Estamos, sin lugar a dudas, ante una de las tres mejores películas del Emperador del cine oriental, de un total de treinta y un largometrajes que dirigió.
La película se centra en la figura de un funcionario o asalariado, un sarariman, Kenji Watanabe, un burócrata gris de nivel medio en la administración local, que lleva una vida aburrida y monótona, cuya mayor satisfacción es no haber faltado jamás a su trabajo en la sección de atención al ciudadano de la Oficina Municipal. Esta vida rutinaria da un giro imprevisible en una exploración médica tras la cual se le diagnostica un cáncer de estómago en fase terminal.
A partir de ese instante, la interpretación del papel a cargo de Takashi Shimura es sencillamente magistral y ha pasado con letras de oro a la historia del cine. Su reacción ante el descubrimiento de la enfermedad se manifiesta a través de la genial dirección de Kurosawa en los rasgos de su rostro, a veces inexpresivos, y en los interminables silencios, repletos de humildad. El protagonista, Watanabe, en un primer momento pretende aprovechar al máximo el escaso tiempo de vida que le queda, buscando experiencias y emociones que le hagan sentirse vivo, en contraste con los treinta años de funcionario que ha dejado pasar vacíos de contenido. Y por ello se hace acompañar de una joven en plenas facultades, de quien intenta absorber la savia de la vida. Sin embargo, pronto advierte que su única satisfacción posible radica en mejorar la vida de los demás antes de morir.
Para dar, así, sentido a su existencia dedica todo su afán a la construcción de un parque público donde solo había un solar de aguas estancadas. Y aquí vuelve a brillar con luz única la dirección del genio oriental. Tras producirse la muerte de Watanabe, Kurosawa recurre al flash-back, o recuerdo cinematográfico, en una vuelta atrás absolutamente perfecta que nos permite reflexionar sobre las trabas del aparato burocrático al que durante tanto tiempo ha pertenecido el protagonista. Este acompaña a sus conciudadanos en la gestión que conduce a la reconversión del solar anegado en parque y sufre, de esta manera, en sus carnes la impotencia ante los obstáculos de la administración local.
El drama de su vida concluye en una escena final inmejorable, balanceándose en un columpio del nuevo y hermoso parque, mientras entona una canción, en recuerdo de su esposa fallecida.
A pesar de girar en torno a la muerte, acompañada de una profunda tristeza, el título de esta extraordinaria obra cinematográfica apunta a una incontestable afirmación de la vida, porque el sufrimiento forma parte de ella y además puede transformarse en generosidad y amor a los demás. Es probablemente la gran lección humanista de Akira Kurosawa en esta película: nunca es tarde si el fin lo merece.
Vivir obtuvo el Premio del Jurado en el Festival Internacional de Cine de Berlín, la Berlinale, en 1954, dos años después de su producción.
Japón (Toho), 143 minutos, blanco y negro.
Idioma: japonés.
Dirección: Akira Kurosawa.
Guión: Akira Kurosawa, Shinobu Hashimoto, Hideo Oguni.
Fotografía: Asakazu Nakai.
Música: Fumio Hayasaka.
Intérpretes: Takashi Shimura (Kenji Watanabe), Shinichi Himori, Haruo Tanaka,
Minoru Chiaki, Miki Odagiri.
Premio Especial del Senado de Berlín en 1954.
(Juan Miguel Collado Campos, Licenciado en Filología y profesor de Literatura)
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