sido demolida por los sarracenos) sea compartido por miembros de una religión que sólo «por cortesía» pueden simular respeto al sacramento (recordamos que en este argumento se apoyó la denegación, por parte del Arzobispo de Córdoba, a la petición del imán para utilizar la mezquita para sus culto).

También la iconoclastia (de consecuencias inmediatas y populares bien visibles) está implicada con el dogma de la Encarnación. En el veto a representar lo divino con rasgos antropomórficos se justifica el estilo de decoración musulmana llamado «geométrico» (no se sabe muy bien por qué: ¿acaso las curvas de una estatua barroca no tienen también su ecuación geométrica?). Y precisamente como afirmación de ese antropomorfismo, real y verdadero (puesto que Cristo, en contra de lo que pensaban los docetas, era realmente hombre), se desplegó, sobre todo en Andalucía, y en gran medida, como procedimiento pedagógico inexcusable para compensar la abstracción geométrica musulmana, la presencia de imágenes de hombres y mujeres sagrados, las ceremonias de la Semana Santa, las procesiones públicas con las tallas antropomórficas de Cristo y de su madre, la Virgen María.

Las implicaciones políticas, prácticas, de estas diferencias dogmáticas no son menores, aunque no es ocasión de analizarlas ahora. El monoteísmo radical de los musulmanes tiene su reflejo en su monoteísmo teocrático, en virtud del cual la indistinción de fronteras entre la política y la religión llega a ser absoluta.

Desde este punto de vista, recordar en las vísperas del referéndum, que Al-Andalus es una denominación medieval, equivale a señalar que el momento en el cual Al-Andalus se toma como un valor del presente, y no del pasado arqueológico, entraña una contradicción insalvable. Porque si las procesiones de Semana Santa de Sevilla, de Córdoba, de Málaga, de Granada, pueden celebrarse hace siglos es precisamente porque Al-Andalus musulmán había dejado de existir. En Al-Andalus jamás habrían existido catedrales o templos cristianos, ni hubieran sido llevadas en procesión las imágenes de la Virgen Santísima o la de Cristo yacente en Viernes santo. No digo, por tanto, como quiere que diga Galeote, «que lo que tiene que ver con el Islam es connaturalmente negativo y perverso», en sí mismo considerado. Pero sí podría decir que es connaturalmente negativo y perverso considerado en su contraposición con los dogmas y ceremonias cristianas, y muy particularmente con las ceremonias propias de la «tierra de María Santísima».

5

Dos palabras en torno a la segunda interpretación, es decir, en torno a la interpretación del hecho del reconocimiento de Blas Infante como «Padre de la Patria andaluza», desde el hecho de su conversión al Islam, y en el sentido de que este hecho, la conversión, lejos de circunscribirse a la condición de una experiencia privada, tiene significados políticos de gran trascendencia, hasta tal punto que ellos podrían obligar a alterar completamente el alcance que muchos, o la mayoría, otorgan a Blas Infante como «Padre de la Patria andaluza».

En efecto, quienes sin ser musulmanes ni frívolos, lleguen a constatar que el «Padre de la Patria andaluza» se hizo musulmán, tendrán que advertir que se enfrentan a una situación difícil de analizar. Pues esto plantea la cuestión de las conexiones que han de mediar entre las experiencias religiosas del prócer y su figura política. Sólo diciendo frívolamente que no tiene nada que ver podrán mantener intacto el reconocimiento del prócer como Padre de la Patria, declarando la inoportunidad de traer al escenario político las informaciones acerca de la vida privada que el protagonista pudo haber realizado fuera del escenario.

Pero, ¿quién puede afirmar que la conversión religiosa al Islam de Blas Infante fue un acto privado, llevado a cabo fuera del escenario político? Por de pronto, la conversión, o su manifestación ceremonial, no fue un acto privado sino público, y tuvo también su componente teatral: la conversión tuvo lugar en una mezquita y ante testigos musulmanes que acreditaron la metamorfosis espiritual del converso, que además tuvo la precaución constante de vincularse a la estirpe de los «antiguos moriscos» que expulsados de Andalucía por los Reyes de España, se refugiaron en Marruecos. Sólo cuando los andaluces no musulmanes, parlamentarios o votantes, lograsen mantenerse en estado de ignorancia sobre la circunstancia de la religión del Padre de su Patria, el problema estaría solucionado. Se habría logrado en la práctica la desconexión total de los dos hechos simples que constituyen el hecho complejo que analizamos.

Esta ignorancia estaría ayudada, en todo caso, por la discreción de quienes, «estando en el secreto», saben que no ha llegado el momento de la proclamación formal, porque a veces conviene mantener la fe en «Taquilla» –diríamos nosotros, «en el armario»– por motivos estrictamente prudenciales. Pero este mismo silencio o discreción está demostrando que efectivamente la conversión del prócer sí tendrá mucho que ver si se manifiesta ante el Parlamento andaluz y ante los andaluces en general. Todos verían que esa conversión sí tendría mucho que ver, y verían también que neutralizar el asunto por el procedimiento de desinteresarse simplemente de él, tendría mucho de ignorancia culpable.

Y la razón está en que precisamente la mayoría de los parlamentarios y de los ciudadanos en general son cristianos, y no musulmanes. Constituirá siempre para ellos un enigma, una paradoja, que el Padre de la Patria andaluza, católica en su inmensa mayoría, sea un musulmán. ¿No se seguiría de ello ninguna consecuencia práctica en la convivencia cotidiana? Todo el mundo sabe que la fe musulmana no puede ser encerrada en el interior de la piel que envuelve a un «estuche corpóreo». El musulmán educará a sus hijos en una fe distinta de la cristiana; habrá que resolver situaciones derivadas de los matrimonios mixtos. ¿Y por qué no hablar de los asuntos cotidianos relativos al convivium? ¿No resultaría paradójico que pudiera verse al Padre de la Patria andaluza torciendo el gesto, o volviendo la cabeza, cuando y constantemente los andaluces se dedican a preparar y a consumir uno de sus productos más preciados, el jamón de Jabugo, o los derivados del cerdo en general? ¿Quién, de esta inmensa mayoría, podría invitar a comer a su casa al Padre de la Patria, o a sus correligionarios, sin cuidarse de cambiar sus platos y manteles? Y todos aquellos que actúan en las cofradías de Semana Santa, o en la romería del Rocío, ¿cómo podrían no advertir que sus ceremonias estarán siendo severamente juzgadas por el Padre de su Patria, que, según la creencia de una gran mayoría, les mirará, en el mejor caso, desde un Cielo cristiano?

Es decir, todo el mundo comprenderá que la conversión al Islam del «Padre de su Patria» no puede entenderse como asunto de puertas adentro, puesto que es desde «sus adentros» desde donde el musulmán Padre de la Patria seguirá mirando con disgusto a sus hijos politeístas, por mucho que sobrelleve su disgusto esperando a los tiempos de rectificación de sus hijos descarriados por las circunstancias históricas. Es decir, por la conquista (no la reconquista) de Andalucía por parte de unos bárbaros del Norte que se habían convertido, desde los tiempos del rey Recaredo, al cristianismo. Si, por lo menos, hubieran permanecido arrianos, se habría mantenido una mayor proximidad con Mahoma (a quien muchos historiadores de las herejías cristianas consideran arriano, al no reconocer la divinidad de Cristo, sin perjuicio de reconocer sus virtudes humanas). La proximidad que mantuvo Elipando, por ejemplo, el obispo adopcionista de Toledo, que por ello se enfrentó al «fétido antifrasio Beato» que vivía en la corte del rey Alfonso II de Oviedo.

En resumen, Andalucía, al erigir a un musulmán como Padre de la Patria, tendría que saber que ella, en la medida que es contemplada por él o por sus correligionarios, ya no puede ser la Andalucía española histórica cotidiana, la que convive con millones de españoles de otras regiones, con los cuales intercambian bienes y servicios. Desde la visión de un Padre de la Patria convertido al Islam, los toros bravos, el jamón de pata negra, el vino, los pasos de Semana Santa, la romería del Rocío, la familia monógama y el régimen de herencia, la fiesta del domingo o de otros muchos días del año, así como la propia idea de persona, tendrían que comenzar a ser contemplados de otro modo. Porque el Islam, decía Blas Infante en uno de sus manuscritos inéditos, «no es sólo espiritual, es también movimiento, vivir no es solamente una idea, sino un conocimiento, y este conocimiento es nuestra experiencia de Al-Andalus en su época de esplendor». Pero en los mercados de aquella época de esplendor no había jamones de pata negra, ni sus templos tenían campanas, ni los domingos eran días de fiesta, ni por sus calles podían pasear imágenes de la Virgen María y su hijo.

¿Cómo podría reconocerse la Andalucía que busca hoy organizarse a través de un Estatuto en esa Andalucía medieval (aunque se la llame Al-Andalus, aludiendo a una época de esplendor más o menos mítica) propuesta por el Padre de la Patria andaluza? La Andalucía de hoy es cristiana, religiosa y culturalmente. Pero el Padre de la Patria le pide, desde su experiencia íntima, que deje de serlo, y no en nombre de un racionalismo europeísta, o de un laicismo similar al que la Segunda República predicó, y a la que Infante se adhirió desde el primer momento, sino en nombre del islamismo. Blas Infante dejó dicho: «El Profeta de nuestros antepasados, de Al-Andalus… como todos los profetas, será nuestro Profeta.»

Quienes utilizan el rótulo «Al-Andalus» para designar instituciones muy diversas (revistas, restaurantes, hoteles, centros culturales, trenes, &c.) o no saben lo que hacen, o lo hacen frívolamente, o lo saben demasiado.

6

La tercera interpretación del hecho complejo constituido por la conjunción del hecho político del reconocimiento de Blas Infante como Padre de la Patria andaluza, y del hecho religioso de su conversión al Islam en 1924, se deriva de una visión peculiar del hecho político, desde la perspectiva del hecho religioso. Esta tercera interpretación presupone que el hecho religioso de la conversión al Islam de Blas Infante no fue una mera experiencia íntima, sino que tuvo ya entonces presupuestos y repercusiones sociales y políticas. Pero no sólo en el terreno religioso –en el sentido, por ejemplo, de constituir un estímulo para la edificación de mezquitas o para la recuperación de «baños árabes» (cuyas connotaciones religiosas siempre pueden diluirse bajo el nombre de «actividades culturales»)– sino también en el terreno político, a saber: en la misma reformulación del alcance de las categorías e instituciones políticas contempladas en los proyectos políticos de Infante (concepto de Andalucía y de sus relaciones con España y con el Mundo, concepto de Estado federal, de Nación, de Cultura), y también en el propio Estatuto de Autonomía, siempre que alguien se decidiera a reformular muchos de sus contenidos desde la perspectiva del islamismo del Padre de la Patria.

La orientación general de esta reformulación de los contenidos políticos y de sus relaciones tendría el sentido de un desbordamiento de estos contenidos respecto de los marcos jurídicos ordinarios en los cuales están formulados, en tanto estos marcos se mantienen en el ámbito de la Constitución española de 1978. Por ejemplo, el concepto mismo de «comunidad autónoma», y aún el concepto de «nacionalidad andaluza», así como sus relaciones con España (como Estado, incluso como Nación), recibirían un profundo cambio, y ello sin necesidad de alterar aparentemente la terminología, al menos a corto plazo. La «comunidad autónoma andaluza» es un concepto definido en el tablero jurídico político constitucional español, en el cual las comunidades tienen asignados cauces de relaciones con otras comunidades del Estado: las comunidades autónomas no tendrán por qué asumir responsabilidades que competen al marco del Estado. Las relaciones internacionales o las «misiones universales» que una comunidad autónoma pueda reivindicar tendrían que ser dejadas de lado, porque lo contrario equivaldría a invadir las funciones del Estado, al intento de constituirse como un Estado independiente (acaso confederado con los otros eventuales Estados peninsulares). En suma, las relaciones internacionales o las misiones universales, si afectaran eventualmente a una comunidad autónoma, habrían en todo caso de llevarse a cabo a través de los cauces del Estado. La «misión universal» de Andalucía, o sus relaciones internacionales, si existen, habrían en todo caso de ser asumidas por España. Si una región de España proclama su misión universal, incluso si esta misión es de índole cultural, independientemente de España y por cuenta propia, es porque considera a España como una realidad subordinada a su misión (y esto sin necesidad de romper su unidad con ella).

Ahora bien, si desde la perspectiva musulmana del Padre de la Patria andaluza, Andalucía es mucho más que una comunidad autónoma (como también la Iglesia católica es mucho más que el Estado Vaticano, al que tuvo que ajustarse esta Iglesia en la época de Mussolini); y esto porque, aún siéndolo, ha de entenderse como una comunidad espiritual, difícilmente podrá ajustarse a los conceptos cristianos modernos, tales como Nación o Estado. ¿Cómo designarla entonces? Blas Infante recurrió a la idea de «Cultura», entendida por cierto al modo de la tradición germánica que, desde Juan Teófilo Fichte hasta Otto Bauer, vieron en ella una «unidad de destino en lo universal». Sin embargo, sin entrar en colisión con las retículas constitucionales, el Estatuto andaluz podrá afirmar: «Y es que Andalucía, asentada en el sur de la península ibérica [conviene subrayar, por si muchos lectores de el Estatuto no lo advierten, que en esta determinación geográfica o geológica de Andalucía, España deja de tomarse como referencia] …constituye un nexo de unión entre Europa y el continente africano» [otra vez España deja de ser tenida en cuenta como cauce de esta unión]. Y en el párrafo siguiente del Preámbulo se añade:

«Estos rasgos [se refiere a los geopolíticos], entre otros, no son sólo sedimentos de la tradición, sino que constituyen una vía de expansión de la cultura andaluza en España y el mundo y una aportación contemporánea a las culturas globales.»

Y sin embargo, de estas proposiciones no podría seguirse ninguna intención separatista, porque Andalucía podrá seguir siendo considerada como parte esencial de España (y esto es lo que tranquilizó al PP cuando se decidió por el Estatuto, tras pequeños ajustes en la redacción). Pero lo decisivo es el supuesto implícito, que también España es parte esencial de Andalucía. ¿Y por qué? Porque Andalucía, como cultura que intenta resucitar el esplendor de Al-Andalus, no es separatista; ella no desea que el resto de España le de la espalda, ni da la espalda al resto de España, porque quiere incorporarla a su cultura, es decir, al Islam.

Ninguna de estas expresiones aparece en el Estatuto de 2006. Pero sólo quienes al leer «cultura andaluza» sobrentienden, para sus adentros, «Al-Andalus-Islam», no apreciarán ninguna anomalía en las expresiones que asignan a Andalucía «misiones universales» independientes de España. Las anomalías reaparecerán cuando traduzcamos los términos efectivos, por ejemplo «cultura andaluza», a términos del tablero constitucional del Estado de las autonomías. Blas Infante no tendría ningún inconveniente en suscribir el artículo 1.1 del Estatuto («Andalucía… se constituye en Comunidad Autónoma en el marco de la unidad de la nación española»). En efecto, Blas Infante jamás apoyó el separatismo, sino la unión con las restantes partes de España. «Este llamamiento (dirá en su Manifiesto a todos los andaluces, el 15 de junio de 1936, en vísperas de la Guerra Civil) es españolista porque Andalucía es la esencia de España [advertimos que no dijo: España es la esencia de Andalucía] y tanto necesita España como Andalucía el que esta última llegue a la autarquía.» Una unión de Andalucía con España orientada a integrar España, reinterpretada como Al-Andalus, en Andalucía. (El unionismo de Andalucía con el resto de los pueblos españoles, que Blas Infante propugnaba, podría ponerse en paralelo con el unionismo, de cuño imperialista, que Prat de la Riba predicaba coetáneamente para Cataluña –un unionismo antitético al separatismo de Sabino Arana, precisamente por su componente imperialista–.)

Así pues, la visión a largo plazo que Blas Infante pudo tener del proceso andaluz le permitiría incorporar estratégicamente a su proyecto las categorías políticas ordinarias, dadas a escala «doméstica», desde su punto de vista (autonomía, federalismo, unionismo, &c.), aunque interpretadas desde su perspectiva que, sin embargo, no quedaba traicionada. A lo sumo, quienes se adhiriesen a este lenguaje de doble sentido permanente podrían pecar de ingenuos, desde el punto de vista del Padre de la Patria; pero también los ingenuos. moviéndose en su terreno doméstico, podrían considerar como ingenuo al Sabio que les hablaba desde un lenguaje sublime, pero que sólo podría lograr operatividad traduciéndolo al lenguaje de las prácticas cotidianas, y por tanto, desvirtuando su estrategia a largísimo plazo.

La conversión o revelación de 1924 hubo de permitir a Blas Infante reinterpretar también todos los proyectos políticos en los que había estado implicado a lo largo de los años, y que, por lo demás, se mantenían siempre en una misma onda populista, fisiocrático-georgiana (de Henry George), simpatizante con el anarquismo bakuninista, republicano, universalista… pero siempre historicista. Era la perspectiva histórica aquella que ofrecía a Blas Infante –como también se la ofreció a Comte, a Bakunin, o a Marx– el criterio más firme para huir de las abstracciones metafísicas y tomar contacto, aún dentro de su plan estratégico de largo alcance, con los modelos realmente prácticos de la acción política.

Solo que Blas Infante parece no haber encontrado modelos accesibles en la comunidad primitiva, pero tampoco en el siglo XVI, o en la sociedad industrial. Su modelo lo encontró en la Edad Media, en Al-Andalus. Y en función de esa Al-Andalus mítica trató de reconstruir los problemas del presente, y las líneas pragmáticas de su acción política.

En Marruecos vio reproducida la miseria de los jornaleros que en su infancia ya había visto en su tierra; la causa de la miseria la pondría en los reyes del norte de España, que movidos por una codicia insaciable fueron conquistando (no reconquistando) palmo a palmo las tierras islamizadas de Al-Andalus, arrojando de ellas a los andaluces a países extraños, o simplemente apartándolos de los nuevos latifundios que los conquistadores se habían repartido, a los «jornaleros moriscos que habitan el antiguo solar». Y es preciso unir a unos y a otros. Los tiempos cada día serán más propicios, y en este sentido dice acaso Infante que «hay un andalucismo como hay un sionismo, nosotros tenemos también que reconstruir una Sión».

Fue siguiendo el rastro de aquellos moriscos andaluces expulsados de España, por lo que emprendió su famoso viaje a Marrakech, y allí encontró la iluminación, la revelación, la conversión plena al Islam.

7

Para que el Al-Andalus medieval, el Al-Andalus del Califato de Córdoba, pudiera ser tomado como modelo genuino de la reconstrucción política y espiritual de la Andalucía deprimida y explotada del presente en el que a Blas Infante le tocó vivir, era preciso demostrar que tal modelo no era postizo, sobreañadido desde fuera a los andaluces que vivieron en aquellos siglos.

Y era necesario demostrarlo frente a quienes creían saber que la cultura islámica fue importada por unos invasores árabes que lograron derrocar el reino de los bárbaros visigodos; por unos invasores que habrían obligado a los pueblos sometidos por los visigodos a adaptarse al Islam. ¿Y cómo llevar adelante la demostración?

Blas Infante no se paró en barras: las invasiones árabes no impusieron la cultura islámica a los andaluces, por la sencilla razón de que no hubo tales invasiones. Habrían sido los propios pueblos sometidos a los godos –viene a decir Infante– quienes admirados de la amabilidad, elegancia y espiritualidad de las escasas avanzadillas que habían desembarcado en la costa, acudieron a ellos como aliados capaces de ayudarles para liberarse de la barbarie goda (que, a su vez, era cristiana). No hubo pues conquista, ni imposición violenta del Islam, sino difusión de una cultura oriental superior. Ninguna dependencia tuvo el califato de Córdoba respecto del califato de Bagdad. Al-Andalus es una creación propia y genuina de los andaluces, y el Islam es su propia religión.

Si es cierto que los reyes bárbaros –los reyes godos y sus sucesores del norte– fueron conquistando (no reconquistando), poco a poco, Al-Andalus, expoliando a sus propietarios para formar los enormes latifundios que todavía hoy existen, el mejor plan concebible no sería otro sino el de volver al Islam, a reconstruir Al-Andalus, pero con la prudencia necesaria para no crear obstáculos invencibles. Hablemos pues de recuperación de tierras, de autarquía, de impuesto único, de autonomía, de federalismo. Es el lenguaje exotérico de quien sabe, desde su doctrina críptica, esotérica, que sus planes son a largo plazo, pero que no se puede perder, en el corto plazo, ningún eslabón del camino que conduce al final. En el fondo la ideología andalucista de Blas Infante coincide con la ideología más radical de la izquierda vasca abertzale: para ambas ideologías la presencia de los españoles en sus territorios representa la presencia de unos intrusos, y sus ejércitos respectivos no son sino tropas de ocupación.

Un círculo perfecto, por tanto, pero vicioso, vacuo y utópico.

Lo que no habrá impedido que roto ese círculo en sus dos arcos, algunos sigan explorando las posibilidades de utilización de tales arcos para muy diversos fines. El arco inicial (la islamización de Al-Andalus como proceso casi espiritual y no resultado de una invasión violenta), aun sin pretensión de continuarse hacia el anillo terminal, tiende siempre hacia él (hacia la construcción de un «segundo arco» que permita pasar de la Andalucía actual a su verdadera fuente, Al-Andalus).

La utilización del primer arco, o fragmentos suyos, ha sido muy frecuente. Menéndez Pidal llegó a afirmar que en el siglo XI la idea de Reconquista no estaba asentada en los reyes montañeses (tales como Sancho el Mayor), aunque no decía lo mismo de los reyes de Oviedo o de León. También Ortega había sometido a crítica el concepto de Reconquista: un proceso que duró ocho siglos no puede llamarse Reconquista (pero no dice las razones de tal imposibilidad).

Ignacio Olagüe, en diversos libros, ofreció algunos desarrollos del primer arco. Por ejemplo, en su obra La decadencia española (Mayfe, Madrid 1950, tomo II, pág. 204):

«Por consiguiente, si se enfoca la revolución española con los acontecimientos que se desarrollaron en los márgenes meridionales del Mediterráneo, podemos afirmar que lo importante no era que el Conde Julián, Tarik y unos cuantos aventureros intervinieran en los actos tácticos de las revueltas, ni tampoco, aunque hecho de mayor alcance, que desembarcaran en nuestras playas predicadores del islam. Lo decisivo fue que los españoles de entonces aceptasen estas predicaciones por buenas y creyeran en ellas como futuro remedio de sus males. Y esta desviación de los hispanos pudo ocurrir gracias al lazo de unión que a través de muchas centurias había emparentado el pensamiento de predicadores y oyentes. En otras palabras: los españoles no podían sustraerse a la magia y a la fuerza de la idea. En la última expansión de la oleada mágica, España, zona fronteriza, se inclinó hacia lo semita porque en la lucha entablada la fuerza y el porvenir estaban con los musulmanes y no con las huestes de Don Rodrigo. No se engañe el lector con resabios de una falsa patriotería. Las páginas de la historia universal están al alcance de todos para convencimiento de cualquier incrédulo.
La llamada invasión árabe se reducía, pues, al arribo a nuestras costas, al calor de la guerra civil, de unos cuantos aventureros y de los primeros propagandistas de la reforma mahometana. De aquí el carácter internacional de esta tropa, convencida, de encontrar en la contienda española una ocasión propicia, los unos para la predicación, los otros para la rapiña. Considerar a esta ínfima minoría como una invasión, era tan absurda como calificar de tal a los monjes de Cluny, trovadores, peregrinos, hombres de armas y demás extranjeros que más tarde influirían en el desarrollo del gótico español.»

Lo más curioso es que Olagüe atribuye a los «visitantes» la misma prudencia, cuanto a la metodología de la revelación de sus dogmas a los andaluces cristianos, que atribuimos a Blas Infante en sus programas de recuperación de Al-Andalus: se trata en todo caso de no asustar a los cristianos, y conseguir transformaciones «domésticas» que sin embargo puedan servir de plataforma para realizaciones de más vuelo. Así, hablando de las monedas globulares con inscripciones latinas puestas en circulación por los árabes de África, dice: «se inscribió en latín, y suprimiendo muchas letras, según estilo del tiempo, una leyenda de índole religiosa, pero en la cual quedaba muy disimulado su espíritu mahomético: In nomine Domini non Deus nisi deus solus sapiens non Deo similis alius. Decir que Dios es único, sabio y sin semejante, no ofendía en apariencia los sentimientos de los súbditos cristianos, pero, en realidad, tales expresiones ocultaban la tesis antitrinitaria de la teoría alcoránica» (Olagüe, tomo 2, pág. 206).

Otro experimento de reconstrucción de lo que venimos llamando primer arco del anillo es el que está llevando a cabo Emilio González Ferrín (Ciudad Real 1965, profesor de pensamiento árabe en la Universidad de Sevilla). Al-Andalus –viene a decir este autor– fue un renacimiento europeo. Pero ni hubo invasión sistemática en 711, ni los que entonces entran en la península ibérica podrían llamarse árabes. Pero los argumentos de Ferrín no son convincentes. ¿Cómo explicar la batalla de Poitiers, o la de Covadonga, o la de Clavijo-Laturce, o la de Simancas? ¿Y cómo puede considerarse como ya muy tardía la Crónica de Alfonso III?

En cuanto al segundo arco del anillo, el que une la Andalucía de hoy con Al-Andalus, Blas Infante sigue siendo explorado tenazmente por parte del Islam militante, tanto en formas más próximas a las de la Yihad, como en formas más suaves, «culturales», estéticas, literarias, folklóricas o nostálgicas.

¿Qué podemos concluir? Por mi parte me limitaré a expresar una sospecha: que si a partir del primer arco nos parece imposible alcanzar el segundo, en cambio pudiera ser que únicamente fuera posible llegar al primero desde el segundo arco (la islamización de España no fue el resultado de una invasión), cuando partimos desde el segundo.

Por lo que se refiere a la inmensa mayoría de los que van a votar en el referéndum del Estatuto, me atrevería a decir que éstos no intentan siquiera explicar el primer arco, ni menos aún el segundo. De otro modo, para esta inmensa mayoría, la mención de Blas Infante, como Padre de la Patria andaluza, no significará mucho más de lo que puede significar la mención a un «intelectual», a un notario escritor, que se interesó por los pobres jornaleros andaluces, que amó a Andalucía (suponiendo que Al-Andalus de Infante es nuestra Andalucía), y que fue fusilado por las tropas que se alzaron en 1936.

¿Qué más se puede pedir para justificar su reconocimiento como «Padre de la Patria andaluza»?

———

Los ciudadanos se abstuvieron mayoritariamente pero el Proyecto de Estatuto resultó aprobado

6.045.560 ciudadanos españoles residentes en las ocho provincias andaluzas formaron el censo convocado en referéndum para responder el 18 de febrero de 2007 a la pregunta: «¿Aprueba el Proyecto de Estatuto de Autonomía para Andalucía?» Una inmensa mayoría de esos ciudadanos –3.852.063, el 63,72%– se abstuvieron de ir a votar, y sólo 2.193.497 acudieron a las urnas –36,28%–, para depositar 2.172.531 votos válidos (pues 20.966 fueron anulados por diferentes razones). De manera que sólo menos de uno de cada tres ciudadanos convocados a esta consulta respondieron afirmativamente a la pregunta –1.899.860 votos, 87,45% de los votos emitidos–, manifestando su negativa 206.001 votantes –9,48%– y votando en blanco 66.670 ciudadanos (el 3,07% de los votos emitidos).

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RedaccionVozIberica

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