Y en esas llegó Felipe VI… A quien te aconseja disimular y esconder a tus amigos más le gusta engañarte que los higos.

Dicen algunos trovadores, opinadores e incluso bufones que Don Felipe de Borbón saldrá reforzado y mucho más cuando termine el año 2024, e incluso hay quien dice que en su discurso de Navidad ha intervenido de la manera que describe la canción de Carlos Puebla, dedicada a Fidel Castro: «Se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó parar»… «pensaban seguir jugando a la democracia y que el pueblo en su desgracia se acabara de morir… y seguir de modo cruel, sin cuidarse ni la forma con el robo como norma… Se acabó la diversión…»

E iluso él, Su Majestad ha pedido concordia, consenso, recuperar «el espíritu de la transición y de la Constitución Española de 1978» y acabar con el estado de crispación existente para recuperar el entente cordial, y bla, bla, bla… Don Felipe, al parecer, aún no se ha dado cuenta de que aquello de la canción de Roberto Carlos de «yo quiero tener un millón de amigos» es un imposible y que cuando alguien se empeña en contentar a muchos, o a todos, acaba logrando lo contrario, sembrar como poco descontento, aparte de no solucionar nada…

Es importante subrayar que destaca de manera muy especial la ausencia en el discurso de Don Felipe a todo aquello que guarde relación con la NAVIDAD, al Cristianismo, a nuestra forma de vida, a la civilización occidental judeocristiana y grecolatina.

Evidentemente, el Rey de España ha vuelto a largarnos un discurso siguiendo las directrices del gobierno socialcomunista que preside Pedro Sánchez y poco o nada nuevo podíamos esperar, … todo puro paripé, quienes participan en el circo de la política (cada cual tiene asignado un rol, y representa un papel fiel y sumisamente) y no se olvide que Don Felipe también forma parte de ese circo, nos intentan hacer creer que ha habido un “rifirrafe” entre monárquicos y antimonárquicos, en los días previos al discurso del Rey Felipe VI por Navidad, y que el tira y afloja se ha resuelto con valentía por parte de Su Majestad, hasta el extremo de que ha redactado él su propio discurso a riesgo de contrariar a los enemigos de España…

¡Mentira cochina! No se dejen engañar.

Tal vez ha llegado el momento de que alguien le diga a Don Felipe VI, como decía un tal Churchill:

«¿Tiene enemigos Su Majestad? Bien, eso quiere decir que usted ha defendido algo con convicción, en algún momento de su vida»… ¿Cuáles, quiénes son los enemigos de Don Felipe VI, de la monarquía, de España, de los españoles? ¿Qué ha defendido hasta ahora Don Felipe con convicción?

Pues, eso que, si uno analiza minuciosamente el discurso de Don Felipe VI acaba descubriendo que es más de lo mismo; claro que los españoles estamos tan acostumbrados a que nos mientan, a que nos traten como estúpidos, a ser engañados y a auto-engañarnos que, ya no nos sorprendemos, ni indignamos, cuando alguien nos larga un discurso plagado de tópicos, eslóganes, retórica vacía, palabrería propia de los charlatanes de feria… utilizando un discurso casi igual al de los futbolistas a los que entrevistan en televisión minutos después de haber finalizado el partido…

Pues sí, aunque nadie o casi nadie se atreva a hacerlo, ya va siendo hora de que alguien le diga aquello de «el rey está desnudo», tal como en el cuento XXXII del Conde Lucanor que lleva por título «Lo que sucedió a un rey con los burladores que hicieron el paño«:

-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que sepáis lo que más os conviene hacer en este negocio, me gustaría contaros lo que sucedió a un rey moro con tres pícaros granujas que llegaron a palacio.

Y el conde le preguntó lo que había pasado.

-Señor conde -dijo Patronio-, tres pícaros fueron a palacio y dijeron al rey que eran excelentes tejedores, y le contaron cómo su mayor habilidad era hacer un paño que sólo podían ver aquellos que eran hijos de quienes todos creían su padre, pero que dicha tela nunca podría ser vista por quienes no fueran hijos de quien pasaba por padre suyo.

Esto le pareció muy bien al rey, pues por aquel medio sabría quiénes eran hijos verdaderos de sus padres y quiénes no, para, de esta manera, quedarse él con sus bienes, porque los moros no heredan a sus padres si no son verdaderamente sus hijos. Con esta intención, les mandó dar una sala grande para que hiciesen aquella tela.

Los pícaros pidieron al rey que les mandase encerrar en aquel salón hasta que terminaran su labor y, de esta manera, se vería que no había engaño en cuanto proponían. Esto también agradó mucho al rey, que les dio oro, y plata, y seda, y cuanto fue necesario para tejer la tela. Y después quedaron encerrados en aquel salón.

Ellos montaron sus telares y simulaban estar muchas horas tejiendo. Pasados varios días, fue uno de ellos a decir al rey que ya habían empezado la tela y que era muy hermosa; también le explicó con qué figuras y labores la estaban haciendo, y le pidió que fuese a verla él solo, sin compañía de ningún consejero. Al rey le agradó mucho todo esto.

El rey, para hacer la prueba antes en otra persona, envió a un criado suyo, sin pedirle que le dijera la verdad. Cuando el servidor vio a los tejedores y les oyó comentar entre ellos las virtudes de la tela, no se atrevió a decir que no la veía. Y así, cuando volvió a palacio, dijo al rey que la había visto. El rey mandó después a otro servidor, que afamó también haber visto la tela.

Cuando todos los enviados del rey le aseguraron haber visto el paño, el rey fue a verlo. Entró en la sala y vio a los falsos tejedores hacer como si trabajasen, mientras le decían: «Mirad esta labor. ¿Os place esta historia? Mirad el dibujo y apreciad la variedad de los colores». Y aunque los tres se mostraban de acuerdo en lo que decían, la verdad es que no habían tejido tela alguna. Cuando el rey los vio tejer y decir cómo era la tela, que otros ya habían visto, se tuvo por muerto, pues pensó que él no la veía porque no era hijo del rey, su padre, y por eso no podía ver el paño, y temió que, si lo decía, perdería el reino. Obligado por ese temor, alabó mucho la tela y aprendió muy bien todos los detalles que los tejedores le habían mostrado. Cuando volvió a palacio, comentó a sus cortesanos las excelencias y primores de aquella tela y les explicó los dibujos e historias que había en ella, pero les ocultó todas sus sospechas.

A los pocos días, y para que viera la tela, el rey envió a su gobernador, al que le había contado las excelencias y maravillas que tenía el paño. Llegó el gobernador y vio a los pícaros tejer y explicar las figuras y labores que tenía la tela, pero, como él no las veía, y recordaba que el rey las había visto, juzgó no ser hijo de quien creía su padre y pensó que, si alguien lo supiese, perdería honra y cargos. Con este temor, alabó mucho la tela, tanto o más que el propio rey.

Cuando el gobernador le dijo al rey que había visto la tela y le alabó todos sus detalles y excelencias, el monarca se sintió muy desdichado, pues ya no le cabía duda de que no era hijo del rey a quien había sucedido en el trono. Por este motivo, comenzó a alabar la calidad y belleza de la tela y la destreza de aquellos que la habían tejido.

Al día siguiente envió el rey a su valido, y le ocurrió lo mismo. ¿Qué más os diré? De esta manera, y por temor a la deshonra, fueron engañados el rey y todos sus vasallos, pues ninguno osaba decir que no veía la tela.

Así siguió este asunto hasta que llegaron las fiestas mayores y pidieron al rey que vistiese aquellos paños para la ocasión. Los tres pícaros trajeron la tela envuelta en una sábana de lino, hicieron como si la desenvolviesen y, después, preguntaron al rey qué clase de vestidura deseaba. El rey les indicó el traje que quería. Ellos le tomaron medidas y, después, hicieron como si cortasen la tela y la estuvieran cosiendo.

Cuando llegó el día de la fiesta, los tejedores le trajeron al rey la tela cortada y cosida, haciéndole creer que lo vestían y le alisaban los pliegues. Al terminar, el rey pensó que ya estaba vestido, sin atreverse a decir que él no veía la tela.

Y vestido de esta forma, es decir, totalmente desnudo, montó a caballo para recorrer la ciudad; por suerte, era verano y el rey no padeció el frío.

Todas las gentes lo vieron desnudo y, como sabían que el que no viera la tela era por no ser hijo de su padre, creyendo cada uno que, aunque él no la veía, los demás sí, por miedo a perder la honra, permanecieron callados y ninguno se atrevió a descubrir aquel secreto. Pero un negro, palafrenero del rey, que no tenía honra que perder, se acercó al rey y le dijo: «Señor, a mí me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre o de otro cualquiera, y por eso os digo que o yo soy ciego, o vais desnudo».

El rey comenzó a insultarlo, diciendo que, como él no era hijo de su padre, no podía ver la tela.

Al decir esto el negro, otro que lo oyó dijo lo mismo, y así lo fueron diciendo hasta que el rey y todos los demás perdieron el miedo a reconocer que era la verdad; y así comprendieron el engaño que los pícaros les habían hecho. Y cuando fueron a buscarlos, no los encontraron, pues se habían ido con lo que habían estafado al rey gracias a este engaño.

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